VII Domingo de Pascua. Ciclo C
Fecha: 23/05/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 637, 6-7
Si tomamos uno de los discursos de Jesús, en los evangelios sinóptico (es decir, en los de San Mateo, San Marcos o San Lucas), en seguida nos damos cuanta que tales discursos no forman una unidad, sino que cada uno de ellos está constituido por una serie de sentencias sueltas, que el evangelista, o ya antes que él la predicación cristiana, han unido en virtud de la semejanza de los temas que tratan o de las palabras que en ellas aparecen. No sucede así en San Juan. En efecto, el cuarto evangelio, relativamente pobre en relatos, está salpicado de una serie de discursos de Jesús, que llaman la atención por su unidad y por su longitud. Y no sólo estos discursos no repiten ninguno de los que traen los sinópticos, sino que cada uno de ellos trata de un tema determinado, enunciando primero una idea fundamental, y considerándola luego desde diferentes puntos de vista.
Una características de los discursos del evangelio de San Juan es que están íntimamente unidos con los hechos que se relatan, con las narraciones de los milagros. Así, el discurso sobre el Pan de Vida, que ocupa la mayor parte del capítulo 6, viene inmediatamente preparado por la marcha sobre las aguas y la multiplicación de los panes, y es como un comentario de este último milagro. Pero tal vez lo que más sorprende en los discursos del cuarto evangelio es el carácter abstracto y culto del lenguaje de Jesús, en vivo contraste con la manera familiar y llena de imágenes del Jesús de los sinópticos, Jesús se dirige a gentes del pueblo, mientras que en San Juan tiene que habérselas con un medio ilustrado, como son los miembros del Sanhedrín o los Doctores. Sin embargo, esta diferencia de auditorios no explica todo. Hay discursos del cuarto evangelio que van dirigidos a gentes sencillas, como la conversación con la Samaritana o el discurso del Pan de Vida; y en ellos, las enseñanzas de Jesús tienen el mismo carácter y la misma profundidad que las que van dirigidas a judíos cultos. Más aún, también Juan el Bautista habla como Jesús, y el lenguaje de ambos se parece extraordinariamente a la manera de escribir del propio San Juan cuando, como en el Prólogo del evangelio o en la primera de sus cartas, no cabe duda que sea él quien nos presenta sus propias reflexiones.
Todos estos datos nos llevan a la conclusión de que, en cierto modo, San Juan atribuye a Jesús su propia forma de expresarse, mientras que los otros evangelios nos han conservado más literalmente las palabras de Jesús en su tenor primitivo. Lo que sería falso es pensar por esto que el evangelista indiferente a la realidad de los hechos que relata, y que no tiene el menor escrúpulo en atribuir a Jesús sus propias especulaciones y pensamientos. Todo lo contrario; precisamente por la importancia suprema que concede a la permanencia histórica del Hijo de Dios en la tierra, no cesa de meditar sus gestos y sus palabras. “Estas señales -dirá al final de su evangelio- se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios.” Convencido de que unos y otras -gestos y palabras- tienen validez para todos los tiempos, y que esconden misterios que sólo la fe, iluminada por el Espíritu Santo, puede desentrañar, el evangelista quiere darnos mucho más que una pura relación material de la existencia terrena de Cristo; lo que él nos comunica es ese significado profundo, fruto de una larga meditación en el misterio de la persona de Jesús; eso, San Juan lo hace con la prefecta seguridad de un testigo privilegiado de los hechos que es al mismo tiempo un intérprete inspirado y un apóstol.
F. Javier Martínez