Homilía en la Eucaristía del jueves del Corpus Christi en la Catedral, concelebrada con el clero diocesano. Tras la Santa Misa, procesión por las calles de Granada con el Santísimo Sacramento en su Custodia catedralicia.
Fecha: 31/05/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios (reunido hoy en Granada para celebrar el día más grande en nuestra vida como Iglesia, y de nuestra vida como ciudad);
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
muy queridos niños y niñas de
Primera Comunión, que también os unís de una manera especial a esta fiesta, que
es vuestra fiesta más que de nadie;
queridos hermanos y amigos todos;
excelentísimas autoridades que nos
acompañáis en este día también, tan hermoso, y que, después de las lluvias que
nos han precedido, hoy nos ha regalado el Señor un día espléndido como
corresponde al día del Señor en Granada;
Como reflexión para vivir mejor este
momento, también en el momento de la historia del mundo y de nuestra patria que
estamos viviendo, hay como dos lógicas, como dos formas de relacionarse con la
vida, con las cosas; dos formas de relacionarse unos con otros, que se
contraponen o se entremezclan muchas veces. Una es la lógica del poder. La
lógica del interés propio. Y la otra es –si me permitís, voy a decirlo con la
palabra cristiana que es la que lo expresa verdaderamente bien-, la lógica del
sacramento, es la lógica de la gratuidad, es la lógica del servicio, es la
lógica de la entrega mutua, es la lógica del Evangelio cuando dice el Señor “el
que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el servidor y el último de
todos”; es la lógica de la Eucaristía, que celebramos hoy, no por rutina, no porque
estar juntos es bonito (que lo es –y muchísimo-, y lo necesitamos –y muchísimo-),
sino, sencillamente, porque es para lo que Dios nos ha creado, para constituir
familias, pueblos, realidades humanas de comunión unos con otros.
La lógica del poder es una lógica
destructiva. Destruye a los demás porque uno se vea obligado a lo que el Papa llama
“auto referencialidad”, es decir, afirmarse a sí mismo negando a los otros; afirmarse
a sí mismo por encima de los otros, en contra de los otros muchas veces. Eso
genera resentimientos, odios. Eso da lugar también a toda clase de mentiras,
porque nunca puede ser verdad que yo tenga siempre la razón, que yo sea el
mejor, que yo busque más que nadie el bien común. Pero, al final, no sólo
destruye a los otros. Fijaros, es la lógica que ha regido todas las guerras,
quizás desde la guerra de Secesión americana y después, ciertamente, las dos
grandes guerras que asolaron el mundo en la primera mitad del siglo XX, y las
otras guerras que no dejado de haber por diversas partes del mundo, en diversos
lugares, en la segunda mitad del siglo XX, y los nubarrones que se ciernen
sobre el mundo constantemente también en estos comienzos del siglo XXI. Es una
lógica en la que uno se afirma a sí mismo haciendo daño a los demás, conquistando,
venciendo, a los demás, derrotando a los demás, eliminando a los demás.
Pero lo más dramático de esa lógica
es que nos derrota, nos daña, nos destruye a nosotros mismos. Destruye a los
otros, pero destruye también a quienes la ejercitan. Tiene un efecto
“boomerang” terrible. Sólo la segunda lógica, sólo la lógica de la Eucaristía,
del Sacramento; sólo la lógica que nace del Señor, que amó tanto al mundo que
entregó a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él; sólo la lógica
del amor da lugar a un mundo humano. La del poder es siempre destructiva. La
del amor construye siempre. Y es verdad que el amor no tiene signos fuertes de
poder y parece que está condenado siempre a ser derrotado. Pero, al final es el
amor el que vence. Es el amor el que construye nuestros corazones, nuestras vidas,
nuestras personas, nuestra ciudad, nuestra sociedad. Es la permanencia del
amor, muchas veces anónimo, oculto, silencioso, que no ocupa casi nunca, o
nunca, las primeras noticias de los medios de comunicación, el que hace que
nuestra sociedad sea vivible. Una
sociedad que estuviera explícitamente regida por el poder, y nada más que por
el poder, y cuyas relaciones fueran sólo de poder, sería una sociedad
insoportable para los mismos que la componen. Algo de eso ya hay. Cuando nuestras
sociedades tienen el problema de comunicación de la vida y de don de la vida,
tienen el problema de que no nacen niños, en la raíz más honda no está sólo el
egoísmo, o las dificultades obvias de llevar una vida familiar en el mundo que
hemos construido, hay también un desamor a la vida, una forma de suicidio semiconsciente,
colectivo, porque uno dice “para vivir con esta esclavitud realmente qué don le
deja uno a los que vienen detrás de nosotros”. Si toda la tarea de su vida es
producir y consumir, si todo lo que tienen que hacer en su vida es tratar de
ganar dinero acosta de lo que sea, acosta de sobrevivir, o para lo que se llama
vivir bien, que nunca sabe uno lo que es.
