Homilía en la Eucaristía de Ordenación Sacerdotal de D. Luis Palomino, en la S.I Catedral, en el IV Domingo de Cuaresma y Día del Seminario.
Fecha: 18/03/2018
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido en
este domingo para un acontecimiento tan bello y tan grande para vuestra vida,
para la vida de quienes formamos ese Pueblo de Dios y el Cuerpo de Cristo;
muy
queridos sacerdotes concelebrantes, Rectores y formadores de los seminarios;
muy querido
Luis, queridos padres, hermana de Luis, abuelos, familiares;
queridos fieles que habéis venido de Huétor-Tájar acompañando a Luis, de
Atarfe, de Benalúa, y que además tenéis el privilegio de saber que quien se
ordena hoy va a ser vuestro párroco, que no siempre sucede eso en las Ordenaciones;
queridos
todos:
Las palabras de Jesús en el
Evangelio de hoy son de esas palabras tan fuertes que no admiten ser suavizadas.
Es decir, o fueron pronunciadas por un loco, o son verdad. No hay término
medio. Igual que cuando Jesús dice “Yo soy el Camino, y la Verdad y la Vida”. Es
la afirmación de tal fuerza, de tal contundencia, que no puede ser mas que o una
locura o una verdad, que si es verdad, cambia nuestra vida, cambia nuestra
mirada sobre el mundo, cambia nuestro corazón, cambia nuestra forma de vivir,
de relacionarnos, cambia todo; cambia el significado de la vida humana, de la
de cada uno de nosotros y de las cosas, de la salida de sol de cada día, pero
también y sobre todo, de la vida y de la muerte. La Iglesia pone este
Evangelio, después de haber puesto el de la samaritana, el del ciego de
nacimiento, porque en estos tres últimos domingos trata de expresar qué
significa ser cristiano.
Ser cristiano es participar de esa
vida que Cristo ha sembrado con nuestra historia, en nuestra pobre humanidad,
en nosotros, con el don de su Vida, en la Pasión y en la muerte, y habiendo
triunfado sobre la muerte y sobre el pecado, entregándonos y comunicándonos su
Espíritu para que vivamos en la gloriosa libertad de los hijos de Dios, para
que vivamos con esa vida nueva que Él es en nuestro corazón, y así, desde
Cristo, para quien acoge su palabra y el don que Él ha querido que permanezca
en la Iglesia, su Espíritu, su vida, a través de los Sacramentos, a través de la
comunión de unos con otros. Quien acoge la vida cambia. Y efectivamente, “quien
está vivo y cree en mi, aunque haya muerto, vivirá”. Todos pasaremos por la
muerte, pero la conciencia de esa vida divina que ha sido sembrada en nosotros
por la fe y el bautismo, que vive en nosotros el Sacramento de la Eucaristía,
que se alimenta viviendo sencillamente la vida de este pueblo bendito por Dios,
pues no morirá, no morirá para siempre.
Yo sé que esto suena, tal vez más
que en otras épocas, locura en el mundo en el que estamos: creer en la vida
eterna, esperar la vida eterna, tener la certeza de que la vida divina está en
nosotros, y nos acompaña. Y nos acompaña desbordando misericordia a pesar de
nuestras limitaciones, nuestras pobrezas, nuestros pecados. Y nos acompaña con
una fidelidad absoluta, incondicional, sin cansarse nunca de nosotros, sin
decir hasta aquí hemos llegado, sin decir basta, “tú eres un mentiroso, tú eres
una persona no fiable”. Ese matrimonio, al que yo hacía referencia en mis
primeras palabras, de Jesucristo con su Iglesia, no es de los que se rompen. Lo
podemos romper nosotros. Le podemos dar la espalda al Señor. Podemos olvidarnos
de Él, enfadarnos con Él. Aunque mientras hay enfado, os aseguro que también
indica amor. Mucho peor que el enfado es la indiferencia. Pero nosotros podemos
enfadarnos con el Señor. Nosotros podemos olvidarnos de Él. Lo que no podemos
conseguir es que Él se olvide de nosotros y ésa es la raíz profunda, la más
profunda, la más sólida que tenemos los cristianos. Dios es fiel. Jesucristo es
la resurrección y la vida. Y esa vida ha sido sembrada en esta carne mortal
nuestra. Claro que pasaremos por la muerte, pasamos por la enfermedad y
envejecemos, pero ni la muerte, ni los dolores de la enfermedad, ni la soledad
del sepulcro son nuestro destino. Nuestro destino es Dios y la vida eterna. Y
ya, antes en esta vida, una novedad de vida.
