Prólogo al libro "Sobre la razón", de Charles Péguy
Fecha: 10/04/2018. Publicado en: Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2018
Sobre la razón es una obra, como pone de manifiesto una alusión
bastante explícita del texto mismo, muy cercana al primer libro de Péguy, Marcel, premier dialogue de la cité harmonieuse.
La razón, al igual que la libertad, la justicia y la caridad, es un factor
constituyente de la ciudad armoniosa. Esencialmente constituyente. De ahí la
pasión con que Péguy defiende la peculiaridad de la razón, y la libertad de la
razón y de sus métodos propios. No hay que olvidar que Péguy deseaba publicar
otros diálogos sobre la ciudad armoniosa, de los que nunca llegó a escribir más
que el título y la portada. Había un Dialogue
de l’individu, un Dialogue
de la cité, un Dialogue de
la cité juste, un Dialogue
de la cité charitable y, por fin, un Deuxième dialogue de la cité harmonieuse.
La mera enumeración de estos proyectos ilumina muy bien las preocupaciones del
poeta y del pensador, preocupaciones que van a acompañarle toda la vida.
Sólo que, cuando escribe Sobre la razón, Péguy no había experimentado todavía las
amargas decepciones que, una tras otra, le harían profundizar en sus ideales
hasta el punto de introducirle en el corazón mismo del misterio cristiano, de
la redención cristiana. Ése es el largo camino, podríamos decir, de sus tres
grandes “misterios”, con los que se ensancha la razón inicial: primero el
“misterio de la caridad de Juana de Arco”; luego, el misterio de la “niña esperanza”,
de la esperanza teologal y humana, espiritual y carnal, temporal y eterna, un
misterio tan grande que Péguy no hace sino asomarse a su “Pórtico”; y, por
último, el misterio de “los santos inocentes”, el misterio del sufrimiento
humano iluminado por la Encarnación y la Cruz y la Eucaristía. Pero en ese
largo camino misterioso, que el poeta recorrió como llevado de la mano por la
niña esperanza, Péguy no abandonó nunca, no tuvo nunca que abandonar, ninguno
de los anhelos profundos que movían su corazón. Sólo se purificaban. No tuvo
que adentrarse en el mundo cristiano a costa de abandonar la creación, o a
costa de sacrificar algún factor esencial de lo humano, de la vida humana, de
la ciudad humana. Exactamente por la misma razón que no tuvo que abandonar a su
mujer, no creyente, y tenazmente no creyente, cuando él encontró la fe. Su
mujer era un don de Dios, y su fe era un don de Dios. Si los dos parecían
incompatibles a los ojos de los clérigos (y de algunos laicos seriamente
clericalizados, como lo estaba por aquella época Jacques Maritain), la Virgen
sabría cómo resolver el problema. Él sólo podía orar, y orar, y orar... y hacer
lo posible por mantener la esperanza cuando todo parecía indicar que Dios no
escuchaba sus oraciones. Igualmente, cuando Péguy encuentra la fe, no tiene que
abandonar el viejo concepto de razón que él defendía cuando era ateo. Por el
sencillo motivo de que aquel concepto de razón, sin él saberlo, sin él
sospecharlo aún, era el concepto cristiano.
Cuando escribe Sobre
la razón, Péguy ya tenía una desconfianza inicial de los usos
políticos y de los usos demagógicos de la razón, y de los usos “intelectuales”
y pedagógicos de la razón al servicio de los usos demagógicos. Ya tenía una
desconfianza inicial de los sistemas y de las reducciones vinculadas a los
sistemas, reducciones que los exponen con tanta facilidad a la manipulación y
al mercantilismo. Ya sabía que esas traiciones a la razón sucedían. Y ya sabía
que sucedían también en la Iglesia.
Pero a Péguy le faltaba experiencia. Le faltaba, en primer
lugar, la experiencia de la decepción: decepción de tantos de sus falsos
amigos, que se servían de él y de los Cahiers para
promocionarse ellos (dolor que encuentra su expresión en À nos amis, à nos abonnès, de 1909); le
faltaba la decepción de la política socialista y la experiencia de la traición
de Jaurès, la conciencia de la degeneración brutal, pero casi inevitable, de la
mística socialista en política, y de la manipulación del affaire Dreyfus (que
encuentra su expresión en Notre Jeunesse,
publicado en 1912); la decepción de la ciencia histórica, puesta también al
servicio de un sistema y de una política “intelectual”, política que Péguy
siempre había considerado, junto con la política clerical, la forma de política
más abyecta (Clio, Veronique,
ambas publicadas póstumamente, Un
nouveau théologien, M. Fernand Laudet, de 1911); y, vinculada a
esta última decepción, la conciencia de que esa política de los intelectuales
servía, como todas las políticas, al nuevo y único dios de la cultura moderna,
al dinero (L’argent, L’argent suite,
de 1913).