Sólo la lógica sobrenatural del sacramento
es plenamente humana. Sólo la lógica de Dios, del Dios que es Amor, no del Dios
que es poder, del Dios que es Amor, del Dios que entrega a su Hijo por
nosotros, del Dios que se da, es capaz de explicar lo más hondo que hay en
nuestro corazón y es capaz de dar sentido a la tarea de vivir, a la tarea de
fundar una familia, a la tarea de anhelar, con todas las dificultades que pueda
haber, un amor entre hombre y mujer que permanezca hasta la muerte, un amor de
padres a hijos, un amor de hermanos, una sociedad de hermanos y de amigos.
Estas dos lógicas existen en el
mundo sin duda ninguna, y las vemos con nuestros ojos, a todas horas. Las
podemos distinguir. Vemos sus efectos destructivos. A veces miramos para otro
lado. Tratamos de no pensar en ello. Pero sabemos en el fondo de nuestro
corazón que sólo cuando abrimos nuestro corazón al amor somos verdaderamente
nosotros mismos. Y que sólo podremos ser nosotros mismo plenamente cuando
abrimos nuestro corazón a la gracia, al amor que Dios nos da, a la misericordia
infinita que Dios nos da.
Pero estas dos sociedades, estas dos
lógicas, estas dos formas de vivir se “infiltran”, existen también dentro de la
Iglesia y nos hacen daño, mucho daño. O bien porque vinculamos nuestra vida
cristiana a una determinada posición política, lo cual es suicida para quien
tiene que ser, como el pueblo cristiano, testigo ante todo, de la Primacía de
Cristo y del Amor de Cristo. Y se mete en nuestras realidades eclesiales, basta
que nos movamos por intereses, basta que cultivemos nuestros intereses, que nos
afirmemos a nosotros mismos frente a los demás. Me da lo mismo que sean
cofradías, comunidades, grupos cristianos, estructuras de cualquier tipo en la
Iglesia. Nos daña. Daña.
Decían los Padres de nuestra fe, los
cristianos de los primeros siglos, la Eucaristía está hecha de granos de trigo
de muchas partes, diferentes todos ellos, unidos en el Cuerpo de Cristo. Y la
Iglesia está hecha de personas, de realidades distintas, cuya característica si
somos cristianos, si podemos decirnos cristianos sin mentir, ha de ser buscar -lo
dice San Pablo- “el bien los unos de los otros, considerad a los demás mejores
que vosotros mismos”. Es lo mismo que decía el Señor: “El que quiera ser el primero
que se haga el último”. Y todo lo demás son concesiones al espíritu del mundo que
hieren y envenenan nuestro corazón y nuestra vida cristiana. Cuánto daño hace
que un grupo hable mal de otros grupos; que una parroquia considere su
parroquia por encima de otras; que una realidad eclesial se sienta superior a
las demás y las desprecie, o trate de manipularlas para sus intereses y para su
servicio.
