Homilía de Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía en la Catedral en el III Domingo de Pascua.
Fecha: 15/04/2018
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, vivo para siempre y triunfador
de la muerte, Pueblo santo de Dios;
queridos
hermanos y amigos:
“Quién nos hará ver la dicha si la
luz de tu Rostro ha huido de nosotros”, decíamos en el Salmo. Y puede llamarnos
la atención, siendo tan inmediata la fiesta de Pascua, el Salmo, en lugar de
ser exclusivamente el canto del aleluya y la invitación a la alabanza a Dios,
nos haga una pregunta como ésa; o nos puede llamar también la atención cómo en
los anuncios de la Resurrección, está siempre vinculado la memoria de la Pasión
y de la muerte de Jesús.
Hay aleluyas que son como fuegos
artificiales; hay alegrías que son como la evasión, que son como evadirse de la
realidad de nuestra vida. No es ésa la alegría de la Pascua. Para aquellos a
quienes os gusta la música clásica, el “Aleluya” de las Vísperas de Rajmáninov
es un aleluya que nace como de un fondo inmenso de sufrimiento y que termina
triunfando sobre el sufrimiento. Dice en música lo que yo quisiera transmitir:
que el aleluya cristiano, que la alegría cristiana no es una alegría que tenga
que olvidarse de toda la mezquindad, de toda la miseria, de toda la pequeñez
que hay en nuestras vidas.
Cristo triunfa sobre la muerte, sin
duda. Pero triunfa justamente entregando su vida en manos de los hombres, en
manos de la condición mortal de los hombres, y por lo tanto, en manos de la
muerte. Y su triunfo no es un triunfo evasivo, no es el triunfo de la mentira,
no es el triunfo del engaño, no es el triunfo de los fuegos artificiales, que
nos hacen por un momento olvidarnos del dolor, del sufrimiento de la vida. No
es una alegría ficticia. Es una alegría que brota de lo más profundo de la
realidad, porque no ha temido afrontar esa realidad. ¿Quién es quien no ha
temido afrontar esa realidad? El amor infinito de Dios. El Hijo del hombre ha
venido para ser entregado en manos de los hombres (y los hombres sabemos lo que
damos de sí: poco. Somos capaces de heroicidades muy grandes como respuesta a
un amor grande, pero también somos capaces de mezquindades, pequeñeces y
miserias muy grandes).
Que el Señor haya abrazado, sin
avergonzarse de nosotros, esa miseria nuestra, ésa es la fuente de la alegría
verdadera. Por eso, los apóstoles dan testimonio de la Resurrección de Cristo.
Pero dan testimonio de esa Resurrección haciendo siempre referencia a la
Pasión. Cristo ha entregado su vida por nosotros y ha triunfado de la muerte arrancándole
a la muerte de su “poder”, no huyendo de la muerte, no huyendo del mal, sino
entregándose en manos del mal, de forma que el amor pudiera mostrarse a sí
mismo en la cruz como más fuerte que la muerte, más fuerte que todo el pecado
del mundo, más fuerte que todas las miserias de los hombres, más grande que
todas nuestras pequeñeces.
Por eso, la alegría que nace de Dios
es una alegría sencilla, humilde siempre; es una alegría que no tiene necesidad
de olvidarse del mal, del mal que hay en nosotros, del mal que hay en los
demás, del mal que hay en el mundo, del mal que hay en la Iglesia. No tiene
ninguna necesidad de olvidarse de nada de eso, para dar gracias a Dios, justo
por ese Amor, por esa Misericordia más grande que el pecado, más grande que la
muerte, que ha vencido en su Hijo Jesucristo y que ha vencido en nosotros. Hay
una frase en los Hechos de los Apóstoles: en una ocasión, Pedro y los apóstoles
en una predicación (“Jesús a quien vosotros crucificasteis y colgándolo de un
madero, Dios lo ha resucitado y lo ha sentado a su derecha”), añade: “Testigos
de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen”.
