Homilía en la Eucaristía de bendición de la puerta de la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, donde tiene su sede la Hermandad de la Lanzada, en la víspera del I Domingo de Adviento.
Fecha: 01/12/2018
Queridísima Iglesia del Señor,
reunida aquí esta tarde con motivo de la apertura de esta puerta tan deseada
durante tantos años (yo recuerdo que fue de las primeras cosas que yo oí recién
llegado a Granada: la necesidad de aquella puerta, y de eso hace ya muchos años.
Tanto que se ha convertido vuestra parroquia esta tarde en una pequeña catedral
de Granada, porque, además, coincide con que comenzamos el año litúrgico y no
hay mejor manera de comenzarlo que estando juntos);
la Junta de Gobierno de la Hermandad;
los representantes de la Federación
de Cofradías;
miembros de otras Hermandades, que
habéis venido a acompañar a vuestros hermanos en esta fiesta tan grande y tan
deseada para ellos;
este coro (…) yo digo siempre que la
belleza tiene tanto que ver con Dios que no hay belleza posible, de ninguna
clase, la de la música es una de las más exquisitas y finas, no hay belleza de
ninguna clase que no tenga que ver con Dios. (En la tradición cristiana, aunque
eso ahora se haya roto mucho y lo hayamos olvidado, hay una Encíclica de San
Juan Pablo II que habla del “esplendor de la verdad”. Santo Tomás decía que la
belleza es el esplendor de la verdad; el esplendor del misterio que la verdad,
de cualquier realidad, es, y una realidad tan grande como el ser humano, por tanto,
la belleza del canto es una singular participación de nuestra humanidad en el
misterio insondable de Dios):
Comenzamos el Adviento, que
significa “la venida”. La verdad es que cada una de las partes del año
litúrgico nos pone ante los ojos un aspecto del Misterio cristiano y cada uno
de los aspectos es muy rico. Solemos comenzar la celebración de la Cuaresma, la
preparación del Misterio Pascual, también en la Catedral con la imposición de
la ceniza, luego el Vía Crucis. Yo sé que el misterio de la fe se inicia con la
Encarnación y se consuma en el Misterio Pascual: Calvario, Resurrección y don
del Espíritu Santo, que siembra la vida divina en nuestra humanidad.
Pero el Adviento es un tiempo
particularmente humano en el que es muy fácil sentirse, reconocerse, desde
nuestra propia humanidad, desde nuestra humanidad más humana, porque es el
tiempo del deseo, es el tiempo del anhelo de la Salvación. ¿Quién puede decir
que no tiene ese anhelo?, ¿quién no anhela ser feliz?, ¿quién no siente en su
corazón el deseo de una vida por la que pudiéramos dar gracias, vivir
contentos? No porque no suceden cosas. El primer gesto del uso de razón es
nuestra conciencia de que somos mortales; de que nuestra vida, aquí, en esta
tierra, no es para siempre. Pero es cierto que la felicidad nos conecta de
algún modo con la eternidad. Es decir, anhelamos amistades que duren, y si
percibimos de entrada que no van a durar, no las consideramos verdaderas,
incluso las consideramos despreciables. Estamos hechos para un amor que dure;
que dure, que crezca, que crezca siempre, que no canse, que tenga siempre la
capacidad de sorprendernos, al que no nos podamos acostumbrar. ¿Y cómo es
posible que tengamos ese vínculo con la eternidad si no tenemos experiencia de
nada eterno? Por eso digo que es un tiempo tan profundamente humano, porque si
hay algo que distingue a nuestra especie de todas las demás es justamente ese
anhelo de infinitud, que se expresa de la manera más plena en un anhelo de
amor. Pero si no hemos conocido nunca un amor eterno… Recuerdo un ejemplo que
solía poner un sacerdote: si no hay nadie que oiga, ¿por qué los hombres
gritamos?, ¿por qué grita nuestro corazón?, ¿por qué lloramos? Si tenemos la
conciencia de que todo es… (…) hay algo más que la complicación del cerebro,
hay algo más en nuestra percepción de la belleza, hay algo más en nuestra
percepción del amor y del amor para el que estamos hechos, intuimos que estamos
hechos para un amor del que no tenemos experiencia. Ése es todo nuestro drama.
