Homilía en la Misa de Solemnidad del Corpus Christi en la Abadía del Sacromonte, con el Cabildo sacromontano y la participación del pueblo cristiano
Fecha: 03/06/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, por quien Él ha entregado su vida y derramado su sangre, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes, miembros del Cabildo de la Abadía;
querida Hermandad;
queridos hermanos y amigos todos (saludo
especialmente a las niñas de Primera Comunión, que es vuestra fiesta de un modo
especial, el Día del Corpus):
Lo que celebramos es obvio: es el
amor infinito de Dios. Un amor que según la promesa del Señor, las últimas
palabras de Jesús en el Evangelio: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo”. Y es cierto. El ser cristiano no es el hacer una serie de
prácticas para contentar a Dios. Tampoco consiste en vivir según unos principios
morales, aunque sin duda la experiencia del encuentro con Jesucristo y con el
amor de Jesucristo cambia la vida, y hace que surja un modo de vida, y un modo
de mirar, y un modo de tratar, y un modo de relacionarse con las personas y con
las cosas y con el futuro y con el pasado y con todo, que sea distinto. Y ésa
es la moralidad cristiana. Pero no son una serie de reglas. Son las
consecuencias de haber encontrado un amor, presente, que sostiene nuestras
vidas y cambia nuestro corazón, y lo ilumina, y lo llena de gozo y de
esperanza, siempre.
Decía que el Corpus es una forma de
celebrar la promesa, la fidelidad del Señor a su promesa: “Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Quisiera justamente recordar
que esa promesa de Jesús se cumple de tres maneras diferentes. Y no sólo las
tres son importantes, sino que las tres son inseparables, y si se separan,
perdemos la experiencia de Cristo, perdemos esa gracia, ese don precioso, ese
regalo inmenso que es la vida del Espíritu que hace brotar en nosotros esa
mirada nueva, esa vida nueva, ese corazón nuevo, fruto de la alianza que el
Señor ha establecido con nosotros.
La primera de esas formas es la Palabra
de Dios. La Escritura es la épica de todas las épicas. Es una historia épica
porque es la historia de Dios y de las hazañas de Dios. Ni “La Odisea”, ni “La
Ilíada”, ni “La Eneida”, ni las grandes épicas que trataban de imitar a las
épicas griegas en el Renacimiento, tienen punto de comparación con esa historia
del amor de Dios por los hombres, que nos testimonia -en el lenguaje de los
pueblos que nos transmitieron, en primer lugar las sagas de sus antepasados, y
después las historias de los reyes, y después las palabras de unos profetas
que, en lugar de agradar siempre a los reyes (como hacían los profetas
profesionales), hablaban en nombre de Dios verdaderamente, y tenían libertad
(aquella libertad que les costó a más de uno la cárcel, o la prisión, o el
desprecio, o la persecución, en algún caso la vida misma)-. Y sobre todo, esa
gran historia de amor, que es la Encarnación del Hijo de Dios, que también
culmina humanamente, según las miradas del mundo culmina en un fracaso. Pero
ese fracaso, que es la cruz, coincide con el triunfo supremo y la revelación
suprema del amor de Dios.
La Escritura es esencial para
nuestra fe. Si no fuera por la Escritura, tampoco entenderíamos las lecturas de
hoy –por ejemplo- nos cuentan la alianza del Monte Sinaí, por obra de Moisés;
la promesa de una nueva alianza, que la Carta a los hebreos ve realizada en el
sacrificio de Cristo y el Señor en la Última Cena explicando que lo que va a
suceder al día siguiente es justamente esa nueva alianza del Cordero verdadero
(no del cordero de los símbolos, que sacrificaban los judíos): Él es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo. Él es el Hijo de Dios que entrega su
vida, para que nosotros, pobres criaturas, vivamos en la libertad gloriosa de
los hijos de Dios. Él es el Amor sin límite que siembra en nuestra pobre carne
de criaturas el Espíritu de Dios y se queda para acompañarnos a lo largo de
nuestra vida, de la vida personal de cada uno y de la vida de la historia
humana, para poder comunicar a los hombres la misericordia de Dios, el perdón
de los pecados, la vida nueva de los hijos de Dios, y hacer de todos nosotros
un pueblo precioso, un pueblo de santos. No de santos porque no haya defectos
morales entre nosotros, sino de santos porque vivimos gracias a la vida del
Santo que se nos da una y otra vez y que está en medio de nosotros.
