Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía del III Domingo de Cuaresma, en la S.I Catedral.
Fecha: 04/03/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios; queridos sacerdotes concelebrantes;
amigos,
hermanos todos:
En estos
tres últimos domingos de la Cuaresma, antes de la entrada del Señor en Jerusalén,
para la Pascua, para dar su vida por su Amada en la cruz, la Iglesia nos
propone desde muy antiguo tres evangelios preciosos, tomados los tres del
Evangelio de San Juan. El Evangelio que acabamos de escuchar, del encuentro de
Jesús con la samaritana, el Evangelio del domingo próximo de la curación del
ciego de nacimiento y, por último, el Evangelio de la resurrección de Lázaro.
En los tres se pone de manifiesto
que la Cuaresma no nace como un tiempo en el que nosotros hacemos unos
propósitos de corregir un poco nuestra vida, o de arreglar un poco algunas
cosas, pequeñas o grandes, que necesitamos arreglar, sino que la Cuaresma nace
como el tiempo último, el “sprint” final, de prepararse para el Bautismo, para
esa gracia que transforma al hombre de ser extraño a Dios, de vivir en la
nostalgia y el desasosiego de un Dios al que nadie ha visto jamás, a la gloria,
al gozo y a la gratitud de ser hijos de Dios, partícipes de su Vida,
introducidos en la comunión de amor que es la vida del Dios verdadero, la vida
del Dios que se ha revelado en Jesucristo.
Hoy es el Evangelio de la samaritana.
Y la primera reflexión es decir “Señor, la samaritana soy yo”, la samaritana
somos nosotros. Como somos el ciego de nacimiento, y como somos Lázaro. Es
decir, somos nosotros los que íbamos por la vida, o vamos por la vida, buscando
nuestras cosas y Tú sales a nuestro encuentro.
Cada uno de estos relatos
evangélicos son riquísimos de matices, de enseñanzas. Voy a subrayar dos del
relato de la samaritana. Uno, la tenacidad del Señor, la tenacidad de Dios. La
samaritana no buscaba a Dios, iba buscando agua. Había ido allí al pozo a por
agua, como seguramente iba todos los días, o casi todos los días, para que el
agua no se pudriese en casa, como iban todas las personas del pueblo
probablemente a coger agua al pozo, a la fuente del pueblo. Es Jesús quien sale
en busca de la samaritana. Y a lo mejor pensáis: qué suerte, ojalá saliera el
Señor en busca nuestra de la misma manera. Pero es que si lo pensáis bien, el
Señor ha salido en busca nuestra, de todos, aunque hayamos sido bautizados al
día siguiente de nacer: ha salido en busca de todos de la misma manera. Nunca
hay nada que nosotros hayamos hecho para atraer previamente el Amor del Señor.
Y el Amor del Señor, que es lo que el Señor representa en esa agua viva, que
cuando uno lo experimenta, que cuando uno lo encuentra, sacia nuestra sed
profunda, lo hemos recibido todo gratuitamente, y antes de que nosotros
hiciéramos nada, incluso los propósitos de esta Cuaresma. Yo sé que el
crecimiento en la vida cristiana no es una cuestión de propósitos, aunque es
bueno hacerlos, aunque sólo sea para mostrar que nosotros no somos capaces de
crecer porque estiremos de nuestro cuerpo. Nosotros crecemos sólo frente a una
mirada de amor que nos traspasa; que nos descubre nuestra verdad sin
avergonzarnos; que nos muestra un amor que abre de repente el horizonte de
nuestra vocación verdadera, de nuestra verdad profunda, que no es los logros
que hemos conseguido en esta vida o no hemos conseguido, que no es lo que la
gente llama “la suerte”, no tiene nada que ver con eso.
El valor de nuestra vida es tu Amor
infinito Señor, tu Amor fiel, tu Amor que no se cansa, tu Amor que no se aburre
de nosotros, tu Amor que no nos deja. Porque el primer rasgo de esa
conversación entre Jesús y la samaritana es la tenacidad de ese Amor de Dios.
Jesús no se cansa. Mira que ella hace todo lo posible por escaparse. Cuando uno
lee la conversación, poniéndola además en su contexto, le pregunta cosas que si
hay que adorar aquí, que si hay que adorar en Jerusalén, que si cómo me vas a
dar tú agua si no tienes cubo para cogerla. Es decir, trata de distraer la
conversación constantemente. Y Jesús, con una paciencia exquisita, “entra en su
juego” -por así decir-, pero siempre le da la ocasión de decirle algo grande
que abre el horizonte. No la juzga. Le dice su verdad: “Cinco maridos has
tenido y el hombre con el que vives ahora no es tu marido”. Nosotros
pensaríamos espontáneamente, habiendo sido educados por Hollywood, que era una
mujer absolutamente promiscua, no necesariamente. Podría ser una mujer que ha
sido repudiada cinco veces, tal vez por
su belleza; era deseada y una vez, usar y tirar; una vez usada había sido cinco
veces repudiada, en una sociedad en la que el repudio existía, y se podía
repudiar a una mujer casi por cualquier motivo. Y harta de ser maltratada por
los hombres había optado por vivir con alguien que a lo mejor la quería bien.
