Homilía de Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía de Ordenaciones diaconales de dos seminaristas del Seminario Mayor “San Cecilio”, en el XIII Domingo del T. O, en la S.I Catedral.
Fecha: 01/07/2018
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, porción del Pueblo santo de Dios, que, por la
misericordia y de la gracia incomprensible del Señor, ha sido confiada a mis
manos de pobre pastor, pero que os quiere con toda el alma, y que no teme, si
tiene que actuar –si es por bien de la Iglesia-, a nada, no por mis fuerzas,
que soy un pobre hombre, sino por la fuerzas de nuestro Señor Jesucristo, que
os ama como celebramos cada Viernes Santo y yo trato de amaros de la misma
manera;
muy queridos sacerdotes que estáis
concelebrando;
queridos Alejandro y David;
queridos fieles cristianos que los
acompañáis, en primer lugar vuestros padres y familiares, pero también muchos
fieles cristianos de las parroquias, de las que venís: Maracena y Otura, que
son parroquias donde ha nacido vuestra vocación, vuestro conocimiento del Señor.
Sé que hay gente que ha venido de Ventorros y de Órgiva, y de muchos otros
sitios. Lo mismo que los sacerdotes, tenemos aquí casi un tercio del
presbiterio para acompañaros en este momento, para dar gracias a Dios en este
momento; para unirnos a vuestra gratitud y a vuestra alegría:
La monición de entrada decía al
principio que es una fiesta para toda la Iglesia diocesana, para la Iglesia
universal. Cada sí –y eso vale para vosotros, y para todos nosotros, y es bueno
que lo aprendamos-, el sí más pequeño que le decimos a Dios, con verdad, desde
nuestro corazón, en el lugar más escondido de una Iglesia perdida en un
pueblecillo, o de nuestra alcoba, tiene una repercusión en el mundo entero,
hace crecer la Iglesia, aunque nadie lo vea mas que Dios; hace crecer la
Iglesia porque la Iglesia crece cuando la caridad divina, cuando el amor
infinito de Dios crece en el mundo y, cuando nosotros acogemos el amor de Dios
en nosotros, ese amor de Dios crece en nosotros. Cuando nosotros Le decimos un
sí al Señor, el mundo cambia. Cambia, en primer lugar, en nosotros, pero cambia
de una manera que tiene resonancias en Orión, en las pléyades y en las galaxias
más lejanas, cambia el cosmos. El Sí de la Virgen ha cambiado la historia. Y no
era un sí público. Y a dar ese sí, también nosotros, todos, somos llamados.
Pero es verdad que una ordenación,
la entrada a participar como participáis vosotros por la ordenación de diáconos en el sacramento,
es una gracia especial de Dios para toda la Iglesia, además de serlo para vosotros.
Y nos alegramos infinitamente. No estamos tan nerviosos como vosotros, pero
todos nos alegramos mucho. ¿Por qué? No porque esto significa lo buenos que
sois vosotros, sino porque significa que Dios es fiel y cumple sus promesas. El
Señor que prometió a su Pueblo, es decir, a vosotros, es decir, a la Iglesia
-“Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”-, dado que esa
Presencia de Cristo –en el Bautismo, en la Eucaristía, en el Perdón de los
pecados- está vinculada al ministerio sacerdotal, les encomendó a los Doce una
misión y esa misión llega hoy a través de mis pobres manos de un modo que os
vincula al destino de Cristo: hacer nacer la Iglesia, dar la vida con vuestra
sangre y con vuestra vida, generar ese pueblo libre de hijos de Dios en nuestro
mundo, en el siglo XXI, en esta sociedad de hoy, con toda libertad y con toda
alegría. Porque ese pueblo es la única esperanza humana que hay para el mundo.
Hemos leído en el Evangelio una
resurrección de Jesús, de una niña muerta a la que Jesús devuelve a la vida.
Uno puede ver en ese episodio una parábola de nuestro mundo. Nuestro mundo,
Occidente, se muere a chorros. La “España católica” no es capaz de
reproducirse, a veces por la difusión extraordinaria de medios anticonceptivos
de todas clases; a veces por una desesperanza y un desamor a la vida que cómo
va a transmitir uno la vida a un niño y hacer todo el sacrificio y llevar todas
las cargas y las fatigas si uno no tiene amor a la vida. Después, qué duda cabe
que nuestra cultura por unos medios potentísimos de comunicación hace todo lo
posible para que no amemos la vida. Sólo hace que amemos una vida imaginada, la
de las telenovelas, la de las series, la de las mentiras organizadas para
nuestro consumo, para creernos que vivimos en las vidas de otros, y eso ya
desde los tiempos de “Dallas” y “Falcon Crest”, hasta Netflix y Amazon, y todas
las otras productoras de evasiones, que son como una droga para nuestra
inteligencia y para nuestra mente y para nuestro corazón. Y con las cuales alimentamos
y pensamos que educamos y mantenemos entretenidos a los niños, cuando lo que
hacemos es corromper su esperanza, su imaginación.
Es un mundo de muerte. Juan Pablo II
hablaba con frecuencia de una cultura de la muerte. Esa no es nuestra cultura.
