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“Sólo la experiencia del Amor de Dios cambia nuestro corazón”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor y Nuestra Señora de Fátima, en la S.I Catedral, el 13 de mayo.

Fecha: 13/05/2018


Queridísima Iglesia del Señor, Esposa bien amada de Nuestro Señor Jesucristo, Pueblo santo de Dios;

queridos sacerdotes concelebrantes;

queridos Puericantores y miembros de la pequeña gran orquesta que va surgiendo junto a vosotros;

queridos amigos y hermanos todos:

 

Hoy es una fiesta preciosa: la fiesta de la Ascensión del Señor. Cuando tanto ésta como el Corpus se celebraba en toda la Iglesia en jueves, era uno de esos “tres jueves que relucen más que el sol”. Y es verdad que tiene una belleza especial que yo le pido al Señor poder transmitiros pobremente.

 

También es verdad que el Evangelio que acabáis de oír pensaréis: “Nosotros somos creyentes y no nos pasan estas cosas”. Es más, las mamás están bien preocupadas, si salen al campo, de que el niño no coja una serpiente. Evidentemente, se trata de imágenes. Justamente, la de la serpiente recoge una imagen del profeta Isaías que decía que en los tiempos mesiánicos pacerán juntos el cordero y el león, y que el niño meterá la mano en el hueco de la serpiente y no le pasará nada. Pero cuando digo que son imágenes, no es que sean imágenes más grandes que la vida. Las imágenes que pone ahí el Evangelio son mucho más pequeñas que lo que sucede en la vida de la Iglesia. Claro que se echan demonios. No somos capaces de imaginarnos lo que sería nuestra vida sin Cristo. Claro que la serpiente está pisoteada por el pueblo nacido de Cristo y que lleva en sí el Espíritu de Dios, -por así decir- la sangre de María. Claro que ha nacido un mundo nuevo del Misterio Pascual de Cristo. Y claro que se curan enfermos. Lo vemos en nuestro mundo. Se pierde la conciencia cristiana, y no digo así simplemente una fe vaga en Dios, que esa permanece en mucha gente; se pierde la conciencia de haber nacido de Cristo y de ser hijos de Dios que nos da la Comunión de la Iglesia, y el mundo se pone enfermo. Y lo vemos. Lo vemos cada día, cada día más enfermo, hasta el punto que cada enfermedad llega a parecernos tan normal como el café del desayuno. No porque no nos duela, sino porque tenemos de alguna manera que defendernos de ser afectados por el dolor que nos produce -diríamos- el descubrir el desamor, la falta de humanidad, la falta de esperanza.

 

Alguien me decía y lo he repetido muchas veces que el año pasado en Asturias habían nacido un 30% menos de niños que el año anterior. Es una sociedad que agoniza, pero no España, Europa. A menos que retomemos las raíces de donde brota la vida verdadera. Y esa vida brota de Jesucristo. Y si nos creemos que la podemos nosotros construir con nuestras manos y con nuestro esfuerzo, es mentira.

 

Vuelvo al día de la Ascensión y a lo que estamos celebrando hoy. Estamos celebrando como la culminación de lo que podríamos llamar del “ministerio terreno” de Jesús. De lo que empezó el día de la Anunciación, de su Encarnación. Ha vuelto al Padre. Pero el Hijo de Dios vino a las entrañas de la Virgen siendo Dios, siendo el Hijo de Dios, y cuando ha vuelto al Padre y ha vuelto a su Reino, ha vuelto con una carne humana, ha vuelto con un rostro humano que había recibido de la Virgen, la más grande de las hijas de Eva. Y por lo tanto, en el Cielo ha entrado nuestra humanidad. El Cielo se ha roto, ha dejado de ser el lugar del Dios invisible para ser nuestra casa, nuestro hogar. Cristo ha introducido nuestra carne en las entrañas de Dios. Faltará lo que vamos a celebrar el domingo siguiente y es que ha dejado sembrada en nuestra historia su vida divina con el Espíritu Santo. Y cuando uno cae en la cuenta de eso, uno comprende que lo que antes llamábamos la Historia Sagrada, de la que es testimonio la Escritura como testimonio primero del pueblo de Israel, de sus sagas, de sus canciones épicas, de sus salmos, de sus oraciones... Y después del testimonio de los Apóstoles, después de haber encontrado a Jesucristo, es, no bastaría decir la historia de amor más grande que ha existido en nuestra historia, que lo es, sino la historia de un amor inconcebible que da sentido a las más grandes historias de amor que se hayan escrito, o se hayan cantado, o que se hayan podido imaginar en la historia de la humanidad. Porque uno comprende entonces que el misterio de Dios en Cristo es una locura de amor.

 

Ya en el Antiguo Testamente todos esos pasajes –que se pueden ir seleccionando y que son bellísimos- que explican la relación de Dios con ese pueblo de beduinos, ese grupo pequeño de esclavos fugitivos de Egipto con los que el Señor se enredó, era una Alianza de Amor. “No porque seas el más grande de los pueblos, ni el más inteligente, ni el más hermoso de los pueblos Te ha escogido tu Señor: porque te amó tu Dios”. Y todos los pueblos de aquella época han desaparecido y el pueblo de Israel sigue su camino dolorido, lleno de llagas, pero sigue su camino por la historia. Aquel pequeño grupo de beduinos sigue existiendo, sigue vivo, sostenido. ¿Por qué? Por un amor, que es lo que sostiene a los hombres. Lo único que nos sostiene en la vida: la experiencia de ser amados.

