Homilía de la Eucaristía con la Hospitalidad Granadina de Lourdes y la Pastoral de la salud, con motivo del inicio de la Campaña del enfermo, celebrada en la parroquia de San Agustín. En la Eucaristía se administró el Sacramento de la Unción de enfermo
Fecha: 18/02/2018
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy
queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanas religiosas,
vírgenes consagradas;
queridísima
Hospitalidad de Lourdes;
queridísimos
enfermos, que acompañáis a la Hospitalidad en esta tarde;
queridos
todos:
Tres pensamientos. Uno sobre el Evangelio.
Como cada año se lee uno de los Evangelios Sinópticos, durante el año, este año
toca el Evangelio de San Marcos, y todos estamos acostumbrados al relato de las
tentaciones, que contienen San Mateo y San Lucas, que cuentan las tres
tentaciones de Jesús. Los historiadores coinciden en que ese relato de las tentaciones
sólo podía provenir del mismo Jesús, porque sólo Él era capaz de contar el
significado de su combate (que, en el fondo, la tentación de Jesús es una: huir
de la cruz).
Pero el Evangelio de San Marcos no
nos cuenta las tres tentaciones. Sin embargo, tiene un detalle precioso, que es
el que yo quiero subrayar. Dice que estaba “en el desierto”, en el desierto de
Judá. Hoy, en el desierto de Judá las únicas fieras que hay son unos lagartos y
víboras. En el tiempo de Jesús posiblemente podría haber animales más grandes
que podrían ser peligrosos, por eso dice “estaba entre las fieras”, aunque
también eso puede tener un significado. En lo que quiero detenerme es en el
detalle que dice: “Y los ángeles le servían”. Eso, que parece una frase inocua,
de las muchas que hay en el Evangelio a las que no prestamos atención, cuando
se conoce un poco las tradiciones orales judías del tiempo de Jesús, los
ángeles servían a Adán en el paraíso antes del pecado; eran los que le traían
los frutos del Paraíso y lo entregaban porque era el rey de la creación. Esa
frase inocua del Evangelio de San Marcos, que dice “y los ángeles le servían”,
leída en el contexto del tiempo de Jesús, significa una cosa tremenda. Es
decir, desde Adán hasta Cristo, en ese combate entre el bien y el mal, que
describe el libro del Génesis, y que vuelve a describir el último libro de la
Escritura –el Apocalipsis-, el combate entre el dragón y la mujer, combate
entre el Enemigo de la naturaleza humana y la humanidad herida por el pecado, nunca
la humanidad ha vencido. Siempre hemos estado expulsados del Paraíso y el
querubín con la espada prohibiendo la entrada al Paraíso.
Jesús ha abierto de nuevo el Paraíso.
Con la llegada de Jesús llega el Reino de Dios. Pero el Reino de Dios, también
en la literatura contemporánea del tiempo de Jesús, tanto judía como cristiana,
es el Cielo. Decir “está cerca el Reino de Dios, ha venido el Reino a vosotros”
es decir el Cielo está aquí con vosotros y el Paraíso lo ha inaugurado Jesús en
su combate con Satán. Ha sido el único de los hijos de Adán, el único en la
raza humana que ha vencido a Satán y ha abierto un camino nuevo para los
hombres. Ese camino es el camino del Cielo, que ya está aquí entre nosotros; no
en el sentido como nos imaginamos el cielo, y como será ciertamente el Paraíso
final, el Reino de los Cielos: sin dolor, sin heridas, sin muerte y, desde
luego, sin pecado, y en la luz de la Gloria de Dios, que no es otra cosa que el
Amor infinito de Dios. Pero, nosotros ya tenemos la Compañía de Dios en nuestra
vida.
