Homilía de Mons. Javier Martínez en la celebración penitencial “24 horas para el Señor”, el 9 de marzo de 2018, en la S.I Catedral.
Fecha: 10/03/2018
Queridísima Iglesia del Señor;
Pueblo de la alianza, Pueblo ungido por el Espíritu Santo:
En las primeras lecturas del tiempo
de Cuaresma en este año, se van señalando una serie de alianzas que Dios hace
con su pueblo. Primero con Abraham, después con Moisés, después con David. Nosotros
somos los herederos de esa alianza. Alianza “nueva y eterna”, decimos en la
Eucaristía, en la que Dios mismo consuma su amor por el hombre entregándonos su
Espíritu. David fue ungido por el Espíritu Santo para realizar una misión en la
historia del pueblo de Israel. Nosotros hemos sido ungidos por el Espíritu
Santo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, para ser hechos hijos de
Dios.
Con esta celebración terminamos este
momento de gracia que son las “24 horas para el Señor”, en el que desde
distintos ángulos, desde distintas experiencias, la Iglesia entera de algún
modo se une en un gesto de oración en el contexto de la Cuaresma, de petición
de perdón por nuestros muchos pecados y por nuestra indignidad para la gracia
tan grande que el Señor nos comunica y nos da, nos ha dado de una vez por todas
en su Hijo, y nos da cada día en los Sacramentos y en la vida de la Iglesia, y
en la Eucaristía especialmente.
El Evangelio de hoy forma parte
también de estos Evangelios que en la Tradición antigua de la Iglesia se usaban
también para la Cuaresma como preparación inmediata para el Bautismo. La
samaritana, el ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro. Son tres
imágenes de lo que significa ser cristiano, de lo que significa encontrar a
Cristo en la vida. En los dos primeros casos al menos (porque Lázaro formaba
parte de los amigos de Jesús, pero tampoco Marta y María pensaba que Jesús iba
a poder devolver la vida a su hermano, pensaban que si hubiera estado allí
podría haber evitado su muerte, pero no pensaban que pudiera devolverle, aunque
fuera por un tiempo, porque la resurrección de Lázaro no es como la de Jesús, volvió
a vivir y más tarde moriría como morimos todos), pero esos tres Evangelios nos
ponen de manifiesto que ser cristianos es encontrarse con Cristo; o mejor
dicho, que Cristo salga al encuentro de nuestras vidas y nos comunique su vida
saciando nuestra sed en el caso de la samaritana, devolviéndonos la vista,
abriéndonos los ojos, haciéndonos partícipes de un horizonte impensable: el
horizonte del Cielo, el horizonte de la vida eterna, el horizonte de la
libertad gloriosa de los hijos de Dios, el horizonte que nos hace partícipes de
la vida divina, del Dios inmortal que es Amor. Y en la resurrección de Lázaro,
sencillamente, encontrar a Cristo es encontrar la vida. Y cuando uno ha
encontrado la vida, perder a Cristo tiene uno la conciencia de que es perder la
vida, aunque tenga salud y aunque siga viviendo en este mundo. Pero cuando uno
ha encontrado verdaderamente a Cristo sabe que sin Él la vida no es nada.
El Evangelio del ciego de nacimiento
tiene todo ese diálogo entre el ciego, los fariseos, los judíos, la gente del
Sanedrín, en el que va sucediendo un cambio. Es decir, Jesús, igual que la
samaritana que iba buscando agua, le da la vista al ciego. La samaritana estaba
buscando agua y encontró el agua vida que salta hasta la vida eterna. Le da la
vista al ciego y le da un don un millón de veces más precioso que la vista: el
don de la fe, el don de revelarse a él y poder reconocerlo como su Salvador. Y
va haciendo ese camino, y al mismo tiempo los fariseos van haciendo otro. Los
fariseos van preguntado “¿quién te ha abierto la vista?, ¿pero cómo puede un
hombre violar la ley y curar a un hombre en sábado?, pero no, si es imposible, si
un ciego de nacimiento no se cura, vamos a llamar a los padres”. Los padres les
dicen que sí y tienen miedo de dar un testimonio claro de lo que ha sucedido. Y
le vuelven a preguntar a él. Y ya en las últimas preguntas le dicen “nosotros
sabemos que no puede venir de Dios”.