A quienes no lo conocen, o a quienes
tienen otros intereses, les gusta pintar el cristianismo como un pueblo de
gente triste y llorona, que vive flagelándose. En absoluto, el cristianismo es
una explosión de alegría en una historia trágica, que es la historia humana. Y casi
casi como que empezamos a darnos cuenta de que perdemos a Dios de nuestra vida social y de
nuestra vida humana, y en nuestras familias, y en los lugares de trabajo, y la
vida se corrompe tan fácilmente que la tragedia vuelve a aparecer un día y otro
día, y otro día. Ayer me decían que los médicos empiezan a prescribir a
personas que no vean los telediarios porque son personas que tienen una cierta
tendencia a la depresión. ¿Por qué? Porque todos los días encontramos noticias
de esa tragedia de un mundo en el que en la medida en que falta Dios… Como
decía un gran ateo del siglo XIX: “Cuando perdemos a Dios no es a Dios a quien
perdemos, lo que perdemos es este mundo, lo que perdemos es nuestra vida, lo
que perdemos es nuestra humanidad”; eso es lo que perdemos, pero estamos aquí
para dar gracias a Dios y damos gracias a Dios por esa vida que nos rescata. ¿De
qué? De vivir toda la vida como esclavos por temor a la muerte. De vivir en esa
esclavitud que genera en nosotros nuestra condición mortal, la certeza de que
hemos de morir, la oscuridad que rodea en este mundo de pecado todo aquello que
tiene que ver con la muerte.
Cristo nos ha liberado de esa
tiniebla. Cristo nos ha liberado ya en esta vida de la soledad que acompaña a
esa tiniebla, generando un pueblo, generando una familia, generando un espacio
y un tiempo en el que quienes vivimos y acogemos con sencillez y con verdad esa
vida vivimos en la libertad gloriosa de los hijos de Dios, en la serena paz de
quien sabe que somos amados con un amor que nadie va a arrancar de nosotros. En
medio de todas las dificultades de la vida, en el sosiego de una fidelidad sin
condiciones y sin límites, de un suelo más firme que esta tierra que pisamos,
infinitamente más firme que esta tierra que pisamos. Es el amor de nuestro
Dios.
Hemos venido a la Ordenación. ¿Y
cuál es la misión de un sacerdote? Sencillamente ser testigo en medio del
pueblo de esa vida nueva, y constructor, y cuidador de esa vida nueva en las
personas, y en el pueblo, y en las familias que el Señor te confiará. En primer
lugar testigo, que te conmuevan siempre las palabras de la Consagración, cuando
digas: “Tomad, comed, esto es mi Cuerpo…”. Es verdad que es Cristo quien lo
dijo en la Última Cena. Es verdad que tú lo dices, “in persona Christi”, pero
es verdad que tanto más será creíble y será evidente lo que sucede en la
Eucaristía cuando esa ofrenda sea tu propia ofrenda, la ofrenda de tu propia
vida por quienes tienes delante, por el pueblo, por muchos, por la multitud,
por todos. Una ofrenda como la de Cristo, cumpliendo el mandato del Señor: “Haced
esto en memoria mía”. Y el “esto”, qué es. La ofrenda de tu vida por la vida de
Cristo en los hombres, por comunicar esa esperanza, y esa libertad, y ese gozo,
y ese amor de unos por otros, y esa capacidad de perdonar, y ese corazón de
carne que es capaz de amar a nuestros
hermanos con un amor parecido al amor con el que Dios nos ama a nosotros.
Ésa es tu misión. Y es una misión
que cuando uno la comprende se le saltan las lágrimas, y es humano que se
salten, porque no existe misión, ni tarea, ni forma de vida más bella sobre la
tierra. ¡Cómo no dar gracias! Tú las das. Tú eres muy consiente de que el Señor
ha hecho contigo una historia de gracia. Y en realidad, todos somos conscientes
-quienes somos sacerdotes- de que no es ningún mérito nuestro, ni tiene que ver
con estudios. Tiene que ver con una preferencia y una gracia del Señor que ha
guiado nuestras vidas y que las seguirá guiando para bien del pueblo cristiano,
para gozo del pueblo cristiano, para gozo, alegría y gratitud de la Iglesia.
Pero esa historia de gracia es un
bien para todos nosotros. Nosotros venimos aquí no sólo porque somos buenas personas
y queremos acompañarte, o nos gusta acompañarte. No es un acto social. Venimos
aquí porque tu Ordenación le importa a la Iglesia entera, y le importa al mundo
entero. Un nuevo presbítero. Alguien que participa del sacerdocio de Cristo. Alguien
que puede vivir esa ofrenda que el Señor sigue haciendo por la Eucaristía y que
coge tu humanidad, para que esa ofrenda Suya sea a la vez ofrenda tuya. Eso es
un bien para el mundo entero y no podemos no dar gracias por ello.
Damos gracias y pedimos que tu vida,
por la gracia del Señor, florezca y tenga toda la fecundidad que el Señor
quiera para que sean muchos y -como decía San Pablo- se multiplique el número
de los que dan gracias a Dios; por ti y porque tu vida hace más obvio, más
evidente, que Cristo vive y es la esperanza del mundo, la esperanza de los
hombres, la única esperanza en la que podemos realmente poner nuestro corazón
por un mundo humano, más bello, más feliz, más verdadero, más de hermanos, más
de amigos que se ayudan en el camino de la vida. Preciosa misión Luis, preciosa
misión.
Pedimos que el Señor haga
fructificar en tu vida a la medida de Su Gracia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de marzo de 2018-03-21
Homilía de Ordenación Sacerdotal de
D. Luis Palomino