Homilía de nuestro arzobispo D. Javier en el IV Domingo de Cuaresma, el 11 de marzo, en la S.I Catedral, en la que, entre otros fieles, asistieron un grupo de peregrinos eslovenos acompañados por un sacerdote.
Fecha: 11/03/2018
Muy querida
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos
sacerdotes;
queridos
hermanos y amigos;
de nuevo,
saludo a nuestros hermanos de Eslovenia, bienvenidos:
Seguramente, cuando nosotros oímos
este milagro, nos alegramos de que aquel ciego tuviera la suerte de encontrarse
con Jesús, pero no pensamos que nosotros somos ciegos, somos ese ciego. Y hay
muchos rasgos en ese bellísimo relato, que pueden enriquecer, iluminar, y hacer
florecer la alegría en nuestra vida. Uno de ellos: igual que la samaritana –la
samaritano no iba buscando a Jesús-, y el ciego aquel estaba en la calle,
seguramente pidiendo limosna, tampoco fue él en busca de Jesús. Tanto en la
samaritana como en el ciego es Jesús quien se acerca a ellos. Y fijaros que la
samaritana era una mujer de un pueblo despreciado por los judíos. No se
hablaban con ellos. Y Jesús se acerca. Y el ciego de nacimiento también era un
hombre despreciado. Los fariseos le dirán después que si ha nacido ciego es
porque ha nacido pecador o porque Dios ha castigado a sus padres en su hijo. Y
Jesús tendrá que corregir eso en más de una ocasión en el Evangelio: quien tiene
una enfermedad o tiene una desgracia es como fruto de un pecado o suyo o de sus
antecesores. Y Jesús se acerca a ellos, como a nosotros. Incluso cuando uno se
ha convertido y cuando uno ha hecho un camino a veces largo, hasta que ha
encontrado al Señor, si uno lo encuentra de vedad, uno se da cuenta que no era
uno quien buscaba al Señor, sino que era el Señor quien me estaba buscando y
persiguiendo y viniendo detrás de mí, saliéndome al encuentro.
Nosotros no nos sentimos ciegos. Es
más, nuestra cultura nos dice que somos de los más iluminados e inteligentes de
los hombres; que no ha habido nunca en la historia unas generaciones tan poco
ciegas, tan inteligentes, tan listas. La cultura de la que venimos, que es la
cultura de la Ilustración, la cultura del Siglo de las Luces (s. XVIII), desde
el siglo XVIII resuena en nosotros esa retórica de que nosotros vemos más que
han visto los hombres que vivían antes, que vivían en la oscuridad, vivían en
las tinieblas, vivían en la niebla, no conocían las cosas. Qué gran mentira. Yo
sé que eso es un supuesto de nuestra cultura dominante. Lo único que nosotros
sabemos hacer mejor es medir cosas cada vez con más exactitud. Pero de ahí no
se sigue que comprendamos mejor lo que son las cosas, lo que es la realidad, lo
que es el mundo, ni siquiera lo que es la Creación. Para nosotros, la Creación,
que medimos con tanta exactitud, hasta dimensiones subatómicas o dimensiones
inmensas de las galaxias y de los cosmos. Millones de años luz sabemos medirlo,
sabemos más o menos estimar algo de su grandeza, pero, para nosotros, el
universo no es más que una cantera a explotar. Y cuando uno explota las cosas;
cuando uno las utiliza exclusivamente para obtener beneficios de ellas
significa eso por sí mismo que no lo hemos comprendido. Uno no usa así un
regalo. Uno no destruye así una obra de arte. Y no hay obra de arte más grande
que el mundo creado. Uno lo cuida, lo utiliza sin duda, para aquello para lo
que está, pero lo utiliza con cariño. Y nosotros no amamos al mundo. Lo
explotamos, lo explotamos ansiosamente.
Digo la creación entera y no digamos
la persona humana. ¿Nos comprendemos nosotros mejor a nosotros mismos que se
comprendía una niña del siglo XIII o XIV como Juana de Arco, por ejemplo, que
era analfabeta y que estaba llena de sabiduría? ¿O los cristianos de los
primeros siglos? En absoluto. Un rasgo de nuestra sociedad es que no nos
comprendemos a nosotros mismos, no sabemos quiénes somos. ¿Nos comprendemos a
nosotros mismos? ¿Por qué vivimos tan insatisfechos? ¿Por qué estamos tan
descontentos con la realidad, con el mundo, con uno mismo, con las personas que
tiene alrededor? Porque nos consideramos hijos de la Ilustración, hijos del
Siglo de las Luces; nos consideramos pequeños dioses y los demás tienen que
responder a nuestras exigencias, carencias, necesidades, a nuestros intereses.