Pero eso es, al mismo tiempo, nuestra grandeza. Porque imaginaros lo que sería
un mundo en el que renunciásemos a ese drama (…). Tenemos que hacernos tal
violencia para no esperar nada realmente y para vivir como quien no espera nada…
si es que basta un rostro que se nos ponga delante y nos sonría y de repente se
nos abre el corazón. Tendríamos que negarnos, destruirnos a nosotros mismos,
sería nuestra destrucción, no seríamos nosotros.
El tiempo de Adviento, el tiempo de
la Venida del Señor, es un tiempo profundamente humano, porque es el tiempo del
anhelo, del deseo, en el que podemos reconocernos todos (…). No es la Navidad ni
Santa Claus ni Papa Noel. Es nuestro anhelo de plenitud. Y lo que caracteriza
el hecho del cristiano no es que seamos más buenos que los demás; que cumplamos
ciertas normas, ciertas reglas. Lo decía Benedicto XVI en la Encíclica “Dios es
Amor”: El cristianismo no consiste en unas grandes ideas, en unas grandes creencias
o en una moralidad especial. Consiste en el encuentro con una persona que viene
a nosotros y nos dice simplemente que esos anhelos no están destinados a morir
en el “bostezo –uso las palabras de otro pensador postmoderno francés-universal-
de las estrellas y del universo”. No. Cada una de nuestras vidas proviene de
ese amor infinito. Los anhelos que hay en nosotros provienen de ese amor
infinito y encuentran su plenitud en ese amor que un día en el centro de
nuestra historia, en un lugar muy pequeño, vino a hacerse uno de nosotros, a
compartir nuestro camino de la vida. Y desde entonces, todo hombre y toda mujer
puede tener la certeza -y eso es ser cristianos, tener la certeza- de que no
estamos hechos simplemente para la muerte, de que el Señor ha salido a nuestro
encuentro y se ha hecho parte de nosotros, se ha hecho uno con nosotros. Mi vida
puede ser muy tortuosa; en mi vida puede haber mil heridas, mil pecados, mil
crímenes (…).
Cristo viene a nosotros. Viene a
nosotros para devolvernos el significado último de nuestra vida, que no es lo que
nosotros seamos capaces de hacer con nuestras fuerzas (que es mucho, podemos
hacer muchas cosas y muy bellas, y la vida puede ser mucho más bella que el más
bello de los cantos). Pero la belleza de la vida tiene mucho que ver con la
certeza de ser amado, con la certeza de haber encontrado a Jesucristo, y no
como un recuerdo de algo de hace 2.000 años. La Navidad no es un recuerdo de
algo que pasó hace 2.000 años, que es una historia tierna, bonita. Es un
acontecimiento en la historia pero que llena de luz la historia entera. Cristo
es nuestro contemporáneo y viene a nosotros, y quiere venir a nosotros. Quiere
venir a nosotros justamente para que nuestro corazón respire, y para que el
corazón de tantos hombres y mujeres (…). Matrimonios, parejas, niños, te los
encuentras con tantas heridas de todo tipo, con tanta destrucción en su corazón
y en su esperanza. A veces, antes de que hayan empezado a comprender la
realidad, a usar bien su razón, ya han visto tanto mal (…).
Dios mío, Tú has venido para que
nosotros podamos encontrar que una vida bella es posible; que unas relaciones
hermosas, llenas de afecto y de respeto son posibles; que unas relaciones en
las que no prevalezca el interés es posibles, no es una utopía, es un regalo
tuyo, es una Gracia y basta que abramos nuestro corazón a esa Gracia, basta que
abramos nuestro corazón a Ti, realmente, sencillamente, pobremente, para que
encontremos la posibilidad de una alegría que permanece a pesar de las
dificultades, de las circunstancias, o de las enfermedades, hasta de la muerte.