Sería muy difícil explicar, por
ejemplo, la adoración a la Custodia, que estabais haciendo vosotros cuando he
llegado. Si no tuviéramos esas palabras de la Escritura que nos ayudan a
entender lo que sucede en la Eucaristía, lo que sucede en los Sacramentos, que
es la actualización de esa historia. Por lo tanto, sin Palabra de Dios, no hay
Iglesia. Están muy bien todas las devociones. Están muy bien todas las formas
de culto al Señor. Y el Espíritu no cesa de suscitar en la imaginación de los
hombres formas de ese culto. Pero la Palabra de Dios es imprescindible, para
poder vivir como pueblo de Dios, como hijos de Dios; para poder comprender
quién es Dios para nosotros; que es verdad que Dios es Amor y quiénes somos
nosotros: llamados a ser hijos de Dios, llamados a participar de la vida
divina.
La segunda forma de Presencia,
inseparable de la Escritura, son los Sacramentos, que no son actos de culto que
nosotros hacemos por Dios. Son siempre formas de actualizar la obra redentora
de Cristo. Por lo tanto, son acciones de Cristo, dones de Cristo, regalos que
el Señor nos hace. Y el más grande de todos, el centro de todo, la Eucaristía.
Si queréis, el Bautismo, Confirmación y Eucaristía, que forman casi una unidad.
Pero el culmen, la fuente –dice el Concilio, recogiendo palabras de los Padres-
es la Eucaristía. En cada Eucaristía se celebra todo el Misterio de Cristo; se
celebra la Encarnación: el Hijo de Dios que viene a nuestra carne. Se invoca el
Espíritu Santo, que fue el que fecundó las entrañas santísimas de la Virgen, y
fecunda el pan y el vino, y le da una vida nueva, la vida del Hijo de Dios.
Celebramos su muerte en el cuerpo que se rompe. ¿Por qué rompe siempre el
sacerdote la Sagrada Forma? ¿Por qué arroja un trocito de esa Forma en el
cáliz? En el mundo hebreo, una forma de referirse a los sacrificios era decir
“mezclaron la carne con la sangre” (cuando se sacrifica un animal, la carne y
la sangre se mezclan todas). Entonces, el sacerdote mezcla un trocito del pan
consagrado siempre en el cáliz en memoria del sacrificio cruento de la cruz. Y
el don del Espíritu Santo que se nos da en la Comunión. A quien recibimos es el
Cuerpo de Cristo, pero el Cuerpo de Cristo viene a nosotros justamente para
comunicarnos su Espíritu, la vida del Hijo de Dios y hacer de cada uno de nosotros
miembros de Cristo, hijos de Dios, que viven por el Espíritu de Dios y según el
Espíritu de Dios. Es un regalo tan magnífico, tan sobrecogedor, tan tremendo, que
apenas es uno –cuando lo piensa- capaz de soportarlo. Es demasiado grande
pensar que Dios pueda desearnos, hasta tal punto de hacerse una cosa con
nosotros. Es un regalo inefable. Es algo inimaginable para el pensamiento, para
la mirada humana.
Es algo que podría hacer levantar
nuestros corazones de gozo. Y ésa sería la vida de un cristiano. ¿Qué es la
vida de un cristiano? La vida de alguien tan alegre, tan feliz de que el Señor
ha salido a su encuentro y ha querido venir a habitar en nosotros que no puede
vivir mas que en la acción de gracias. Y eso es lo que significa
eucaristía.
Y la tercera forma –las tres son
inseparables: no se puede separar la Palabra de la Eucaristía, o de los Sacramentos
si queréis, y los Sacramentos de la Palabra-, en definitiva, es que el Señor
viene a nuestro altar, a nuestras personas. Lo que Él desea no es estar encima
del altar y que nosotros Le alabemos, y Le cantemos, y Le bendigamos. Lo que Él
desea es estar en nuestra vida, ser uno con nosotros, vivir en nosotros;
hacerse uno con nosotros de tal manera que nosotros seamos parte suya y Él sea
parte nuestra. Para eso hemos nacido y para eso hemos sido creados.
