Homilía en la Santa Misa de la Facultad de Farmacia, para festejar su patrona, Inmaculada Concepción. Como es tradicional, la Eucaristía tuvo lugar en el monasterio de la Cartuja el pasado 2 de diciembre de 2018.
Fecha: 02/12/2018
Os confieso que esta celebración es ya tan familiar que resulta ya como uno de esos hitos que hay a lo largo del año y que uno no quisiera perderse. Y aunque estemos celebrando hoy de color morado, porque comienza el Adviento, sabemos que quien nos ha convocado es nuestra Madre Inmaculada que proclama algo muy parecido al Adviento. No en vano, la Inmaculada se celebra en Adviento, y Adviento es el tiempo especial de la Virgen, tanto o más que el mes de mayo. Es la Virgen de la Buena Esperanza. Es la Virgen que anhela la llegada de su Hijo, como nosotros anhelamos, ¡Dios mío!
A mí me parece que el tiempo de Adviento
es siempre de los tiempos litúrgicos que más fácilmente conecta con el corazón
del ser humano. Es más, yo diría que es lo que más inmediatamente (hay muchas
cosas) que hablan de nuestra condición humana como algo inconmensurable con
ninguna otra especie animal. Y por lo tanto, con nuestra apertura al infinito,
nuestra apertura al Misterio sin fondo, que llena la realidad y que llamamos
Dios, y es Dios, porque la realidad no existe fuera de Dios. El viejo Catecismo
lo decía de una manera muy sencilla y muy transparente, y sin embargo hábitos
de pensamiento, introducidos en nosotros desde siglos, hacen con facilidad que
pensemos que Dios esté fuera de la Creación, un poco (me perdonáis el carácter
burdo de la comparación) como el emperador de la Guerra de las Galaxias:
alguien que está rodeado de ordenadores, un gran ingeniero que gobierna. Pero
la verdad es que cuando nos lo imaginamos así, el ingeniero resulta ser
bastante malo, porque en el mundo hay un montón de cosas que no funcionan,
empezando por nuestro propio corazón.
El Catecismo nos decía: “¿Dónde está
Dios? En el cielo, en la tierra y en todas partes”. Y es verdad que es
imposible mirar a cualquier realidad del mundo, pero sobre todo mirar a la
realidad humana, sin tener la sensación de vértigo de quien se asoma a un
abismo; un abismo que no tiene por qué dar miedo, sino un abismo de Luz, de
Belleza, porque es el amor por ejemplo lo que más nos identifica con Dios y la
necesidad de amor, y el deseo, y el anhelo de un amor, de un amor verdadero.
Intuimos, aunque no hayamos conocido nunca un amor así, que un amor verdadero
tiene que ser un amor para siempre, un amor que no canse, un amor que no sea
posesivo, que no trata de utilizar al otro para satisfacerse uno, sino un amor
que se da, como se comunica la vida, como se comunica la alegría, y que al dar
no se pierde.
El tiempo del Adviento es el tiempo
que nos propone que contemplemos sin censuras, sin prejuicios, nuestro propio
deseo, nuestro propio anhelo. Porque ese deseo es una guía hacia Dios. Y es
verdad que sería profundamente cruel el que esos deseos existieran en nosotros
y no tuvieran cumplimiento. Y por eso, a los hombres nos resulta tan difícil
mirar de frente a los ojos a nuestros deseos. Pero también sería humanamente
inconcebible, muy cruel y muy indigno de algo a lo que pudiéramos llamar “Dios”
que esos deseos tan grandes, tan extraordinarios, tan bellos que hay en
nosotros (¡que los suscita además la Belleza! Este lugar es un lugar bello y a
todos nos agrada celebrar aquí, o nos sorprende)... sería muy cruel, sería
indigno de alguien a quien pudiéramos prestar nuestro corazón y nuestra
adhesión. Pero, al mismo tiempo, es imposible pensar que esos deseos estén ahí
para nada, porque como no hemos tenido nunca ninguna experiencia de nada que
sea realmente infinito. Como todo lo que conocemos son realidades contingentes,
realidades que viven un tiempo, que nacen, que mueren. Entonces, ¿de dónde nace
en nosotros ese deseo? Ése es el drama de la vida humana. Y ése es el drama que
el Adviento nos pone en nuestra mirada, nos pone en nuestros ojos. Y la
celebración a la que nos preparamos es a poder responder a esas preguntas, a
esos deseos del hombre diciendo : “Tienen una respuesta”, “han tenido una
respuesta”: la Creación, la historia entera de la Salvación es fruto de un Amor
que ha tenido su culminación, después de preparar durante casi 2.000 años a un
pueblo para que pudiera entender la Encarnación del Hijo de Dios; tiene su
cumplimiento y su plenitud, precisamente, en esa Encarnación, que es un abrazo
de Dios al hombre.
