Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del Domingo de Ramos en la S.I Catedral, tras la bendición de ramos y palmas y proclamación del Evangelio en la iglesia de San Andrés, desde donde se llegó a la Catedral en procesión con los fieles.
Fecha: 25/03/2018
Tal vez el único gesto habitual al oír la lectura de la Pasión es el que hemos hecho hace un momento: arrodillarse en silencio y adorar el amor infinito de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo, muerto por nosotros. Es como el día del Viernes Santo, cuando nos reunimos todos en el Campo del Príncipe y se hace ese silencio sobrecogedor en memoria del momento mismo de aquel viernes en que el Hijo de Dios murió para dar la vida por los hombres, por nosotros.
Sobran, por tanto, las palabras,
pero yo sólo quisiera haceros caer un poquito en la cuenta de un aspecto, del
hecho grande que hemos empezado a celebrar esta mañana y que estaremos
celebrando toda la semana. Si levantáis vuestro rostro, en las pinturas de la
capilla mayor, en el centro, en esa historia de la Virgen, de la vida de la
Virgen, pintada por Alonso Cano, encontráis la Anunciación. Y es una
Anunciación donde el ángel no le está dando el anuncio a la Virgen, sino es
justo después de habérselo dado, y el ángel está haciendo justo ese mismo gesto:
adorando, arrodillado, delante de la Virgen, al Hijo de Dios hecho hombre. Yo
quiero poner de manifiesto la continuidad entre ese gesto del ángel pintado por
Alonso Cano y lo que nosotros hacemos.
La Iglesia ha comprendido siempre la
Encarnación en la clave de la Alianza nueva y eterna; en la clave de la
historia de Israel que Dios había descrito siempre como una Alianza de amor,
como una Alianza matrimonial; una Alianza que alcanza su culminación justamente
en la Encarnación del Hijo de Dios. Dios se une de una manera tal a nuestra
humanidad que ya nunca, nada, ni nadie podrá separarlo de nosotros.
Como decía un Padre de la Iglesia en
los primeros siglos, mediante la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en
cierto modo a todo hombre, porque participa de nuestra misma condición, pero Él
en su humanidad, su Encarnación no fue como uno que se reviste con ornamentos,
como un actor que se disfraza para una obra de teatro, para una representación.
El Hijo de Dios, en su omnipotencia, en la omnipotencia de su Amor, quiso
compartir nuestra condición humana, beber el cáliz de nuestra humanidad hasta
la soledad, la muerte del sepulcro, la traición, el abandono de los amigos, el
odio de los enemigos, la manipulación de las masas, todo lo que acompaña tantas
veces a las víctimas y a los sufridores, y al ser humano en general, en este
mundo.
Lo que yo quisiera deciros es que la
Encarnación fue leída siempre por los cristianos y por la Tradición de la
Iglesia como una boda. No hace muchos días el Papa decía que confesarse es recibir
el abrazo de Dios una vez más. Recibir el Sacramento de la Reconciliación, el
Sacramento de la Penitencia, no es tanto reconocernos pecadores (que ya lo
sabemos que lo somos y Dios lo sabe mucho mejor que nosotros), es poder oír por
medio de las manos pobres, también pecadoras del sacerdote, pero en el nombre
de Dios, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que Dios me ama
como en el primer día de la Creación; que Dios se da a mí; que Dios quiere que
mi pobre vida de criatura pueda participar de Su Vida divina e inmortal, porque
Él me ama con un amor infinito, sea cual sea mi historia, mi temperamento, mis
límites, mis cualidades, mis circunstancias, mis heridas, mis dramas. Lo
curioso es que la Pasión de Cristo, también los padres de la Iglesia lo
describen en esa misma clave de una boda y tiene una razón de ser, porque Jesús
en la Última Cena habla de “tomad, comed, esto es mi cuerpo”, que es lo que se
entregan los esposos en matrimonio, se entregan su cuerpo; “tomad, bebed, ésta
es mi sangre”, se entrega a la hija de Sión, a su esposa, hasta la muerte, con
un amor más grande que la muerte, más fuerte que la muerte. Y entonces, es
curioso que los Padres de la Iglesia describen la procesión que nosotros hemos
hecho esta mañana también como un cortejo nupcial. Es el Hijo de Dios que
entra, igual que entró en las entrañas de la Virgen para compartir nuestra
humanidad, en Jerusalén, entra en Sión, para desposarse con la hija de Sión, sólo
que ese desposorio –dicen los Padres-, acaba en adulterio y la hija de Sión no
amó a Jesús, sino que lo condenó a muerte y lo mató.