Le faltaba la experiencia de la decepción, y —ya lo hemos
indicado al aludir a su camino hacia el misterio, y a sus tres “misterios”— le
faltaba la experiencia de la fe. Cuando Péguy escribe Sobre la razón, la que tiene del
cristianismo se limita casi a la náusea que le produce el mercantilismo de las
cosas religiosas y el utilitarismo habitual de los clérigos, que él denuncia
con desprecio ahora que no tiene fe, y que seguirá denunciando siempre, también
después de haber encontrado la fe. En cuanto a la fe misma, la fides quae creditur, por esta época la ve
(y también aquí, no sin una considerable complicidad de los creyentes), como el
mero asentimiento a una serie de proposiciones meramente abstractas, que serían
parte de un sistema, abstracto también. Esas proposiciones, en su solo
enunciado, le parecen sin más contradictorias y absurdas: “un Dios personal, en
tres personas...”. Y, sin embargo, su anhelo de amistad y de gratuidad, de
armonía y de fidelidad a toda prueba en las relaciones humanas, que no dejaría
de ahondarse a lo largo de toda su vida, le harían descubrir poco a poco, como
un horizonte vertiginoso y magnífico, que la verdad cristiana es ante todo un
acontecimiento. Un acontecimiento único, absolutamente imprevisible, un
acontecimiento de gracia, pero que fue un día, en la Encarnación del Verbo, y
que sigue siendo y será siempre, en su prolongación en la Iglesia, el punto
preciso de intersección entre lo divino eterno y la historia humana. Entre el
Misterio grande de Dios y el misterio pequeño —pero igualmente inabarcable— del
hombre. Entre la gracia divina y la razón humana (la razón, y la libertad, y el
deseo humano de afecto y de plenitud). La Encarnación del Verbo (y la Iglesia)
son un abrazo a lo humano en todas sus dimensiones que, precisamente,
paradójicamente, rescata lo humano —razón, libertad, amor— de los poderes
autodestructivos del pecado, y que lo devuelve a sí mismo y lo recupera, en
plenitud y para la eternidad: después de la Ascensión, “el cielo huele a
sudor”. Lo recupera sin que jamás pierda su condición creada, su contingencia
histórica. Introduce la historia, el drama de nuestra historia, en la eternidad
de Dios. Una realidad creada en la que “habita corporalmente la plenitud de la
divinidad” (Col 2, 9). Primero es Jesús, luego es la eucaristía y la Iglesia,
finalmente será la Jerusalén del cielo, la ciudad armoniosa, la Esposa del
Cordero (Apo 21, 9-22, 5). La categoría de sacramento, o de “misterio”, es la
única adecuada para describir esa historia. A ese misterio, o al pórtico de ese
misterio, es adonde se asoman, llenos de asombro y de gratitud, los tres
“misterios” de Péguy.
Péguy no describe en ningún momento de manera positiva qué
cosa es la razón, o cuál es su función, su telos, o cuáles son su relación con la verdad y con la
realidad. Más bien se limita a señalar algunos obstáculos que dificultan el uso
de la razón, la libertad de la razón en su funcionamiento, podríamos decir. En
ese sentido, en cuanto que constituye una cierta búsqueda de “la razón pura”
(aunque con una orientación y unas preocupaciones muy distintas a las de Kant),
el texto de Péguy puede considerarse un texto “moderno”. En otro sentido, sin
embargo, en cuanto pone de manifiesto que el funcionamiento de la razón no es
automático, que “la fe en la razón” es una corrupción de la razón misma, y que
en el ejercicio propio de la razón influyen, no sólo los dogmas de la Iglesia o
los prejuicios del clero, sino también otros dogmas y otros prejuicios, no
menos peligrosos a la razón y a la vida de la ciudad armoniosa, podríamos
considerar el texto de Péguy como un texto post-moderno, crítico de algunos
presupuestos que han dominado en la práctica la cultura de la modernidad (y que
dominan aún no pocos aspectos de nuestra praxis).
A pesar de su confesión de ateísmo, Sobre la razón es un texto
magnífico. O, tal vez, es precisamente la tonalidad y la calidad —la
honestidad— de su afecto a la verdad de la razón, que él creía por entonces que
coincidía con su profesión de ateísmo, la que no podía no encaminarle hacia el
encuentro con la fe cristiana. Cuando Péguy dice “nosotros somos irreligiosos
de todas las religiones, nosotros somos ateos de todos los dioses”, lo dice de
verdad, lo dice con toda sinceridad, pero su honestidad le estaba preparando
sencillamente a desembarazarse de los ídolos. Y de todos los clericalismos, los
religiosos y los ateos, y también los políticos, los intelectuales. Su
honestidad le llevará a la fe, su “mística” socialista le preparará a descubrir
la sacramentalidad cristiana y la comunión de los santos como el verdadero
sustrato que impide —como la única savia capaz de impedir— la degeneración, el
deterioro, la colonización, la deformación universal de la mística socialista
en una “política” esencialmente burguesa. Igualmente, cuando Péguy dice:
“Nosotros no hemos dejado la fe a cambio de la fe en la razón, sino a
cambio de la razón de la razón”,
está señalando, con su honestidad característica, y precisamente en fidelidad
plena a la naturaleza de la razón, un límite que la modernidad en general nunca
ha querido reconocer, ya que ha tendido siempre, más o menos conscientemente,
más o menos dolosamente, a divinizar la razón. Y eso le repugnaba a Péguy.
