Homilía de Mons. Javier Martínez en la liturgia de la Palabra, celebrada en la Pasión del Señor, Viernes Santo, en la S.I Catedral.
Fecha: 30/03/2018
Ante la Lectura de la Pasión –sea la
que se hace el Domingo de Ramos según el evangelista que corresponda a ese año o
la que se hace el Viernes Santo- lo primero que hay que hacer es pedirLe al
Señor que nos dé un corazón abierto, en el que las palabras de la Pasión, por
más conocidas que sean, puedan calar como el agua cala en la tierra reseca.
De lo que más necesitamos cada uno
de nosotros en nuestra vida, de lo que más necesita nuestra sociedad, lo que
más necesita nuestras familias, lo que más necesita nuestro mundo es un amor
verdadero. Ésa es la única medicina. Y de algún modo todos intuimos que es verdad,
que ahí estaría la salud y la salvación, en muchos sentidos. No sólo la
salvación en cuanto a la vida eterna después de la muerte, sino también una
vida en este mundo más humana, más verdadera. Todos somos conscientes –algunas
personas me lo decían justo al final de la Oración en el Campo del Príncipe-:
estamos necesitados de humanidad. Y nada como la Buena Noticia, como el Evangelio
de Jesucristo, es capaz de volvernos a nuestra humanidad verdadera. Tan heridos
estamos. Tan contaminado es el aire que respiramos. Tan fácilmente cedemos a
una vida que se deja mover por intereses, que se deja mover por las pasiones
que tienden a regir el mundo cuando no es Dios quien lo ilumina y quien lo
llena, que nosotros mismos sentimos, como –justamente- la tierra seca, la
necesidad de algo que no somos capaces de darnos a nosotros mismos.
Por eso el Evangelio puede resonar
en nuestro mundo hoy con una frescura nueva, precisamente más nueva que cuando
todo el mundo se podía considerar cristiano y podíamos dar tantas cosas por
supuestas. Hoy, primero el anuncio de que nuestras vidas son dignas del amor de
Dios, no porque lo hayamos merecido nadie, sino porque Dios es Amor y nos ha
creado justamente para poder colmar nuestras vidas y nuestro corazón. Que Dios
pueda amarnos es algo que nos llena de estupor, de sorpresa; que nos resulta
increíble. Y el don de la fe lo necesitamos no para hacer nuestras, por
ejemplo, las afirmaciones del Credo. El punto más difícil, aquello que nos
resulta “menos natural”, también por el mundo en que vivimos en buena parte, es
el poder aceptar que el Dios verdadero, que el Dios único, que el Dios
omnipotente pueda ocuparse de mí, ocuparse de nosotros, querernos, que podamos
ser objeto de su Amor.
Oyendo las palabras de la Pasión,
oía yo esa palabra que dice el Señor en la cruz (y que como tantas de las
palabras en los evangelios tienen dos, tres, cuatro sentidos a veces, porque
era lo habitual además en el mundo del Oriente), cuando dice Jesús “tengo sed”.
Uno puede entender sin duda en el suplicio de la cruz, cuando se sabe un poco
lo que era ese suplicio, una sed ardiente puede ser uno de los tormentos más
agudos de un hombre crucificado.
Pero en labios de Jesús esa palabra
no puede tener sólo ese sentido. “Tengo sed” sólo puede significar tengo sed de
vosotros. No es sólo que el Señor se ocupe de nosotros. Es que el Señor nos
desea, con aquel deseo que en el “Cantar de los cantares” se dice que el Esposo
tiene de la Esposa, de su Esposa amada: que Dios pueda desearnos. Y no porque
Él necesite. A diferencia del deseo humano, siempre tiene que ver con alguna
carencia nuestra, el deseo de Dios es también un gesto de puro amor. Dios nos
desea porque nosotros tenemos necesidad de Él. Dios desea nuestro corazón, no
para apoderarse de él, no para poseerNOS, sino para que nosotros le poseamos a
Él, y así podamos alcanzar esa humanidad verdadera que anhelamos y que no
podemos darnos a nosotros mismos. Dios no tiene necesidad de nada que podamos
darle los hombres. A Dios no le falta nada.
En la Comunión de Amor que es la
Trinidad no hay ninguna carencia. Pero hay una fuerza expansiva. Es un amor que
no se puede cerrar en sí mismo, porque también de eso nosotros tenemos la
experiencia: el amor que se cierra en sí mismo se seca, se muere, se seca por
dentro, se convierte en algo vacío y muerto. El amor de Dios es difusivo de Sí
mismo, se expande, porque ese amor se comunica y se da, y ese don se cumple en
la Encarnación y llega hasta el límite –lo recordaba el Evangelio del Jueves
Santo- “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo (a ti, a mi, a cada uno de nosotros) los
amó hasta el extremo”. “Nadie tiene amor más grande
–había dicho el Señor en otra ocasión- que el que da la vida por aquellos a los
que ama”.
Señor, Tú das la vida por nosotros.
Tú te entregas a Ti, para que nosotros podamos ser libres, para que podamos ser
amigos tuyos, hijos del Padre, participar en tu Banquete, participar en tu
Vida, vivir de esa Vida, aquí y por toda la eternidad.
Señor, abre nuestros corazones a ese
amor tuyo. Elimina las dificultades que pueda haber en nuestra mirada, en
nuestra experiencia, los cansancios, las heridas, las decepciones. Danos la
frescura de un corazón de niño, de un corazón recién creado, recién nacido, para
que podamos acoger tu amor y vivir de él, y vivir en él, hoy y todos los días
de nuestra vida, y para siempre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
30 de marzo de 2018
S. I Catedral, Oficios Viernes Santo