Y ésa es la gran paradoja. Eso es lo
que nos haría a todos arrodillarnos si fuéramos conscientes un poquito de lo
que estamos celebrando, de lo que estamos viviendo. Y es que aquello que podría
ser, es de hecho, el pecado más grande de la historia de la humanidad (no ha
habido ninguno, ninguna catástrofe, ninguna tragedia en la historia comparable
a la muerte del único inocente de la historia, el Hijo de Dios hecho hombre),
el Señor coge ese pecado y le da la vuelta, lo convierte en una ocasión del triunfo
de su Amor. Justamente, el Amor de Dios por la Hija de Sión, por ti, por mi,
por cada uno de nosotros es infinitamente más grande que el peso de nuestros
pecados; que nuestra miseria; que nuestra pequeñez; que nuestras mezquindades;
que nuestra pobreza, que la pobreza de nuestro corazón y de nuestra alma; que
la pequeñez de nuestro corazón y de nuestra alma; que nuestras pasiones. Infinitamente
más grande. Y el Hijo de Dios, crucificado junto a dos criminales dirá -nos
pone de manifiesto otro de los Evangelios, no el que hemos leído esta mañana-,
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y le dirá al ladrón junto a
Él: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Ése es el Amor de Dios. Y ese Amor
de Dios ha quedado sembrado en la historia y queda sembrado en la historia para
siempre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Él nos
comunica su vida en el Bautismo, en los Sacramentos de la Iglesia, su Perdón,
su Cuerpo como alimento para nuestra peregrinación y para nuestro viaje, para
que podamos vivir la vida con esperanza.
El Hijo de Dios ha ido a la muerte
por ti y por mi, para que conozcamos su Amor. Toda la razón de estos días,
todos los oros de los tronos, toda la belleza de los mantos, todas las luces
que acompañan a nuestros pasos y a nuestras estaciones de penitencia proclaman
que aquella desgracia, humanamente hablando, que fue esa Muerte, esa Pasión y
esa Muerte de Jesús, el Señor la ha transformado en un regalo inagotable para
la humanidad, en la fuente de una vida y una esperanza, de una certeza.
Nos has dado, Señor, en tu Muerte y
en tu Pasión el significado de nuestra vida, porque en la vida valemos el Amor
que tenemos. Valemos lo que somos amados. Y uno tiene la sensación de que la
vida no vale nada cuando no recibe el Amor necesario. Y la vida, en cambio, es
preciosa y valiosísima cuando uno tiene aquel Amor que nuestro corazón
necesita, que reclama, para el que está hecho.
Señor, somos amados por Ti. Ese Amor
tuyo nos hace un pueblo de reyes, un pueblo de profetas, un pueblo de hombres
libres, hijos libres de Dios, destinados a heredar tu Reino, destinados a la
vida eterna, no al silencio ni al olvido de los sepulcros o los cementerios;
destinados a la Vida divina, inmortal, a Tu Amor inagotable, impredecible,
infinito.
Mirad al ángel. En estos días, en
algún momento que tengáis, caed de rodillas, ante ese mismo Amor el de la fiesta
de Navidad y el del Viernes Santo. Y ese Amor es para ti y para mí, para todos
vosotros, para todos los hombres.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de marzo de 2018
S.I Catedral
Domingo de Ramos