Puede decirse que, en un sentido muy verdadero, ese “ateísmo” de Péguy le
llevaría a reconocer que, en términos generales, en términos de cultura, sólo
la fe cristiana podía mantener ante la razón semejante posición, que sólo el
cristianismo hacía posible, en último término, defender “la razón de la razón”,
sin divinizarla, por una parte, falseándola, o sin convertirla, por otra,
falseada también, en un mero instrumento de política y de poder.
Al final de este texto, Péguy hace esta confesión: “Nosotros
no podemos, sin la razón, estimar en su justo valor todo lo que no es de la
razón”. Dicho en positivo, sólo gracias a la razón podemos apreciar lo que es y
lo que no es razonable. En este punto de su vida, Péguy no se daba cuenta. Su
experiencia de la vida y del cristianismo no le dejaba todavía percibir que,
sin la fe cristiana, sin la fe en el Dios verdadero (por supuesto, despojada
esa fe de toda reducción a sistema y del clericalismo que la vende a bajo
precio), tampoco se sostiene en la historia la razón que él quería sostener.
Sin la fe cristiana tampoco es nada fácil distinguir adecuadamente lo que es la
fe en la razón de lo que es la razón de la razón. Ni distinguir el uso
demagógico de la razón del uso razonable de la razón. Cuando escribe Sobre la razón, Péguy no podía darse
cuenta de que, sin la fe, no se pueden evitar fácilmente esos “malentendidos en
el uso de la razón” que él quería evitar a toda costa, que él reclamaba que se
evitasen “sin ninguna reserva, sin ninguna limitación”. Y, sin embargo, en el
fondo de este precioso canto a la razón de Péguy, éste es el mensaje que hoy
resuena. Y ese mensaje, que no es lo que él dice explícitamente, sino casi, al
parecer, lo contrario de lo que dice, y que es casi lo único que le queda por
decir acerca de la razón, es lo más verdadero. Y lo más evidente. Y lo más
actual. Y lo que es más necesario que se diga. Porque si no se dice, la razón
quedará sólo a merced de los políticos. Y de los demagogos. Y de cualquier
clase de clérigos. Y Péguy ya sabía lo que era eso. Y nosotros lo sabemos —o
deberíamos saberlo— mucho mejor que él.
En el texto hay multitud de observaciones útiles. Por citar
sólo un ejemplo, lo que él dice acerca de cómo los revolucionarios de su tiempo
trataban de repetir miméticamente a los revolucionarios del origen (de la Revolución
francesa) sin asimilar para nada su espíritu y sin dejar que ese espíritu
fecunde sus problemas del presente, puede transportarse sin más al modo como
muchos católicos entienden la tradición, repitiendo miméticamente formas a
veces decadentes de la tradición, sin dejar que su espíritu fecunde nuestras
actitudes ante los nuevos problemas, ante las situaciones nuevas.
Aferrarse miméticamente a la tradición (ya sea la
revolucionaria o la cristiana) es siempre una manera de liberarse de ella.
Por último, quizás sea útil subrayar que Péguy no pensaba
nunca que la razón o que la libertad, y ni siquiera que la revolución
socialista, iban a traer el Paraíso. Sabía que la recuperación de la razón, que
la recuperación de la libertad, que la revolución que liberase a los hombres de
los obstáculos económicos y políticos que había para la una y para la otra,
eran algo indispensable, pero eran sólo una condición previa. Escribía: “Es el
efecto de una singular falta de inteligencia el imaginarse que la revolución
social sería una conclusión, un cierre de la humanidad en la felicidad insípida
de las quietudes muertas. Es el efecto de una ambición naif y mala, idiota y
solapada, querer cerrar a la humanidad mediante la revolución social. Hacer de
la humanidad un claustro cerrado sería el efecto de la más temible
supervivencia religiosa. Lejos de que el socialismo sea definitivo, es
preliminar, previo, necesario, indispensable, pero no suficiente. Se sitúa
antes del dintel. No es el fin de la humanidad, no es ni siquiera el comienzo.
Está, según nosotros, antes del comienzo. Antes del comienzo estará el Verbo”.
Los socialistas de después, los socialistas de Marx, llamaron a esto
“socialismo utópico”. En parte, tenía razón. Porque la ciudad armoniosa sólo
puede ser construida en y desde la communio
sanctorum. Pero lo que ellos no pensaron, lo que Péguy había visto
con toda claridad, es que la ciudad paradisíaca impuesta, la ciudad que nace de
la mera voluntad de hacerla, o del sueño de suprimir todos los problemas
humanos, la haga quien la haga, es la ciudad de los muertos. Será el cementerio
de la razón. Y será también el cementerio de la libertad.
En el siglo XXI, en plena pandemia de demagogia y de
adicción a la realidad virtual, la defensa de la razón, y de la pureza de la
razón, salvaguardada por la fe, es una de las tareas irrenunciables de la
Iglesia. Así lo ha entendido el magisterio de los Papas desde Juan Pablo II,
cuya última encíclica (Fides et ratio)
estuvo destinada a la defensa de la razón.