Lo cierto es que el Señor no la
juzga. Lo cierto es que el Señor no le dice “mira, tienes que arreglar tu
matrimonio, y cuando hayas arreglado tu matrimonio, cuando tu vida esté puesta
en orden, vienes y hablamos”, que es lo que por desgracia muchas veces hacemos
nosotros: pon las cosas en orden, pon las cosas bien y luego vienes y hablamos.
El Señor no. Su Misericordia es como una roca. La roca aquélla de la que brotó
el agua, según la Primera Lectura: “La Misericordia del Señor es como un roca”,
permanece ahí, fiel.
Es la visión del Cielo lo que nos
hace apartarnos del pecado, no es la prohibición lo que educa. Y a veces la prohibición
es necesaria para los niños, para el pueblo de Israel -el Señor prohibió “no
matarás, no fornicarás, no codiciarás los bienes ajenos, no mentirás…”-. Claro
que sirve, pero no es lo que cambia el corazón del hombre. La prohibición puede
a veces hacer que nos machaquemos a nosotros mismos porque no somos capaces de
vivir de acuerdo con el designio de Dios. Sólo el amor cambia el corazón. Es
una mirada de amor fiel, de amor del que no se duda lo único que cambia el
corazón. Y nos hace posible hasta el heroísmo, hasta el don de la propia vida,
que es para lo que todos hemos nacido, y es para lo que todos estamos hechos. Tenacidad,
por tanto, de la Misericordia, por encima de todo, antes que nada, como el
primer rostro. El primer encuentro con el Señor no puede ser el de alguien que
juzga y que condena. Ése es el de los fariseos, pero no el del Señor.
Y otro segundo rasgo que vamos a
encontrar también en las lecturas es que cuando eso sucede en la vida de uno,
uno tiene ganas de contarlo y no se avergüenza. Todo el mundo la conocía en el
pueblo y les dice “venid, venid a ver a alguien que me ha contado lo que es mi
vida, lo que es mi historia”. No se avergüenza de sí misma, porque la mirada
con la que ha sido mirada no era una mirada que la avergonzaba, sino una mirada
de afecto, de afecto bueno, del Amor infinitamente casto, infinitamente puro y
bello de Dios.
Señor, que suceda en nosotros lo de
la samaritana. Decía antes que a veces pensamos que en la Cuaresma nosotros
somos los que tomamos la iniciativa de hacer propósito. No nos engañemos. Cuando
los tomamos es porque existe la Cuaresma, y la Cuaresma es un regalo que la
Iglesia nos hace previamente y que nos invita a decir “volved, volved el rostro
al Señor, buscadle”, y encontraréis vuestro descanso, encontraréis vuestro
sosiego, encontraréis la paz del Señor que sacia la sed del corazón, que
sosiega la inquietud del alma, la inquietud de la vida, que permite vivir en la
alegría y en la gratitud.
Señor, que suceda con nosotros, en
esta Cuaresma, ese Encuentro contigo; que nos buscas, que no dejas de
buscarnos, que aunque nosotros nos escapamos de mil maneras Tú sigues ahí, y
que ese acontecimiento del Encuentro contigo haga florecer en nosotros el deseo
de dar testimonio de lo que ha pasado en nuestras vidas. He encontrado al
Señor, he encontrado al Salvador, he encontrado la fuente de la alegría y de la
vida, te he encontrado a Ti, Señor. Sigo siendo igual de pobre, igual de
pequeño, es incompresible que Tú me quieras, es incomprensible que Tú desees, y
te preocupes por mi y desees mi salvación, pero es así. Te he encontrado y no
puedo negarlo. Y te pido que no me dejes, que no nos dejes a ninguno, y que ese
Encuentro suceda un día y otro día, y tantas veces que llene de verdad nuestras
vidas, nuestros cuerpos, nuestras almas; que llene nuestras personas y que
podamos vivir alegres con la alegría de quien ha encontrado el Amor del que
todo amor nace.
Que así sea para todos nosotros. Que
así sea para toda la Iglesia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de marzo de 2018
S.I Catedral
III Domingo de Cuaresma