Homilía en la Eucaristía del llamado “Corpus chico” en la parroquia de Santa María de la Encarnación (Alhambra). Posteriormente, tuvo lugar la procesión con el Santísimo Sacramento por el recinto alhambreño, con la Hermandad y fieles.
Fecha: 10/06/2018
Es un regalo y un privilegio poder
acompañaros en este domingo, en el que hacemos conmemoración, después de la
Eucaristía del domingo, lo que el Corpus representa en nuestra querida Granada,
también en este precioso y único lugar que es Santa María de la Alhambra.
Sois vosotros privilegiados de
cuidar y mantener la vida cristiana en un lugar como éste, abierto a todos los
vientos del mundo, signo del Dios que es Amor y que renace en nuestra historia
con el retorno del cristianismo a Granada, en la escuela de esa sobrecogedora y
bellísima imagen de Santa María de las Angustias de la Alhambra, donde todos
aprendemos, porque el amor no es una cosa que se pueda dar por sabia como
tercero de matemáticas: el amor es algo que uno tiene que estar aprendiéndolo
todos los días, y uno tiene que ir a la escuela todos los días, y uno tiene que
dejarse enseñar (…). Hay un himno latino precioso que se llama Iesus dulcis
memoria, que en un momento dice: “Sólo el que tiene experiencia puede comunicar
–hablando de cómo el amor de Cristo es inefable- qué es querer a Jesús”. Por lo
tanto, a la hora de pensar en esa escuela de amor no se trata de leer libros
sobre el amor: se trata de mirar a quienes saben amar.
Yo creo que la razón por la que la
Iglesia propone a los santos es justamente porque son maestros en el arte de
amar, en el arte de perdonar, en el arte de dejarse querer, que a veces es
también muy difícil (y a lo mejor, de dejarse querer por quien no te quiere bien
y te busca por intereses, tantas veces en la vida). Pero el cristianismo
introduce y siembra en nuestra historia con la Encarnación del Hijo de Dios un
amor más fuerte que la muerte. Y ser cristianos es haber conocido ese Amor,
participar en él y dejarse arrastrar por esa invencible corriente de amor que
es la única esperanza de la historia humana, de la historia personal de cada
uno, que sólo adquiere protagonismo verdadero y valor en el sentido más pleno y
hondo de la palabra cuando es una historia de amor. Pero también en nuestras
historias colectivas: en las familias, en los barrios, en los lugares de
trabajo, en las ciudades, en los estados… San Juan Pablo II solía decir que nuestras
sociedades no sólo necesitan justicia social; necesitan esa Presencia del amor
social, que es lo único que hace una sociedad plenamente humana.
En ese sentido, celebrar el Corpus
es celebrar la presencia indeleble, fiel, constante, del amor de Cristo, del
amor de Dios hacia nosotros. Los textos de la liturgia de hoy son todos ellos
muy ricos (…). Sólo explicar que la blasfemia contra el Espíritu Santo no
significa otra cosa que la libertad que se niega a ser amada, que se niega a
reconocer en los signos por los que Dios nos seduce, nos invita, nos llama al
abismo de su Amor, cerrarse a ellos y no querer verlos. Y Dios no puede nada. No
es que Dios no perdone porque hay un tipo de pecado que Dios no es capaz de
perdonar. Es que Dios ha creado al hombre de tal manera que si el hombre dice
que no, Dios se ha hecho de tal manera siervo del bien del hombre que Dios se
arrodilla a su lado, le suplicará, estará ahí fielmente, seguirá tratando de
protegerlo, pero no tiene poder para destruir la libertad humana. Ha querido
librarse a Sí mismo de ese poder y no actúa contra la libertad humana.
Cada uno de los varios episodios que
tiene el Evangelio y lo mismo la Carta de San Pablo -“Creí, por eso hablé”, o
“Los sufrimientos de esta vida no valen nada comparado con la gloria que nos
espera”- son frases en las que uno podría quedarse “como los garbanzos en
remojo” y dejarse enseñar por ellas horas, días y a lo largo de la vida.