Lo que celebramos en Navidad es una
boda. Y lo que los cristianos conocemos es justamente -lo decía esa novelista
americana fantástica que es Flannery O’Connor- que “Dios, a pesar de todas las
miserias humanas (añade Mons. Martínez:
que nosotros tampoco tenemos ningún
recato en mirarlas de frente: sabemos lo que damos de sí los hombres, sabemos
lo que es la miseria humana, en todas sus formas individuales, colectivas,
miserias de los países, miserias de la historia… y sin embargo, a pesar de toda
esa miseria humana), el Señor no ha tenido ningún inconveniente en
abrazarse a nuestra humanidad, en hacerse uno con ella”. Palabras de san Juan
Pablo II: “Hacerse compañero de camino de los hombres en el camino de la vida”.
Ser cristiano es eso. Es saber que esos deseos no están sin respuesta y
proclamar el Evangelio no es tanto proclamar (apelo al comienzo de una de las
Encíclicas de Benedicto XVI, preciosa, “Dios es Amor”) que “el cristianismo no
es una serie de creencias, ni siquiera una serie de principios morales”. Eso
está, pero es derivado de la experiencia del encuentro con Jesucristo vivo. Y
ese encuentro con Jesucristo vivo es acoger justamente la respuesta a nuestros
deseos, la certeza, y vivir; vivir en la comunión de la Iglesia, en la comunión
sencilla de este Pueblo de pobres seres humanos, también pobres, también
contingentes, también con defectos, también a veces con miserias muy grandes,
pero donde el Señor está presente y sale a nuestro encuentro, viene a nosotros.
A raíz de ese momento, uno entiende
el Evangelio de hoy y uno entiende “¿que hay catástrofes?”, no importa; ¿que
hay situaciones de la historia que nos hacen temer o vacilar?”…, porque nuestro
corazón es pequeño, porque nos falta fe. Jesús habla de los signos, la luna,
las estrellas, toda clase de catástrofes en la Historia, y nos dice: “Cuando
veáis que eso sucede, no temáis; alzad la cabeza que se acerca vuestra
liberación”. Es decir: mirad al Señor que viene, porque el Señor viene siempre.
No hay nadie que le abra el corazón y que lo busque que no pueda encontrar. Y
encontrar eso: que nuestros anhelos de felicidad, de amor, de belleza, de bien,
de unas relaciones humanas hechas de afecto, de respeto… Me diréis: “Si eso casi
no existe en nuestro mundo”. Pues, no existe y sí existe, de una manera
misteriosa. Y los hombres no nos resignamos en absoluto a vivir en un mundo meramente
animal, meramente natural, meramente de satisfacción de nuestras pulsiones o de
nuestros intereses. Exigimos más. Por ejemplo, todos tal vez no somos capaces
de querer de esa manera gratuita, pero todos deseamos que nos quieran de una
manera gratuita y a todos nos ofende… y por qué nos ofende si pensamos que el
amor es eso, normalmente; por qué nos ofende ser objeto de los intereses de
otro. Porque nuestro corazón no está hecho para eso. Nuestro corazón está hecho
para la gratuidad. Nuestro corazón está hecho para la infinitud de un amor que
se da sin esperar nada. Como somos imagen de Dios, y eso es lo que se cumple de
una manera inicial, como un embrión de esa vida nueva, como un embrión de ese
Pueblo nacido del costado abierto de Cristo en nuestra Madre Inmaculada, la
Virgen.
Cuando celebramos a la Inmaculada,
no celebramos las virtudes humanas voluntaristas, de esfuerzo. Celebramos la Primacía
absoluta de la Gracia. Eso me lo habéis oído decir casi todos los años que digo
que la Proclamación del Dogma de la Inmaculada casi coincide en el tiempo, más
arriba o más abajo, con la proclamación del “superhombre” de Nietzsche. Y
muestra el carácter revolucionario de la fe cristiana, ya en el siglo XIX, cuando
se daba cuenta sencillamente que no, que la realización plena humana no nace de
que nos empeñemos “vamos a hacer un mundo de paz, un mundo en el que no haya
más guerras”. Cuidado que no hemos dicho veces eso desde la Guerra de Secesión
americana, una detrás de otra: “Vamos a hacer un mundo donde todos vivamos como
hermanos; vamos a hacer un mundo donde todos compartamos…”. Si lo pudiéramos
hacer nosotros; si existiera la fórmula farmacéutica para lograr un mundo así… pero
no existe la receta. Existe un camino: abrir nuestros corazones a la Gracia de
Dios. Y la Gracia de Dios que triunfa en la Virgen María, triunfa; está llamada
a triunfar también en nosotros.
