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La celebración de la consumación plena de la obra de Cristo

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Solemnidad de Pentecostés en la Catedral, entre cuyos fieles asistieron los seminaristas del Seminario de Toledo, con su formador, que concelebró en la Santa Misa.

Fecha: 20/05/2018

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;

muy queridos sacerdotes concelebrantes;

seminaristas de Toledo (me han dicho que estáis pasando aquí este fin de semana);

querido Coro de la Capilla Real;

queridos hermanos y amigos todos:

 

“Qué vacío hay en el hombre si Tú le faltas por dentro”. Lo acabamos de oír en la secuencia del día de Pentecostés. Y podríamos casi describir de este modo el mundo en que vivimos. Qué vacío hay en la vida, en las relaciones humanas, en las mismas relaciones de comercio, de la vida social, si Tú estás ausente. Es como la tierra que se seca. La tierra está hecha para ser fecunda, para producir plantas, y flores, y frutos, pero si no tiene la lluvia, no produce nada. Es una pobre imagen, pero también nosotros. Nosotros estamos hechos para un amor infinito, estamos hechos para una verdad y una belleza que ni cansen, ni se agoten, y que puedan crecer siempre en los actos de la vida, los gestos… Y sin embargo, no somos mas que tierra árida cuando no recibimos la lluvia de Tu Gracia, que la hemos recibido en Jesucristo. Jesucristo nos ha abierto el horizonte de la vida eterna.

 

Yo digo –y la liturgia usa con frecuencia- la expresión de “admirable intercambio” -dice en español-, “admirable comercio” -dice en una versión más literal del latín-, refiriéndose justamente a la alianza de amor de Dios en Su Hijo con nosotros. Me lo habéis oído decir algunos muchas veces ya, pero no me cansaré de decirlo: siembra en nuestra carne Su vida divina y ha sembrado en el Cielo nuestra carne. Ha unido el cielo con la tierra y nos hace posible así vivir nuestra vocación de hombres, de hombres y de mujeres, de personas humanas, hechos a la imagen de Dios de una manera plena, sin que desaparezca el drama de nuestra vida y el drama de nuestra libertad. Pero, ciertamente, gracias al Espíritu, que Jesús nos ha entregado después de triunfar de la muerte, nosotros podemos vivir como hijos de Dios. Podemos vivir como quienes participan en la naturaleza divina, en el Dios que es Amor. Y esa forma de vida es la única que corresponde plenamente, que corresponde adecuadamente, sabiendo que somos pecadores y que somos mortales, y pequeños y pobres, es la única que corresponde adecuadamente a las expectativas grandes de nuestro corazón.

 

La esperanza de las naciones es Cristo. Y el pueblo nuevo que ha nacido del costado abierto de Cristo (su Esposa, la Iglesia, con la que forma una unidad tan potente que sólo de ese matrimonio se puede decir que son los dos una sola carne) vive por la Vida del Hijo de Dios que nos comunica a cada uno (y a la Iglesia en su conjunto) mediante su Espíritu.

 

Mis queridos hermanos, celebrar el día de Pentecostés es celebrar la consumación plena de la obra de Cristo. En la Ascensión, el Señor volvió al Padre y se llevaba con Él nuestra carne, como una especie de anzuelo en el que íbamos todos. Dice ese día de la Ascensión, citando un Salmo: “Subiste a la altura llevando cautivos”. Llevándonos a todos nosotros. Pero no cautivos para encerrarnos en una cárcel, sino cautivos de su Amor para darnos la verdadera, la plena, la gloriosa libertad de los hijos de Dios. La gloriosa libertad de los hijos de Dios, que dirá San Pablo. Y la obra tuya se consuma cuando quienes habían sido discípulos tuyos reciben el Espíritu de Dios. Lo recibieron los Apóstoles inmediatamente después de la Resurrección. Les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”, y les impuso las manos.

 

Y luego el día de Pentecostés, sencillamente, apareció por primera vez de manera visible, pública, gozosa, la Iglesia, con un don del Espíritu Santo que inició su expansión en aquel momento. Desde el primer momento con incomprensiones: “Están borrachos”, decían unos. Poco después, estaban matando Esteban, apenas unos pocos años. Los perseguían. Tuvieron que dispersarse por Judea y por Samaría, hasta Antioquía llegaron, sur de Turquía, lo que es hoy Turquía. Y desde entonces, aquella vida nueva que Jesús ha dejado sembrada en la historia no cesa, a pesar de todos los pecados, a pesar de todas las miserias, de extenderse, de generar santidad, de generar una humanidad plena y verdadera.

