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Agradecidos por ser hijos de Dios

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la Catedral en la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

Fecha: 27/05/2018


Queridísima Iglesia del Señor, porción del Pueblo santo de Dios que se reúne hoy aquí para celebrar la Eucaristía y la venida del Señor, Esposa amada de Jesucristo;

Sacerdotes, muy queridos concelebrantes;

saludo también a una asociación eucarística de Tenerife que estáis aquí celebrando con nosotros la Eucaristía;

saludo muy, muy especialmente, a la asociación de venezolanos que también ha querido hoy hacerse presente, no sólo por unirse a la celebración eucarística de la Catedral, sino también para suplicarnos a todos que pidamos por Venezuela, por su querido país. Porque muchos lo hacemos y tuve la ocasión de decirle yo a alguien el otro día que todos los días, cada noticia que nos llega nos produce el dolor inmenso de un pueblo sufriente, maltratado, con su dignidad herida profundamente por unos gobiernos que no respetan la dignidad de las personas, ni buscan el bien de los pueblos, si no sólo el poder. Y todo sufrimos con vosotros vuestro sufrimiento.

 

Lo cierto es que celebrar –hoy es la fiesta de la Santísima Trinidad, la Solemnidad de la Santísima Trinidad- con la que si se tiene en cuenta ese apéndice que la sigue que es el día del Corpus, especialmente en Granada, se concluyen las celebraciones de la obra redentora de Dios. Y el primer sentimiento que me viene a mi espontáneamente al celebrar este día es el sentimiento de una gratitud enorme por ser hijos de esta historia, de la historia de Dios. Por ser hijos de Dios, realmente. Ser hijos de la historia, al mismo tiempo, de la historia de amor más bella. En realidad, la única historia de amor de toda la historia humana, la que justifica, da sentido y hace que no sean absurdas o estúpidas todas las demás historias de amor o historias de sufrimiento.

 

Desde la Creación, desde los orígenes del mundo, el hombre ha tenido conciencia del misterio, de que la realidad era más grande de lo que nosotros medimos, o vemos, o calculamos, o nos hacemos idea. Y los hombres han imaginado a Dios de muchas formas distintas, a veces en el poder tremendo de algunos animales, a veces en cosas como la tormenta o los fenómenos celestes (a veces, en el sol como fuente de vida). De mil maneras nuestra imaginación trataba de dar forma a ese misterio que percibimos sólo con abrir los ojos.

 

En un momento de la historia, el Señor empezó a trabajar el corazón de una familia y de un pueblo, y lo fue educando. En esas imágenes de Dios con mucha frecuencia entraban sacrificios humanos, entraban cosas muy crueles, muy poco dignas de una verdadera representación de Dios. Y desde Abraham, Dios fue educando a un pueblo con signos, con prodigios, a pesar de muchas vicisitudes (la esclavitud de Egipto, y después de la esclavitud de Egipto, el exilio en Babilonia). Y con una paciencia exquisita Dios se fue revelando a ellos como un esposo enamorado, como un Dios lleno de amor y de misericordia por el destino de los hombres. En primer lugar, de aquel pueblo que Él eligió y en segundo lugar, de todos los hombres, preparando así el corazón de aquel pueblo para poder recibir al Hijo de Dios, que vino y mostró que aquel Dios era el Amor insuperable, el Amor infinito. En el don de su vida en la cruz, en el perdón concedido a aquellos que le estaban asesinando, Jesús revelaba el secreto de Dios y, al mismo tiempo, el secreto de toda la historia humana.

 

Pero Jesús, triunfador de la muerte, que se mostró a sus discípulos y a muchos otros en aquellos primeros días, después de su victoria sobre la muerte, tenía que regresar a su Padre, si no la Encarnación no hubiera sido de verdad; hubiera sido una obra de ficción, una “obra de teatro”, un revestirse de nuestro cuerpo pero de mentira. Y Él prometió el Espíritu Santo a los discípulos. Y prometió acompañarnos y quedarse con nosotros. Y Él, efectivamente, en su Pasión, sembró su Vida divina en nuestra humanidad. Y aquellos que le acogieron vieron cómo esa vida florecía y crecía en nosotros. La experiencia del Espíritu Santo fue reconocida primero en el Hijo de Dios, pero luego fue reconocida en los discípulos. Ellos reconocieron el Espíritu Santo, se les impuso como el cumplimiento de la promesa de Jesús; se les impuso a su experiencia, porque cosas que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo las hace cuando el Espíritu de Dios vive en nosotros.

 

Y señalo las dos cosas que a mi me parecen que son el signo vivo de esa Presencia del Espíritu de Dios en medio de su pueblo y en medio de muchos hombres también fuera de ese pueblo cristiano, pero, como la vocación humana, como en Cristo se ha desvelado y se ha descubierto al desvelarse el Misterio de Dios se ha desvelado también la vocación humana y el secreto de la vida humana.