Ahí hay una enseñanza preciosa, que
es como el contraste entre la fe, la experiencia de Cristo y del encuentro con
Cristo, y la fe como ideas, como creencias, como ideologías. El arma del ciego
de nacimiento es muy sencilla, pero muy sólida: “Yo sólo sé que era ciego y que
veo”. Es que esto no puede pasar, es que nadie que cure en sábado puede venir
de Dios. “Pues yo no sé nada, lo que sé es que era ciego y que veo”.
Muchas veces a los cristianos, en
las tormentas del mundo y de la sociedad en que vivimos, y de la cultura en la
que vivimos y de la que somos partícipes también muchas veces sin darnos cuenta,
nos falta esa experiencia. Y cuando nos falta esa experiencia somos una caña
agitada por el viento. Cualquier viento que nos viene nos arrastra. Tratamos de
adaptarnos, de quedar bien, de querer quedar bien con Dios y con el mundo de
algún modo.
Señor -lo suplico muchas veces para
mi y para la Iglesia que Tú me has confiado-, danos la experiencia que nos
permita decir yo sé que estaba ciego y que ahora veo. Y cuando me digan “Dios
no existe”, o cuando me digan cómo puedes decir que Dios nos ama cuando tenemos
enfermedades, o tenemos todos los conflictos que vemos, o vemos en la Iglesia
las heridas que vemos también a veces: Señor, yo sé que yo estaba ciego y que
veo; yo sé que en mi vida era una vida donde era incapaz de comprender, con
todo lo mal que lo puedo comprender ahora, algo de tu Amor infinito por
nosotros, por los hombres, y de cómo lo que nos cumple es tu Gracia, lo que
realmente nos conduce a la plenitud de la vida, lo que nos permite vivir en la
alegría, vivir contentos, envejecer y morir contentos es, sencillamente, tu Compañía,
tu Presencia, tu Bondad, tu Amor. Y cómo ese Amor renueva nuestro corazón una y
mil veces.
Dame esa experiencia. Danos esa
experiencia, para que podamos apelar a la experiencia y no a ideas, o no a
palabras que hemos oído y que a lo mejor hemos hecho nuestras más o menos, pero
que no son parte de nuestro esqueleto, de nuestra humanidad. Que te acojamos,
que acojamos Tu Amor, de tal manera que podamos sostenernos en él cuando sople
el viento.
Recordáis aquellas palabras con las
que termina el sermón de la montaña en el Evangelio de San Mateo: “El que
construye su casa sobre arena llegan las tormentas, llegan los vientos, hay las
riadas y se llevan aquella casa. El que construye sobre roca…”. ¿Cuál es la
roca, Señor? La roca es la experiencia de la Redención. Claro que hemos creído a
la palabra de la Iglesia, pero es que en la comunión de la Iglesia nosotros vemos
nuestras vidas sostenerse, nuestra alegría sostenerse, nuestra esperanza a no
decaer, nuestra vida edificarse sobre la roca de la Verdad, porque sobre la
mentira no se edifica nunca nada. La mentira sólo son fuegos artificiales y
nada dura, nada permanece, nada. Y ciertamente, nuestra humanidad no crece.
Sobre la roca que Tú eres vemos ensancharse, purificarse, renacer nuestro
corazón, y poder afrontar cualquier circunstancia con una alegría como recién
nacida, bella, joven, siempre.
Señor, danos la experiencia del
ciego de nacimiento; danos la conciencia de que Tú nos das la vista y nos permites
reconocer en el mundo todos los signos de tu Presencia, tu Presencia en todas
las cosas, tu Presencia en todas las personas, imagen y semejanza tuya.
Tu Presencia también en aquéllos que
a veces nos hacen la vida más complicada, o más difícil, o que no nos quieren
bien, porque a través de ellos nos haces mostrar que tu amor vale más que todo,
y que teniéndoTe a Tí lo tenemos todo, y nada ni nadie puede hacernos daño.
Que con ese corazón nos acerquemos a
la contemplación de la Pasión y de la Resurrección de Cristo, a la contemplación del Misterio Pascual; que
nuestras vidas se sumerjan en ese Misterio, para que salgamos renovados en
nuestra esperanza y en nuestra alegría.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de marzo de 2018
S.I Catedral
Homilía en la celebración penitencial
“24 horas para el Señor”