 

Yo quisiera recordaros hoy dos rasgos que son inequívocos del Espíritu Santo, de la Presencia de Dios en nosotros. Porque hay muchos rasgos que pueden ser del Espíritu Santo; son del Espíritu Santo en muchos casos, pero también los puede uno interpretar de otras maneras. Por ejemplo, pongo un ejemplo muy sencillo y muy accesible a todos: un trabajo meticuloso, bien hecho, cuidadosamente hecho, se puede hacer por Dios, por la gracia de Dios, pero se puede hacer también por perfeccionismo. El tratar muy cariñosamente a las personas que se acercan a uno: claro que se puede hacer como participación en la vida de Dios y como participación en la caridad divina de Dios, pero también se puede hacer para que los demás me aprecien, o por ganarse el afecto de los hombres. En muchas de nuestras acciones cabe siempre, hay espacio, para esa ambigüedad.

 

Pero hay dos gestos que participan de tal naturaleza del Ser de Dios, que no tienen ambigüedad de ninguna clase. Uno es el perdón. “Quién puede perdonar los pecados -decían los que llevaban al paralítico- sino sólo Dios”. Y recordad que el Señor nos lo puso como mandato, pero es un mandato que, de nuevo, no podemos cumplir como el primer mandamiento: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas”. Sólo si Dios se me da primero, puedo amarLe con todas mis fuerzas. “Y a tu prójimo como a ti mismo”. Sólo si Dios se me da primero, desde Dios, puedo amar a mi prójimo. ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Siete veces?, (siete veces era ya en el mundo judío muchas veces). “No te digo siete veces, sino setenta veces siete”. Es decir, sin límite, sin condiciones. Sólo Dios ama así. Y el perdón es la forma en esta tierra de pobreza, y de mezquindad, y de pecado. Es una forma inequívoca del Amor de Dios. Amar a los enemigos sólo lo puede hacer Dios y aquellos que participan de la Vida divina. El perdón en la familia, en los lugares de trabajo, en la competición de la vida profesional y de la vida política. Sólo puede ser un signo Dios. Y sólo construiremos una humanidad buena y una sociedad sana y floreciente si somos capaces de un amor así. Si no, la afirmación de uno mismo, de un partido, de un grupo, de una clase social frente a las otras, siempre termina atomizando la sociedad y haciéndonos inútiles para florecer. Tierra árida, de nuevo. Es siempre Dios el que divide; es siempre Dios el que une.

 

El segundo rasgo: la comunión, la unidad. Pero no una unidad de intereses en la que nos unimos los católicos, por ejemplo, frente a los no católicos, o nos unimos frente a otros, o nos distinguimos y tratamos de afirmar nuestra unidad de grupo. O nos distinguimos los de la provincia de Granada de los de la provincia de Jaén, por decir un ejemplo que no es conflictivo. Una unidad que tiende, que nace de que participamos de la Vida divina. “Padre, yo te pido que sean uno como Tú  y yo somos uno”. Y el Señor lo puso como condición de que el mundo crea. “Que sean uno como Tú y yo somos uno para que el mundo crea que Tú me has enviado”. Donde hay unidad está Dios.

 

Y de nuevo, no se trata de la gran unidad de toda la humanidad. Un matrimonio que permanece unido está Dios. Unos padres y unos hijos que conservan la unidad está Dios. Lo decía un himno cristiano muy antiguo, que decía: “Donde hay caridad y amor allí está Dios”. Donde hay caridad y amor siempre está Dios, siempre. Entre hermanos, en la familia política, en la vida social, en la vida de vecindad, de barrio, de la misma casa. El cristiano es un creador de unidad; es un generador de unidad, de amor mutuo, y busca siempre aquello que puede hacer la unidad, y trata de evitar, alejándose incluso de ello cuando no es posible, aquello que divide, que separa.

 

Señor, envía tu Espíritu, manda tu Luz desde el Cielo, siembra en nosotros más y más tu Vida, para que nuestra humanidad florezca y seamos una bendición para aquellos que nos rodean.

 

Que así sea para todos nosotros; que así sea para toda la Iglesia de Dios.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

20 de mayo de 2018

S.I Catedral de Granada

Solemnidad de Pentecostés

 

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