 

En primer lugar, el amor; un amor sin límites, un amor que tiende a vencer barreras. Acabamos de celebrar Pentecostés. Y Pentecostés nos pode de manifiesto cómo el Espíritu de Dios rompía las fronteras. Los pueblos conocidos en aquel momento (partos, medos, elamitas, habitantes de Siria, de Cirene, de Libia, de Egipto, de Roma), todos los pueblos conocidos eran capaces de bendecir a Dios con una sola lengua, más importante que una sola lengua, con un solo corazón.

 

El Señor, la Presencia de Dios rompe fronteras, sin que ninguno dejemos de ser lo que somos, sin que ninguno dejemos de amar la patria, o la tierra o el lugar donde hemos nacido, pero sabiendo que esa patria o ese lugar no es la salvación, sino un regalo providencial de Dios. Nuestro amor tiende a ir más allá de nuestras fronteras siempre. A pesar de todas las miserias de la Iglesia, en ese amor, en esa unidad de aquellos que forman el cuerpo de Cristo, de aquellos que forman el pueblo de Dios, pueden los hombres reconocer que Dios está entre nosotros. En la Comunión, en definitiva, que es el modo de vida de la Iglesia. Una unión que no es de intereses. Una unión que no es utilitaria, sino una unión que nace de la certeza de que todos somos hijos de Dios y estamos llamados a vivir como hijos de Dios, y a respetarnos, y a querernos como hijos del mismo Padre.

 

Puesto que estamos en un mundo de pecado, el otro rasgo es el perdón. No son diferentes. Son los mismos, pero la Presencia de Dios en nosotros nos invita constantemente a perdonar como somos perdonados. En la oración del Padrenuestro, que no es mas que una gran súplica, “¡sálvame, sálvame, sálvanos Señor!, Padre nuestro (sálvanos), venga Tu Reino (sálvanos), danos el pan de cada día y el pan de la vida eterna (sálvanos). La única súplica “condicional” es: “Perdónanos de manera que nosotros también podamos perdonar”. El perdón que recibimos de Dios es la fuente de un corazón que ama tanto a los hermanos que es capaz de perdonar.

 

Mis queridos hermanos, pedimos que ese Dios, que es comunión de amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, viva en nosotros, more en nosotros, y que su Espíritu, el Espíritu del Hijo de Dios, nos permita vivir como hijos de Dios, seguros de que no hay  circunstancia ninguna en la vida capaz de destrozar nuestra esperanza ni nuestra alegría. Y al mismo tiempo que nos abra el corazón para ser un corazón que sea de verdad imagen de Dios. Somos por creación imagen y semejanza de Dios, pero sólo cuando vivimos con el Espíritu de Dios y nos dejamos penetrar e invadir del Espíritu de Dios, entonces somos plenamente imagen y semejanza de Dios: quien nos ve y quien se acerca a nosotros puede reconocer al Dios verdadero, al Dios que es Amor, al único Dios que es capaz de explicar también las exigencias de amor y la necesidad de amor que tiene el corazón humano.

 

Mis queridos amigos venezolanos, hermanos míos, el hecho de que estéis aquí es un signo precioso de una hermandad y de un afecto grande. Yo doy gracias a Dios porque hayáis querido venir. Y doy gracias a Dios por poder pedir con vosotros y hacer público en la Iglesia de Granada esa llamada a la oración por vuestro pueblo y que sepa afrontar una situación verdaderamente casi de persecución. Es tremendo. En el Antiguo Testamento se habla de los gobernantes como pastores de los pueblos, están llamados a cuidar de sus pueblos. Cuando unos gobernantes, en vez de cuidar a sus pueblos, los explotan, los maltratan, los empobrecen es sorprendente la gran paradoja. Venezuela es uno de los países más ricos del mundo, y sin embargo el pueblo de Venezuela tiene que vivir en estos momentos prácticamente en la miseria, sin algunos de los bienes mas necesarios, medicinas, alimentos elementales, sólo por el capricho y el abuso de poder de unos gobernantes indignos; indignos de ese pueblo tan precioso, que es hermano nuestro y que participa, además, de la misma fe.

 

Sois al mismo tiempo una advertencia para todos; para todos los pueblos de América Latina y para otros pueblos de Europa, porque en un mundo donde se pierde el horizonte de Dios es tan fácil que crezcan formas tiránicas y verdaderamente absolutistas y totalitarias de poder, que abusan sencillamente de la dignidad de los hombres y de la vida de los pueblos, que, a lo mejor, en el designio de Dios, ese sufrimiento vuestro sirve para abrir los ojos a lo que es un mundo donde el poder se convierte en lo único importante, y cómo eso no sólo empobrece, destruye a los pueblos.

 

Que el Señor nos abra los ojos también a los demás; nos abra los ojos a todos con vosotros; y que sepamos mantenernos firmes en la oración.

 

Que no decaiga vuestra fe. Que no decaiga vuestra esperanza. Que no decaiga vuestra lucha por la dignidad y la libertad de vuestro pueblo. Por eso, podéis contar con nuestra oración y con la ayuda que podamos prestaros de afecto, de amistad, de comunión, que es lo que los cristianos podemos ofrecer siempre a todos los hombres.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

27 de mayo de 2018

S. I Catedral

Solemnidad Santísima Trinidad

 

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