 

Pero esos textos que salpican todo el Antiguo Testamento; que le dan sentido a la historia de Israel, a veces de una manera tan grande que desborda lo que uno piensa que un israelita era capaz de imaginar o de comprender, se cumplen desbordantemente en Jesús. Ya no es que Dios ha amado a un pueblo, es que Dios mismo se ha hecho carne. No es que Dios se ha enamorado de la humanidad. Dicho en el lenguaje de los adolescentes, “se ha enrollado” con nuestra humanidad. Y “se ha enrollado” –por así decir- haciéndose un amasijo con nosotros, de tal manera que cuando Él vuelve al Padre habiendo cumplido su misión, habiendo entregado Su vida y Su sangre por nosotros, se lleva a nuestra humanidad consigo. San Pablo llegará a decir: “Estamos ya sentados con Cristo en el Cielo”. Y al mismo tiempo, ha sembrado en nuestra carne, ha sembrado en la historia, Su vida divina. Ése es el Espíritu Santo, la vida de hijo que nos permite, al sernos dada en la Comunión de la Iglesia, vivir como hijos de Dios. Señor, cómo comprender un amor así.

 

Estamos tan acostumbrados a pensar que la religión son cosas que nosotros hacemos por Dios y es tan falso eso. ¡Pero qué orgullo, qué mentira! Pensar que nosotros podemos hacer cosas por Dios. Qué imagen tan falsa de Dios el pensar cuando decimos tantas veces: “¿Qué me pedirá a mí Dios, el Señor?”. Si Dios no nos pide nada. Si todo lo que somos ya es don de Dios. Dios nos da, no para de darnos. Y habiéndonos regalado el mundo y habiéndonos regalado nuestra vida, se nos regala Él a nosotros. Se nos da a nosotros, para que vivamos hechos uno con Él, miembros del Cuerpo de Su Hijo. Unidos de tal manera –vamos a comulgar muchos de nosotros, misteriosamente con la Vida de Su Hijo que somos miembros suyos y Él parte nuestra. Que Dios es parte nuestra.

 

Sé que las palabras aquí se quedan cortas. Decir “partes” es decir algo inadecuado. Pero la experiencia cristiana no es la experiencia de que somos más o menos buenos, no es la experiencia de un Dios que hace leyes para que las cumplamos, y nosotros a ver si tratamos de cumplirlas. Ésa es la experiencia pagana, y si queréis hasta la experiencia del Islam. O en parte, sólo en parte, también la del judaísmo. El Dios cristiano es un Dios que hace una historia de amor con la humanidad en la que Él se entrega para que la humanidad pueda vivir del modo como Él nos ha diseñado, que es para vivir participando de un amor infinito, del Amor que sólo Dios es. Y ésa es la vida de la Iglesia.

 

Es verdad que esto nos suena a un lenguaje extraño. Nos suenan extrañas las imágenes del final del Evangelio de San Marcos, porque tenemos muy poquita fe. Tendríamos que decirLe: “Señor, auméntanos la Fe. Descúbrenos la belleza que es lo que celebramos cada año, que es Tu historia”. Es Tu historia nuestra historia, porque es la historia de tu Amor por mí, por nosotros, por todos los hombres. Es una historia de amor que da sentido, por supuesto, al amor humano, al amor de los esposos, al amor de los amigos, de los compañeros de trabajo, al amor por las cosas por las cuales las trabajamos y las hacemos, y las transformamos en algo más bello. A veces extraordinariamente bello como este edificio, o como las obras de música, o de pintura, o de escultura de los artistas. Pero todo eso no es mas que participación pálida, pálida, de muy pálidos colores de la Belleza de Tu Gloria, que es la Belleza de Tu Amor infinito por nosotros.

 

¿Qué súplica podemos hacer? Una: “Señor, auméntanos la fe”. Otra: “Señor, que podamos vivir siempre agradecidos y gozosos de Tu Amor; sorprendidos. Permite que nos sorprendamos una y otra vez, todos los días, a todas las horas del día, de Tu Amor sin límite por nosotros”. Sólo la experiencia de ese Amor cambia nuestro corazón y lo abre a nuestros prójimos, y al mundo entero, lo abre a la Creación entera. La Creación se vuelve amable. El mundo deja de ser un lugar hostil del que estamos tratando de escapar como podamos. El mundo se vuelve un lugar amable, bello, bueno, fruto de un amor que no se cansa de nuestras pobrezas ni de nuestras miserias; fruto de un amor que no nos abandonará jamás. Ésa es nuestra vida, y nuestra esperanza, y las certezas que nos sostienen en la vida de cada día.

 

Señor, no podríamos imaginarnos que Tú pudieras ser así. Nadie, ninguna cultura lo ha, ni siquiera, intuido: que pudieras amarnos de esa manera. Pero justo porque nos amas de esa manera que nadie ha podido ni siquiera pensar o intuir, sabemos que eres el Dios verdadero. El Dios que es Amor. El Dios que jamás se cansa ni de amar, ni de perdonar, ni de comunicarnos Su Vida, a estas pobres criaturas que somos nosotros.

 

Vamos a profesar nuestra fe llenos de gozo.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

13 de mayo de 2018

S.I Catedral

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 

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