Y eso significa que la tercera forma
de la Presencia del Señor es el pueblo cristiano. En el pueblo cristiano el
mundo debería poder reconocer esos hijos libres de Dios que la Eucaristía viene
a hacer; que el Bautismo viene a hacer; que la Palabra de Dios genera una y
otra vez. Un pueblo de santos. ¿Porque no tenemos defectos? No. ¿Porque no
tenemos pecados? No. Entonces, ¿qué significa santos? Significa que el Señor
está con nosotros. Y que está para siempre. En Teología, se dice que el
Bautismo “imprime carácter”. ¿Qué significa eso? Que el Señor no nos va a
abandonar nunca. Que esa marca que el Señor pone en nuestra vida no nos va a
faltar nunca. Nosotros podemos alejarnos de Dios y darle la espalda, pero Dios
no nos la va a dar nunca. Porque Dios cuando dice “te quiero” es para toda la
eternidad. Y lo ha dicho. Nos lo ha dicho a cada uno de nosotros en la cruz.
Y la Confirmación no es que yo
confirmo que voy a ser muy bueno de ahora en adelante, ahora que voy empezando
a ser mayor. No. La Confirmación es que Dios confirma, en una edad en la que yo
ya puedo darme cuenta de lo que significa ser querido con un amor eterno. El
Señor confirma la alianza nueva y eterna que hizo con cada uno de nosotros en
el calvario. Es su Amor el que se confirma. Es su regalo de su vida de Hijo de
Dios, de su Espíritu de Hijo de Dios, el que se confirma, para cada uno de
nosotros. Y en la Comunión se consuma esa alianza, hasta el punto de hacerse el
Señor con nosotros. Eso es para que nosotros podamos ser un pueblo.
En el mundo en el que estamos, tan
confuso, tan convulso, tan mentiroso, tan falso también… en ese mundo, el
pueblo cristiano está llamado a ser –como decían los primeros cristianos- una
bandera, una señal de que es posible vivir de otra forma; un signo, una luz en
medio de la noche, no porque nosotros seamos perfectos, sino porque somos
testigos de un amor que no pasa. Somos objeto y beneficiarios, y tenemos la experiencia
de un amor que es siempre capaz de regenerar nuestro corazón por muy hondo que
hayamos caído, por muy pobre que seamos. Dios no nos abandona. Dios está con
nosotros. Dios está aquí. Pero “aquí” no es sólo sobre el altar, es en cada uno
de nosotros, y haciendo de nosotros un cuerpo, un pueblo unido, cuya única ley
es el amor, el deseo de vivir los unos para los otros, de ayudarnos los unos a
los otros, de tendernos la mano los unos a los otros. Eso es un pueblo
cristiano.
Mis queridos hermanos, cuando
hagamos la pequeña procesión del Corpus, que seamos conscientes de toda esa
riqueza de la que somos portadores cuando exponemos o sacamos fuera de la
iglesia al Señor. Pienso muchas veces: el Corpus es todos los días; cuando cada
uno de nosotros ha salido de la Eucaristía, tú eres un sagrario y llevas al
Señor contigo, va Cristo contigo. Tú eres el rostro, y el cuerpo, y la
humanidad de Cristo en ese momento. Hacer apostolado no es convencer a nadie
para que se haga cristiano. Hacer apostolado es vivir con la libertad de los
hijos de Dios en medio de este mundo. No hay manera más bonita, más bella y más
plenamente humana de vivir que la que se vive cuando recibimos al Señor en
nosotros mismos.
Que el Señor os conceda ese don más
y más cada día; que nos conceda a cada uno de nosotros ser miembros más vivos,
más gozosos, más alegres, más agradecidos de ese Cuerpo de Cristo, que
veneramos hoy sobre el altar.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de junio de 2018
Abadía del Sacromonte
Solemnidad del Corpus Christi