Es muy curioso ese doble testimonio. Ellos dan testimonio de lo que han visto,
pero es verdad que ese testimonio es algo tan increíble… Quién no sabe que
nadie ha vuelto jamás del reino de los muertos. Y desde luego, en un pueblo de
pastores y de agricultores, lo sabía todo el mundo. Cuando ellos daban
testimonio de algo tan único, tan incomparable, tan loco, sabían que ese
testimonio por sí mismo no podía ser aceptado. No sólo porque hoy seamos muy
listos y tengamos muchos conocimientos de la física cuántica, sino porque
cualquier ser humano realista en cualquier cultura sabe que no se vuelve del
reino de los muertos; que nadie ha vuelto jamás del reino de los muertos y
menos vivir para siempre como triunfador de la muerte.
¿A qué testigo invocan junto a su
propio testimonio? El Espíritu Santo que Dios nos ha dado. Y qué significa eso.
Significa que el modo de vida de los cristianos -cuando uno cae en la cuenta de
cómo podríamos vivir acogiendo el testimonio de la Iglesia- es un modo
propiamente divino. No es un modo humano, no se explica por las meras reacciones,
o cualidades humanas. Y ese modo da testimonio de la verdadera Resurrección de
Jesucristo: el perdón de los pecados, el perdón sin límites, la alegría que no
necesita ser fabricada, la alegría que no nos convierte en alucinados. Los
santos que hemos conocido (pienso en personas que todos hemos podido ver tantas
veces como san Juan Pablo II, la Madre Teresa, figuras muy cercanas a nosotros)
y dices: no eran personas alucinadas, son personas con su razón y corazón en su
sitio, personas con una estructura humana de una solidez envidiable, admirable.
El Señor nos hace a cada uno como ha querido hacernos.
El modo de vida de la comunidad
cristiana sólo puede anunciar que Cristo ha resucitado de una manera razonable
cuando puede decir “testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que nos
ha sido dado”. Porque el Espíritu Santo nos hace vivir de una manera que no se
explica meramente desde los intereses, desde los instintos, desde las
necesidades primarias que suelen decir que caracterizan la vida humana. Es un
modo divino; que da testimonio de la verdad del anuncio de la Iglesia. ¿Cómo
habría sido el mundo si en nuestro mundo no se hubieran conocido tantas cosas
que provienen casi sin que nos demos cuenta de la experiencia cristiana? Que el
fondo de la vida humana; que el secreto de la vida humana pueda ser el amor, puede
ser la misericordia, pueda ser el perdón, eso jamás… Dar por supuesto que el
amor es la reacción espontánea, que es la forma de vivir más normal y sana, eso
no es evidente; ni siquiera es evidente que un matrimonio pueda vivir en
fidelidad en la profundidad que exige el amor cristiano. Es posible que el
corazón humano lo desee. Seguramente, en el corazón de cada hombre y de cada
mujer hay un deseo de un amor que dure para siempre. Pero, os aseguro que sin
la Revelación, que significa la Encarnación, la Pasión y la muerte de
Jesucristo, eso es una verdad que algunos pocos alcanzarían y con mucha
dificultad, y que sólo la experiencia cotidiana del don del amor de Cristo que
empapa, llena, satura y desborda nuestras vidas hace posible vivir.
Que el Señor abra nuestros corazones
al anuncio de Cristo Resucitado; que los abramos a la alegría y al don del amor
infinito de Cristo, que nos ha entregado su Espíritu y su vida divina en la cruz,
y que nos ayude a vivir como esa comunidad cristiana, de ese amor que hará
florecer en nosotros la alegría y el amor, que es la medicina que el mundo
necesita. Que así sea para cada uno de vosotros, para vuestras familias, para
vuestros matrimonios, para los pastores, para todos, cada uno en su vocación y en su estado.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de abril de 2018
S.I Catedral III Domingo de Pascua