Con Cristo se ha inaugurado la
presencia del Cielo en nuestra vida. ¿Por qué cantamos el santo?, ¿por una
rutina de la vida de la Iglesia? El santo es el canto que cantan, según la
tradición judía de nuevo, los querubines en la presencia de la “Shekinah”, de la Gloria de
Dios. Se cubren con las alas y cantan: “Santo, santo, santo”. Y por eso siempre
dice: “Nosotros, unidos a los ángeles, cantamos”. ¿Por qué? Porque, en la Eucaristía, el Cielo se une de
nuevo a la tierra. Dios se une a nosotros. Dios viene a nosotros. Vino en Jesús
y Jesús se ha quedado con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Y en
cada Eucaristía, ese Misterio que es el Acontecimiento de Cristo -Encarnación,
desde la Encarnación pasando por la Pasión, la Resurrección, hasta el don del
Espíritu Santo, se nos da el lenguaje simbólico de la liturgia, en ese lenguaje
de los gestos-, en ese don misterioso por el que Cristo se da a nuestras vidas.
Dios mío, cuando caemos en la cuenta
de esto celebrar la Eucaristía es otra cosa, vivir es otra cosa, hasta vivir
como enfermo es otra cosa, porque ni la enfermedad ni la muerte tienen la
última palabra sobre nosotros; porque con la Compañía de Cristo, que ha vencido
al pecado y a la muerte en su carne y que nos ha unido a Él, nosotros
aguardamos la victoria final. Ése es el Misterio de Cristo.
Segundo pensamiento. La oración de
la Misa de hoy, I Domingo de Cuaresma, lo que la Iglesia le pide al Señor es
que crezcamos en el conocimiento del Misterio de Cristo y que lo vivamos en su
plenitud. ¿Cuál es el Misterio de Cristo? Muy sencillo: “Tanto amó Dios al
mundo (ndr. y el mundo soy yo, el mundo
no son las estrellas…) que le entregó a su propio Hijo. No ha venido el
Hijo de Dios para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
Señor, Tú vienes a mi, hazme conocer ese Misterio de Amor, que es capaz de
cambiar mi corazón y hacerlo florecer de forma que también mi vida, como cuerpo
de Cristo, unido a Él, pueda desbordar de amor a este mundo de muerte y de
pecado, de desconcierto, de soledad, de desesperanza, de desamor. La gran herida
del mundo contemporáneo es la soledad y el desamor. Haznos que ese Amor tuyo
florezca en nosotros como fruto de ese crecimiento en el conocimiento de
Cristo.
Por último, el lema que nos ha
reunido esta tarde aquí (ndr. Acompañar a
la familia en la enfermedad). Dios mío, no somos individuos. El individuo
es una monstruosidad inventada por el Estado moderno. Somos seres humanos, que
vivimos conectados con otras personas, siempre, normalmente la familia. En este
mundo nuestro a veces no es la familia; son amigos nuestros o compañeros de
trabajo, u otras personas que pueden estar hasta más cerca de nosotros que la propia
familia en ocasiones, en el mundo en el que estamos.
En todo caso, mi enfermedad no es sólo
mi enfermedad, porque todos estamos unidos por un montón de lazos que nos unen
unos a otros. Y ciertamente quienes hemos sido bautizados en Cristo formamos un
solo cuerpo, somos miembros los unos de los otros: tu enfermedad es mi
enfermedad, tu dolor es mi dolor, tu anhelo de Dios es parte de mi anhelo de
Dios, tú eres parte de mi. Yo no puedo decir “yo” sin incluiros a vosotros. En
mi caso lo tengo clarísimo: yo no puedo decir “yo” sin incluir a la Iglesia que
el Señor me ha confiado y por la que me pide que gaste mi vida. Yo no puedo decir
“yo” sin incluiros a vosotros en ese “yo”. Pero ése no es un rasgo del obispo
por ser obispo; es un rasgo del cristiano por ser cristiano.
Que el Señor nos conceda crecer en
la conciencia de esa comunión, que es fruto del Amor de Cristo que se ha
entregado por nosotros, con un amor que es más fuerte que la muerte. No como el
del Cantar de los Cantares, que dice: “Fuerte es el amor como la muerte”. No. El
Amor de Cristo es más fuerte que la muerte, y que acogiendo ese Amor, ese Amor
florezca en nuestras vidas, florezca en nuestra comunión y si es voluntad de
Dios, florezca en nuestro mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de febrero de 2018
Parroquia de San Agustín (Granada)