¿Sabéis el país del mundo donde la
Iglesia crece más en este momento? No os lo imagináis, ni de lejos… Lo digo yo,
porque es una sorpresa, lo ha sido para mí también. ¿Os acordáis todos de una
película llamada “Apocalypse now”? Terrible, ¿no? “El año que vivimos
peligrosamente”… ¡Cuántas películas sobre la Guerra de Vietnam! Si yo os digo
que en Vietnam el año pasado hubo 130.000 conversiones de adultos a la Iglesia
Católica... y es un país donde está prohibida la fe, y es casi una colonia de
China. Si os digo que en Shaigon, el gran Saigón que se está construyendo,
donde está prohibido que haya seminarios, hay 3 seminarios con lista de espera
los tres. Y como no pueden ser seminarios son piscifactorías. Los seminaristas
se dedican a criar truchas, por la mañana y por la tarde, y después de rezar
Vísperas se ponen a estudiar teología. ¡Casi no tienen textos! No tienen más
que la Biblia, el Concilio y el Catecismo.
Del año 2015 a ahora, entre
congregaciones vietnamitas que han nacido en Vietnam, y son muchas, y las que
han venido de fuera, se han implantado 83 nuevas congregaciones religiosas. Que
es verdad que el Señor viene. Que la Historia está llena de catástrofes, que lo
ha estado siempre, que no hay ninguna sorpresa en eso. Y basta que unos
corazones… Celebrábamos la semana pasada unos mártires, una cantidad innumerable
de mártires en Vietnam en el S. XIX, y los canonizó Juan Pablo II. Y después,
es el lugar del mundo en este momento donde la Iglesia crece más entre gente
joven. Y tal vez, nuestros ofrecimientos, nuestras súplicas, son escuchadas en
otro rincón del mundo, porque todos formamos parte de esos vasos comunicantes
que se llaman en cristiano la comunión de los santos. Pero el Señor no deja
nunca el mundo solo. Y el segundo país donde la Iglesia crece más deprisa es
China. Me enseñaron a mí hace unos meses unas fotos. Como eran en blanco y
negro, yo pensé que eran de principios del siglo XX, pero resulta que no, que
son de 1996, y están publicadas en un libro por un fotógrafo chino, al que le
han roto muchas veces la cámara, que ha estado en la cárcel varias veces. Pero
una de las fotos es un cura sentado en una silla en un pueblo con su estola,
confesando, y una cola de gente esperando para confesar ¡en la calle!, y unas
veinte o treinta personas de rodillas esperando la confesión.
¡Que el mundo no es lo que nos cuenta
la tele! ¡Gracias a Dios! Que sepáis que Dios no abandona a su pueblo, no
abandona a los hombres. Y que en el momento que parece que más catástrofes
puede haber, es donde más, de repente, brilla el poder de Su Gracia. Que es lo
que tiene que brillar, no lo buenos que somos nosotros. Lo que tiene que
brillar es su Amor y Su Gracia. Que es lo que ha brillado en la Virgen, y
cuando damos culto a la Inmaculada es lo que pedimos que brille en nuestras
vidas: el Amor infinito de Dios.
No tenemos que dar ejemplo. Tenemos
que dar testimonio de que hemos encontrado la respuesta a los deseos más
profundos de nuestro corazón, aunque seamos muy pobres. El Buen Ladrón daba
testimonio de Cristo y su vida no era precisamente recomendable. Pero dio
testimonio de Jesucristo y se ganó la Promesa más grande. A lo que el Señor nos
llama es a dar testimonio de Jesucristo. Seremos muy pobres, seremos muy
mediocres, seremos lo que sea, pero el Señor no nos abandona, y nosotros
sabemos que Él es la respuesta a las inquietudes. Y a vuestros alumnos.
Vuestros alumnos se mueren de sed de poder pensar que hay esa respuesta. Creen
que no la hay y, desde luego, creen que lo que hacemos en la Iglesia no sirve
para nada como respuesta para los anhelos del hombre. Pues, es lo que sirve. Que
lo puedan ver en vuestros ojos, en la manera como les tratáis, en la manera
como estáis con ellos, en vuestra alegría, en vuestra paciencia, en vuestra
perseverancia. En este mismo Evangelio de san Lucas dice, en otro pasaje muy
similar a este: “Pero cuando veáis todas esas cosas que pasan, no temáis, con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Señor, concédenos esa capacidad de
resistencia que se basa en la certeza de que tu Amor no nos abandona. Eso es lo
que celebramos esta mañana. Eso es lo que yo pido al Señor para todos los que
estamos aquí, para vuestras familias, pero especialmente para vosotros, en
vuestro trabajo, en la vida en general y en la facultad. Que así sea, por
intercesión de Nuestra Madre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de diciembre de 2018
Monasterio de la Cartuja (Granada)