Mis queridos hermanos, somos hijos
de un Dios que es Amor. Somos hermanos del Hijo de Dios que ha entregado Su Vida
por la vida de nosotros que ninguno la merecemos; ha derramado Su Sangre para
que nosotros vivamos. Somos miembros de un cuerpo, distintos -gracias a Dios-.
El Amor de Dios es creativo. La gracia es siempre extraordinariamente
imaginativa y rica, como distintos son los miembros del cuerpo. Pero todos,
todos, si estamos en el cuerpo, es para el bien del cuerpo entero. Todos, todos
los cristianos que formamos una sociedad tenemos que vivir para el bien de esa
sociedad, para el bien común. Qué concepto más perdido, abandonado en nuestro lenguaje
social y en nuestro lenguaje político, porque es un lenguaje que sólo se
aprende aquí, aunque parezca un lenguaje al alcance de todo el mundo. Como la
palabra “amor”. También parece al alcance de todo el mundo. Como la “solidaridad”
parece al alcance de todo el mundo. El amor de los esposos parece una cosa
natural al alcance de todo el mundo. La vida humana sólo es plenamente humana
gracias a Cristo, no perdamos ese tesoro. Sacar a las calles de nuestra ciudad
el Sacramento de la Eucaristía es un confesión de fe, pero es la confesión de
fe de que la meta en nuestra vida a la luz de Ti, Señor. Es el amor a todos. Y
el perdón. Y el deseo del bien para todos.
Mis queridos hermanos, qué día tan
precioso, para dar gracias como la damos en cada Eucaristía, por Cristo nuestro
Señor, que nos ha abierto ese horizonte; que nos hace posible, por una vez y
por única vez en la historia, salir de la tragedia. Sólo en Cristo la humanidad
tiene la posibilidad de vivir una humanidad plena. Torpe, llena de pecados, con
miserias, con todas nuestras pequeñeces, con caídas por las pasiones una y otra
vez, pero bañada en la infinita misericordia que regenera el corazón y que permite
anhelar para todos la vida eterna. Sólo Cristo nos hace posible salir de la tragedia
de vivir, o del olvido, distraído sencillamente, que, como no resiste la
tragedia de pensar, uno vive como si la vida fuera un circo permanente. Pero
uno sabe que eso es vivir en la mentira. Eso lo sabemos todos por dentro. Sólo
Cristo nos permite vivir una vida de hermanos. Sólo Cristo nos permite vivir la
vida humana, la vida que consideramos muchas veces –equivocadamente- natural,
razonable, buena.
Mis queridos hermanos, que seamos conscientes
de lo que hacemos esta mañana, llenos de gratitud al Señor porque nos ha abierto
el horizonte de la vida verdadera, en todas las dimensiones de la vida, desde
la vida esponsal hasta la vida política. En todas las dimensiones de la vida, Cristo
nos abre el horizonte de la humanidad plena. Y Le pidamos al Señor que no
seamos demasiado indignos (lo somos, seguramente lo seguiremos siendo) de una
gracia tan grande como la que hemos recibido. Es el secreto de la esperanza del
mundo. No lo tiremos por la calle, no lo malgastemos, no los despreciemos,
porque es lo más grande que hemos recibido y es la única esperanza que podemos
transmitir a un mundo que necesita esas dos cosas como el aire para respirar.
Mucho más grave que el problema de la contaminación de nuestros campos, de
nuestras ciudades, de nuestros ambientes, es la desesperanza y el desamor que
se han implantado en nuestro mundo. A eso hay que ofrecer una resistencia
férrea. Y no la haremos nosotros solos por nuestra “cara bonita”, ni por
nuestra fuerza de voluntad. Sólo la haremos si acogemos el don del amor sin
límites de Cristo.
Cantemos al Amor de los amores con
toda la conciencia de que ese canto no es un canto folclórico, sino cargado de
consecuencias para nuestras vidas.
Que así sea para vosotros, para
nuestra Iglesia; que así sea, para nuestra sociedad, para nuestra querida Granada,
para nuestro mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
31 de mayo de 2018
S.I Catedral de Granada
Eucaristía en el jueves del Corpus
Christi