(…) Vamos a sacar al Señor de aquí a
un rato. Y quisiera hacer un observación, y precisamente en este lugar. Todos,
seguramente, habéis sentido vértigo alguna vez. Y cuando digo vértigo no me
refiero a lo que los médicos llaman vértigos (…), sino al vértigo verdadero de
verse uno al borde de un abismo cuyo fondo no ve (…). Yo recuerdo siempre un
pasaje del Antiguo Testamento que dice: “El universo entero es como una mota de
polvo en la mano del Señor”. Yo quisiera que sintiéramos algo vértigo alguna
vez pensando en Dios, pero no para aterrarnos, sino vértigo pensando en el Amor
de Dios. Si el amor humano cuando es verdadero (y muchas veces cuando es falso)
puede hacernos perder la cabeza, qué puede ser un amor en el que el universo
entero y esas distancias que nos hace extraviarnos en la mente (no somos
capaces de calcular lo que son cien millones de años luz, es decir, no tiene
nuestra mente capacidad imaginativa para representárselo visiblemente, en
imágenes)… qué será un amor del que todos los amores de la historia son nada
más una pequeña participación, que será un amor infinito verdaderamente, un
amor en el que el universo entero es una mota de polvo al lado de la infinitud
de ese amor. Qué vértigo. Qué asombro. Qué asombro que el Dios creador (…), que
todo lo que existe (…), todo lo que es participa del Ser de Dios. Ahí hay un
vértigo inmenso. Nosotros existimos, vivimos, nos movemos en Dios. No somos
fuera de Dios y Dios no es fuera de nosotros. (…) Dios no es un ser muy poderoso
que está fuera del mundo. El mundo entero existe en Ti, Señor.
Y Tú has querido hacerte pequeño,
uno de nosotros (…), has querido experimentar nuestra vida y nuestra miseria.
(…) Imaginarnos el amor del Dios verdadero, el amor por mi, que ni siquiera soy
capaz de sostenerme en el amor a mí mismo, que me desprecio muchas veces, basta
que abra un poco los ojos… El Corpus pone un marco al Sacramento de la
Eucaristía, pero eso tiene el peligro de que al enmarcarlo pensamos que no hay
sitio para el vértigo. Por eso, quiero subrayaros la inmensidad y abriros el
horizonte de un Dios que sólo porque es así merece ser creído. El Dios que nos
imaginamos no merece fe. (…) Si tuviéramos los ojos de la fe, si pudiéramos ver
las cosas con otra mirada que no sea la nuestra, tan pequeña, veríamos que
junto a ese miserable está arrodillado Dios y está arrodillada la Virgen,
queriendo, suplicando, que su corazón se abra al Misterio del Amor que para Dios
es su Ser. Ése es el Dios que merece la pena creer en Él. Pero, para nosotros,
es inimaginable (…). Es la paradoja total y la Majestad total. (…)
Señor, que cuando te saquemos, seamos
conscientes de que vivimos al borde de ese abismo. Un literato francés que el
Papa cita con alguna frecuencia, Leon Bloy, de finales del siglo XIX y comienzos
del XX, decía en algún momento que esas distancias siderales y de millones de
años de luz que a nosotros nos da vértigo pensar –dice- “a la vista de los
ángeles son como un bloque de granito”. Es decir, nosotros somos tan pequeños
que nos parece que es una cosa inmensa y unas distancias inmensas. A la mirada
de alguien que tuviera otro tipo de mirada y que un hombre pueda imaginársela
como se lo imaginó León Bloy, dice: “Las estrellas están tan unidas como las
partículas de un bloque de granito”. Caer en la cuenta de que hablar del Amor
de Dios tendría que hacerme temblar, tendría que darme vértigo, tendría que
suscitarme un asombro verdaderamente sobrecogedor. Y que Dios haya querido
humillarse, y se siga queriendo humillar en cada uno de nosotros con un amor
sin límites, ése es el vértigo de la mente, y del corazón, y de la vida. Que
nunca nos falte. Que nunca nos falte porque sólo ese vértigo nos dice que de
alguna manera estamos ante el Dios verdadero. Cuando falta el vértigo, cuando
no hay lugar para el asombro, cuando nos creemos que lo tenemos todo enmarcado,
delimitado y controlado, no es Dios. Y no es extraño que los hombres se alejen
de ese Dios. Un axioma de san Anselmo de Canterbury al principio de la Edad
Media decía: “Si comprendes, no es Dios”; si has comprendido, no es Dios.
(…)
Si lo pensáis un poquito, ese abismo
al que nos asomamos (al que digo que nos asomamos cuando nos asomamos a Dios)
también está cuando nos asomamos a nuestro ser. También nuestro ser es un
abismo que da vértigo. Porque somos imagen y semejanza de Dios.
Señor, que nunca nos falte en la
vida espacio para ese asombro o para ese vértigo. Y que al sacar al Señor en
esta mañana nos demos cuenta de que estamos, como un neurocirujano, tocando
algo que a uno le daría pánico tocar.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de junio de 2018
Parroquia de Santa María de la
Encarnación (Santa María de la Alhambra)