Eso no es nuestro modo de vida. Un mundo así se muere. Cuántas décadas le
quedan a la sociedad española a menos que hubiese un cambio brutal, que no se
ve por ninguna parte, de aquéllos que tenemos motivos para amar la vida y para
vivir con esperanza. Nos quejaremos con razón de una ley de la eutanasia, pero
¡si nosotros mismos cooperamos! Si, incluso, en familias cristianas, cuando una
chica, relativamente joven, va a tener su tercer hijo son los padres los que le
dicen “pero, tú dónde vas”; cuando un empresario cristiano le dice a una chica
que está trabajando y que se queda embarazada “pero, tú qué quieres, ¿arruinar
tu carrera?”. Esto lo he oído yo con mis propios oídos. Por tanto, somos
cómplices. Son leyes inicuas, absolutamente. Inhumanas, que tratan todavía de
deshumanizar más nuestra sociedad. Y no estoy defendiendo lo que llaman los
médicos “el encarnizamiento terapéutico”. Hay momentos en que preservar la
vida, claro que sí, lo sabe la Iglesia, es más un acto de crueldad que un acto
de amor. Pero los medios tienen que ser adecuados, proporcionados. Liberalizar,
como se liberalizó el aborto, la eutanasia es liberalizar el suicidio asistido
en una población que nos estamos muriendo a chorros.
Es en este trasfondo donde a
vosotros, y a mi y a los que estamos aquí, nos toca ser testigos de otra cosa:
de un amor que hace posible amar la vida; que hace posible en las
circunstancias más adversas, más difíciles tener un gesto de verdadero amor. Una
persona, hace unos días, con una enfermedad incurable, me decía: “pienso en
ocasiones, ¿no dejaría de sufrir si me quitase la vida?”. Digo: “Tú, a lo
mejor, dejabas de sufrir, pero tus padres, las personas que te queremos, nos la
abrías destrozado, y nos la abrías destrozado para siempre, así que si se te
pasa ese pensamiento más veces que sepas que viene del Enemigo y que sepas que
hay gente que te queremos lo suficiente como para acompañarte y sostenerte como
el Señor quiera”.
Mis queridos hermanos, en un mundo
así, en un mundo donde la vida no vale nada, donde la verdad no vale nada,
porque se venden mentiras a granel, envueltas en paquetes de celofán preciosos
que cuestan millones de euros en películas y en series, en un mundo así, y sin
más arma que la belleza de vuestra consagración, que la belleza de vuestra vida,
la belleza de nuestro amor unos por otros, de unas relaciones buenas, bonitas,
bellas; sin más arma que eso, que el poder de Jesucristo, nos dirigimos a este
mundo a darle la medicina que más necesita, la única que es capaz de generar
esperanza, sólida, buena, fuerte, la que no hay que fabricar, la que no hay que
evadirse para vivirla, sino la alegría de saber que nuestras vidas son algo
precioso, la de cada uno de vosotros.
Esa es la diferencia entre un mundo
cristiano y un mundo que no lo es. No es
que nosotros hacemos unas ceremonias bonitas. Es que nosotros tenemos una razón
para vivir. Nosotros tenemos una razón para querernos, para perdonarnos, para
saber tratarnos un poco mejor si no nos hemos sabido tratar bien; para
aprender, la vida entera no tiene otra razón de ser que para aprender a
querernos: en la familia, entre los vecinos, en los lugares de trabajo. Y de
eso somos nosotros llamados a ser testigos, y alimentarnos del perdón de los
pecados, de la Eucaristía, de la Palabra de Dios, una y otra vez, para poder
alimentar de eso mismo que nos alimenta, que nos hace felices a nosotros, nos
hace vivir en plenitud a nosotros, poder alimentar al pueblo que el Señor nos
confía, del cual somos servidores. Un sacerdote no es el amo de nadie. Claro que
tiene que tomar decisiones sobre la liturgia y tiene que moderar ciertas cosas
de la vida de la Iglesia, pero no manda en nada ni en nadie. Somos servidores.
Siervos vuestros, decía San Pablo. “Siervos de vuestra alegría”, me parece una
de las definiciones mejores de un apóstol, de un pastor. Siervo de la alegría,
de la alegría verdadero. Siervos de vuestra vida en Cristo.
Que viváis con pasión vuestro
ministerio; que améis a Jesucristo apasionadamente. Y la medida de ese amor
será que améis a las personas que os han sido confiadas con la misma pasión que
amáis a Cristo. Apasionadamente. Amad a los hombres y el bien de los hombres, y
la verdad de sus vidas. Y no tengáis miedo si tenéis que luchar con el mundo
para defender la verdad de esas vidas, y el gozo, y la alegría de vuestra
comunidad cristiana. Al contrario. Sentíos orgullosos si un día tenéis que
padecer por el nombre de Cristo, para proteger al pueblo que os ha sido
confiado, que honre. Qué honor más grande.
Vamos a darLe gracias a Dios juntos,
vamos a pedir al Señor que os fortalezca y que os sostenga, y que este camino
que hoy en un sentido se consuma –lleváis muchos años esperando este momento- y
que en otro sentido empieza porque empieza vuestro ministerio ordenado, vuestro
ministerio sacerdotal en el ministerio diaconal, se cumpla a la medida de la
caridad y del amor infinito de Jesucristo por cada uno de vosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de julio de 2018. S. I Catedral
Ordenación diaconal, XIII Domingo
del T.O