Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía por la vida consagrada, celebrada en la Catedral el 2 de febrero con las distintas familias, realidades, congregaciones y nuevas formas de vida consagrada de la Archidiócesis.
Fecha: 02/02/2018
Muy queridos hermanos sacerdotes;
queridos hermanos y hermanas
religiosos, consagrados, de diverso tipo y de diversas formas:
La verdad es que es una alegría. Todos
los años desea uno este día 2 por lo que tiene de encuentro de todos nosotros.
Es como si fuera una Eucaristía especialmente familiar. Es especialmente
familiar.
Vosotros constituís, fruto de los
múltiples dones que el Espíritu Santo derrama sobre la Iglesia, el misterio de
la Iglesia, de alguna manera, en su plenitud; el Misterio de la Redención de
Cristo, de manera plena y acabada como es posible dentro de las limitaciones de
nuestra condición mortal en este mundo. Y nos reunimos juntos para celebrar la
Presencia de Dios en medio de nosotros. Y ése es un motivo de gozo. Para mi es
un motivo de expresar la gratitud en nombre de la iglesia de Granada por lo que
sois. Y subrayo por lo que sois. No tanto por lo que hacéis -que sé que hacéis
mucho más de lo que podéis prácticamente en todos los casos-, sino por lo que
sois y por lo que vuestra presencia y vuestras vidas significan en el conjunto
de la realidad de esta Iglesia. Muchas veces he tenido ocasión de decir, y
seguramente os lo he dicho a vosotros más de un año: el pueblo cristiano que
existe en Granada, y del cual yo me siento muchas veces orgulloso, privilegiado
de poder servir, de ser testigo de su belleza, y de su esperanza, y de su fe, y
de su amor, nunca sería el pueblo que es si no fuera por vuestras vidas, por
vuestras generosidades sumadas, y sumadas en muchas ocasiones a lo largo de
siglos.
La fiesta de hoy, de la Presentación
del Señor, a mi siempre me parece que es como un puente entre la Pascua de
Navidad y la Pascua que celebraremos dentro de nada en Semana Santa, y el Misterio
pascual de la muerte y Resurrección del Señor. De alguna manera, las luces son
luces de Pascua. En Navidades hay otras luces. Pero las luces de esta tarde recuerdan
las luces de la vigilia pascual. El Señor cuando se acerca a nosotros, cuando
pasa por nuestras vidas siempre es luz, siempre ilumina, ilumina la noche, pone
claridad, nos hace hijos de la luz e hijos del día. Por otra parte, en la
Navidad, la alegría es lo que domina. La alegría nupcial. El lenguaje litúrgico
de la Navidad es siempre un lenguaje nupcial, especialmente nupcial. Y sin
embargo, en la Navidad está presente ya la Pasión. Los iconos orientales, cuando
representan la escena de la Natividad, suelen presentar al Niño Jesús envuelto
en vendas, no sólo porque en la Antigüedad existía la costumbre de tener a los
niños muy quietecitos, sino representando en el Niño Jesús el sudario del
sepulcro. Porque es cierto que la Encarnación, la Navidad, abre el camino de la
muerte, del don de Cristo que revela el fondo sin fondo, el fondo avisal del amor
sin límites del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”;
que no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él, por
obra de su amor, ese Amor más fuerte que la muerte que le hará decir “nadie me
quita la vida, yo la doy porque quiero”.
Si uno sigue hurgando un poquito en
el sentido de esta fiesta es verdad que la costumbre (nos lo ha recordado la
monición) era como un gesto de devolución. Los hijos -esas aljabas de las que
presume el Salmo con las que el guerrero llena- son un don de Dios. Pero justo
se les presenta en el templo para reconocer que son don de Dios; que los seres
humanos somos don de Dios. Y se ofrecen al Dios de Israel. En ese ofrecimiento
del Hijo de Dios a su Padre hay algo mucho más profundo que el exterior de la
escena. Ése es todo el significado de la vida de Cristo. Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero, en cambio, me diste un cuerpo, y por eso yo digo
“aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Ésa es la ofrenda de Cristo. Y a
esa ofrenda nosotros hemos tenido el privilegio de ser unidos a ella. Y el
pensamiento que a mi, una y otra vez me venía días atrás pensando en esta
celebración, decía: “Si el que se ofrece es Dios mismo. Si el que se nos da es
Dios, es un Dios que es Amor y es un Dios que rompe los esquemas humanos de
cómo nos imaginaríamos nosotros a Dios, y a su grandeza, y a su poder, y a su omnipotencia,
y a su inmensidad”.