Hasta tal punto está extendido eso de pensar que los demás están para
satisfacerme a mi que cuando no lo hacen, nos irritamos con ellos. Y como naturalmente
unas relaciones así son siempre insatisfactorias, incluso en el matrimonio, uno
se vuelve contra sí mismo y vivimos fragelándonos, muy solos, muy perdidos: produciendo
y consumiendo… Vivimos en un mundo que está hecho así, participamos de él, y
probablemente con muy buena voluntad, pero no responde nuestra experiencia de
la realidad y de la vida a lo que somos.
No nos conocemos. Estamos muy
ciegos. Y tenemos necesidad de Cristo, para que venga e ilumine nuestra vida. Necesitamos
la experiencia de que Cristo hoy, vivo, en su cuerpo, se acerca a nosotros; a
través de su cuerpo que es frágil, y que está muchas veces incluso herido, nos
comunica su Palabra, nos da su vida en el bautismo, en la eucaristía, en los
sacramento, nos cuida, nos acompaña. Y eso nos permite recuperar una conciencia
del mundo que no nos la da la sabiduría de este mundo. No puede dárnosla. Un
conocimiento de nosotros mismos, de las relaciones humanas, del amor humano, de
la amistad, del amor esponsal, al que no tiene acceso el mundo. Al revés: cada
vez menos, en la medida en que Dios queda a las espaldas y parece que es una
hipótesis absurda del pasado, y no contamos con ella, no contamos con quién es
Dios. No conocemos a Dios, cómo vamos a conocer todo lo que nace de su amor y
existe y subsiste y permanece en Él y en su amor. Cómo lo vamos a comprender.
No nos comprendemos a nosotros mismos. Es más, a veces la vida se hace una
carga terrible.
O esperamos otra cosa; o anhelamos
otra cosa; o nuestro corazón está hecho para otra cosa, o la vida muchas veces constituye
s una fuente de cansancio, de fatiga, de escepticismo, de dolor, no porque no
haya cosas bellas en él, sino porque al final el dolor es como un cáncer de la
vida, el mal es como un cáncer de la vida humana. Dios mío, cuando te encontramos a Ti todo cambia, porque
todo se convierte en gracia. Pero tiene que suceder en nosotros esa
experiencia. Si no es una experiencia, si es simplemente que lo hemos oído
decir y a lo mejor tienen razón los curas, o mis padres que son “antiguos” y me
dicen cosas como que no me olvide de Dios, que le rece y que le tenga en
cuenta, pero que eso son cosas antiguas... Tiene que haber la experiencia: la
experiencia del encuentro con Dios. Porque esa experiencia es la que le ayudó
al ciego de nacimiento. Los hombres que le llamaron al Sanedrín eran muy
sabios, sabían mucho (“si este hombre hace estas cosas en sábado, no puede ser
de Dios”), y el ciego se agarraba a su experiencia: “Yo sólo sé que estaba
ciego, que vino este hombre y que ahora veo”.
Cuando uno tiene la experiencia de
la luz que es Cristo en la vida, de la riqueza y la belleza que adquiere el
amor de los esposos, o el amor de los hijos y de los padres, o el de los
hermanos, la belleza que adquiere el mundo y todas nuestras relaciones, y la
alegría en la que se puede vivir cuando uno sabe que está destinado a la vida
eterna, cuando uno conoce que Dios es amor, cómo cambia todo en la vida. Y a lo
mejor, uno sigue viviendo en la cárcel de este mundo. El mundo sigue siendo el
mismo, pero tú no eres el mismo. Has dejado de estar ciego.
Señor, sé que Tú estás a mi lado; sé
que tu Presencia cambia el corazón y cambia la mirada. De repente, el mundo es
distinto cuando Tú estás en nosotros, con nosotros. Y sabemos que Tú estás,
porque lo prometiste. Y porque conocemos a personas que tienen esa experiencia.
Están en la Iglesia. Conocemos a personas de fe que uno ve la alegría en sus
ojos. Es una persona que ha ganado la vista; ha ganado conocimiento y sabiduría,
y libertad de espíritu, todo aquello que hace grande al hombre. Y capacidad de
amar.
Señor, ven a nosotros, como a ciegos.
Cura nuestra ceguera. Abre nuestro corazón a tu Amor y a tu Gracia, y al horizonte
de la vida eterna, para que podamos vivir siempre en la alegría y en la
gratitud, que es el modo de vida de los cristianos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de marzo de 2018
S. I Catedral, IV Domingo de
Cuaresma