Abrir nuestro corazón es lo que
tenemos que pedirLe al Señor en este Adviento. Que abramos nuestro corazón. Que
no lo dejemos pudrirse en los prejuicios, empobrecerse o empequeñecerse. Que lo
dejemos respirar, que lo dejemos volar. Que es lo espontáneo. Tenemos que
hacernos violencia para renunciar a nuestro anhelos y a nuestros deseos de felicidad,
de eternidad, de plenitud. ¿Para qué? Para que cuando celebremos la Navidad podamos
darnos cuenta de que estamos celebrando algo absolutamente… no un adorno, no un
algo superficial (…), sino algo esencial para nuestra vida, esencial para
nuestra alegría, para nuestras relaciones humanas, para que esas relaciones
humanas puedan ser unas relaciones de afecto mutuo, de hermandad en el sentido
más profundo de la palabra, de afecto lleno de respeto. El afecto es un apegarse
en la distancia de quien reconoce lo que es misterioso. El afecto es el
apegarse al bien, al misterio, al bien y a la belleza que es la otra persona,
pero como algo sagrado. A la belleza que tienen las cosas, porque todas son
sagradas, todas provienen del Amor de Dios. Abrir nuestro corazón a esa
posibilidad que no nos la fabricamos, que no nos la inventamos; que proclamamos
un Hecho sucedido en la historia, cuya verificación está justamente en los
millones de santos, en la generación de un pueblo de santos que ha nacido de
ese Hecho.
(…)
La fe cristiana no es un añadido a
nuestra vida; es algo que necesitamos absolutamente igual que el aire para
respirar. Fuera de la fe, ¿es que la gente es peor? No. Hay gente estupenda, a
lo mejor mucho mejor que nosotros fuera de la fe. Lo que sucede es que si uno
se toma la vida en serio fuera de la fe, la vida es una tragedia. O hay que
emborracharse, vivir, y entonces la vida es una comedia. Pero la comedia
siempre deja resaca, siempre lo deja a uno insatisfecho con uno mismo.
Igual que abrimos esta tarde esta
puerta que abráis vuestro corazón. Que abráis vuestro corazón al Señor, a la Gracia
del Señor, y que no penséis que eso es un adorno, o un residuo folclórico, que
son nuestras tradiciones y así. No. Es algo indispensable para este Europa de
hoy (…).
“Abrid las puertas a Cristo. No temáis”,
dijo san Juan Pablo II. Abrimos la puerta por la que van a poder entrar y salir
a vuestra iglesia las imágenes de la Lanzada. El Papa Francisco nos dice
constantemente que somos una “Iglesia en salida”. Que justo porque el tesoro
del que somos portadores, la perla, la gema, el diamante, o la esmeralda que el
Señor ha puesto en nuestras manos –y que ninguno merecemos- que es la fe
cristiana, la vida, la esperanza que Cristo nos da, y el amor y la alegría con la
que nos permite vivir, no es para que la guardemos nosotros en torno a una mesa
camilla y nos protejamos, y juzguemos desde ahí a los hombres. Los hombres son
todos nuestros hermanos, o hermanos nuestros o hermanos que no saben que lo
son, pero da igual, siguen siendo hermanos nuestros. Abrimos las puertas para
abrirles nuestros corazones, para abrirles nuestras vidas; que la Iglesia sea un
lugar de llegada. La frase es también de san Juan Pablo II: y cualquiera que
entre en la iglesia, que cualquier parroquia, cualquier comunidad eclesial, cualquier
comunidad cristiana que sea una escuela y una casa de la comunión. El hombre
solitario, el hombre harto, el hombre cansado, el hombre que está a punto de
tirar la toalla porque ya no sabe qué hacer con su familia, con sus hijos, consigo
mismo, con su trabajo, con la vida. Que pueda llegar a una iglesia y si hay
alguien en esa iglesia, con una mano tendida. Si hay alguien en esa iglesia,
con un amigo que le abre las puertas de su corazón, de su vida, de la comunidad
cristiana (…).
Es fácil burlarse de la Navidad,
pero por fuera. Por dentro hay un deseo tan profundo en el ser humano de
encontrar lo que la Navidad ofrece que me parece un pecado para nosotros
conocerlo y no ofrecerlo; conocerlo y no estar deseando compartirlo, compartir
ese baile, compartir esa fiesta, esa alegría, con quienes por una razón o por
otra, y a veces por culpa nuestra, no tienen acceso a esa esperanza.
Vamos a proclamar nuestra fe. Que el
Señor abra nuestro corazones para el Adviento y que abra nuestros corazones a
todos los hombres, a todos nuestros hermanos, para que ellos puedan participar
también de la fiesta de nuestra Navidad (no el día de la Navidad), de la
alegría de haber conocido que nuestros anhelos no se quedan sin respuesta; que
nuestros anhelos son anhelos de algo que ya existe, que es la fuente de ellos y
la plenitud de ellos en Dios mismo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de diciembre de 2018
Parroquia Ntra. Sra. de los Dolores