La inmensidad es la inmensidad de un
amor que se descentra a sí mismo y que se revela como omnipotente y que se
revela como Señor, justamente porque es capaz de vaciarse de Sí mismo. Dios
sale de su Cielo. Dios sale del mundo de lo divino. Se introduce en nuestra
humanidad. Nuestro Dios es un Dios descentrado, en el sentido más real, más
profundo de la palabra, porque Dios es Amor. Justo así, se revela que el Dios
cristiano no es sólo el Dios cristiano, y sólo de los cristianos, se puede
decir “Dios es Amor”. Pero porque es amor justamente se revela a Sí mismo
dándose, se revela a Sí mismo vaciándose de Sí mismo. Y Tú, Señor, no tuviste
como algo digno de ser retenido tu condición de ser igual a Dios, sino que te
vaciaste a Ti mismo, te despojaste de esa condición y tomaste la condición de
esclavo. Te entregaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y por eso, en ese
don Tuyo supremo, adquieres tu condición de Señor. Has conquistado nuestras
vidas. Nos has rescatado del poder del mal y del poder de la muerte. Y nos has
rescatado con un Amor invencible y sin límites.
Por eso, la actitud de todo el año
litúrgico, sea el tiempo que sea, y sea la fiesta que sea, es una actitud eucarística;
es una actitud de acción de gracias. ¿Qué podemos hacer, Señor? Adorarte, como
Te adoramos en Navidad. Adorarte, como Te adoramos la cruz en el Viernes Santo.
Darte gracias con toda nuestra vida. Y nosotros, de una manera especial, porque
hayas querido asociarnos al Misterio de tu Hijo, y ser en el mundo esa
presencia de ese Amor.
“Os habéis encontrado con el Amor de
Dios”. Dice la frase que se trata de poner de relieve de una manera especial.
“Dichosos vuestros ojos porque ven, dichosos vuestros oídos porque oyen”.
Cuántos profetas y reyes, cuántos hombres en nuestro mundo, cuántos corazones
honestos y sanos, y se preguntan: “¿pero, habrá Dios en medio de toda esta
miseria que ha sido la historia humana desde el origen y que lo sigue siendo?”
Y nosotros hemos encontrado ese Amor de Dios. Lo hemos encontrado y nos ha
asociado a Él de una manera especial, mediante la consagración de nuestras
vidas. Pero que Dios nos asocie a un Dios descentrado es descentrarnos a
nosotros. Nuestro centro ya no está en nuestros intereses.
San Pablo lo dice de toda la Iglesia:
“Cristo murió y resucitó por nosotros, para que nosotros no vivamos ya para
nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó”. Pero igual
que la ofrenda de Cristo al Padre es su ofrenda a ponerse en manos de los
hombres y a dejar que los hombres hagan con Él lo que quieran, que no le van a
quitar ni su Amor y ni su libertad, así nosotros el vivir para Aquél que por
nosotros ha muerto y ha resucitado, vivir para Cristo, coincide absolutamente con
vivir para la vida de Cristo en el mundo, para la vida de los hombres. Es vivir
amando como Cristo, es vivir amando sin límites, es vivir amando sin
condiciones. Podéis decir: “¡Qué lejos estamos todos de esa forma de vida!”. Empezando
por mi. Pero qué grande que el Señor nos haya llamado a eso y con los pasos de
nuestra pobreza. Qué privilegio poder caminar por ese camino. Y de la misma
manera (veremos o no veremos los frutos, el Señor lo sabe) que su Amor ha
fructificado y no dejará de fructificar hasta el final de la historia, así
vuestro amor no dejará de ser fecundo y de multiplicarse en la vida de los
hombres, en la vida del mundo. Y algún día daremos gracias sin velo, sin dudas,
sin preocupaciones, sin Seguridad Social, y sin dolores de huesos, y sin
reumas, daremos gracias al Señor por lo que hemos visto como Simeón. Hemos
visto a Tu Salvador. Hemos visto tu Amor. Hemos conocido aquello que es la
clave y el secreto de la vida de los hombres, sin mérito ninguno por nuestra
parte porque. Porque, ¿qué hemos hecho nosotros para haber tenido este
privilegio?. Nada, absolutamente nada. Nadie podríamos presumir de ello. Es el
Señor quien ha salido a nuestro encuentro. Es el Señor el que se ha dado a
nosotros.
¡Qué gozo, Señor! A la medida de
nuestra pequeñez, a la medida de nuestra pobreza, de nuestras pobres fuerzas, ¡qué
gozo poder darnos contigo por la vida del mundo, qué gozo ser testigos,
portadores, sacramento de tu Amor por este mundo dolorido y herido! Qué gusto
ser tan pequeñito, pobre, pero ser ese hospital de campaña en medio de las
guerras de este mundo. Qué gusto, qué belleza de vocación y qué gracia tan
grande Señor, nos has concedido.
Vamos a renovar nuestra consagración.
Vamos a renovarla con este corazón agradecido que desea unirse con ese Amor infinito
y descentrado de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de febrero de 2018
S.I Catedral de Granada