Homilía en la Eucaristía del IV Domingo de Adviento, en la S.I Catedral, el 23 de diciembre de 2018. Previamente, al inicio de la Santa Misa, Mons. Martínez bendijo el Belén de la Catedral.
Fecha: 23/12/2018
Queridísima Iglesia del
Señor, Esposa amada de Cristo, Pueblo santo de Dios;
queridísimos sacerdotes
concelebrantes;
querido diácono (para mí
es un privilegio el tener un diácono dominical, porque habitualmente no los
tengo);
queridos hermanos y amigos
todos:
En vísperas de la Navidad
yo le pido al Señor una cosa y es que no me deje contaminar por el ambiente y
no reduzca la Navidad a lo que el ambiente tiende a reducirla: a una especie de
“cuentos de hadas”, a un relato tierno, bucólico, que en muchas ocasiones es
una excusa para que compremos y consumamos mucho en las innumerables tiendas
que están a nuestra disposición para ello; de un “cuento de hadas” bonito, como
para niños, una cosa para estar la familia juntos. Incluso cuando pienso en
para niños, pienso en ese tipo de alimentos falsos que son las chuches; porque
si todavía fuese un alimento para niños… (…) Todos sabemos que las chuches son
unos alimentos falsos y basta que los niños crezcan y dejen de gustarles las
chuches. Entonces, basta que les presentemos la Navidad y se la presentemos así,
como chuches, para que en cuanto crezcan no quieran saber nada. Y entiendo que
pase eso y, por lo tanto, no nos podemos enfadar por ello: es que les hemos
dado chuches. Sólo un bebé no es capaz de comer jamón. Cuando es capaz de comer
jamón hay que darles, si se puede, jamón del bueno, para que sepa lo que es. Y
al menos ciertamente en la vida espiritual, todo buen niño que quiere crecer
como Dios manda le apetece un buen trozo de “jamón”. En la vida cristiana (la
leche es para los comienzos, después hay que ofrecer el “jamón”) hay que
ofrecer una vida grande, porque el Señor nos ha creado para una vida grande. Y
la Navidad -a nada que lo pensemos-, que es lo que celebra la Iglesia, es una
cosa tremenda. Y ésa es una experiencia que no quiero perderme yo. (…) en
Nochebuena celebraremos la misa en la cárcel. Y os aseguro que no hay cosa que
a mí me ponga más en tono para celebrar la Nochebuena, porque ves a personas (…)
con verdaderamente hambre de Dios, y para ellos, entonces, la Navidad no es una
chuche.
(…) Fue escandalosa Su
Palabra. Os pongo un ejemplo de lo que a mi me viene a la cabeza del tipo de
escándalo que al Señor le gusta. Cuando Él dice: “El que quiera ser grande
entre vosotros que se haga pequeño”; “el que quiera ser el primero entre
vosotros que se ponga el último”; “el que quiera ser grande que se haga el servidor
de todos”. Y Él decía: “¿Quién es más el que está a la mesa o el que sirve? Sabed
que yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Podría uno decir: “Pero
eso son enseñanzas bonitas de Jesús”. Pero no.
Es Jesús lo que sucede en
la Navidad. El Dios de quien todos estamos hechos; de Quien está hecho todo lo
que existe; que el cosmos y la creación entera existe en Él. Se hace tan pequeño
como un niño indefenso; se hace esclavo de la criatura que al final de la
Encarnación, que es lo que celebramos en Navidad, se pondrá a hacer oficio de
esclavo y se pondrá a lavar los pies de los discípulos (que era lo que hacían
los esclavos), para explicar qué es lo que iba a hacer en la cruz: en la cruz
estaba lavando mis heridas, las tuyas, curando nuestras llagas, arrancando de
nuestros corazones los musgos de nuestras desesperanzas. Eso es escandaloso. Yo
creo que es el escándalo de los escándalos, sólo que es un escándalo diferente al
que entendemos. Y una subversión muy distinta a la que entendemos. En la vida
política, en la vida social, la experiencia que entendemos de las subversiones
son siempre pequeñas luchas de poder. A veces, escenificaciones para los medios
o para el teatro de luchas de poder entre los hombres. Eso tiene muy poco de
escandaloso en el fondo, porque desde el pecado original estamos marchados por
el deseo de poder, por la avaricia.
En cambio, que Dios se
abrace a nuestra pequeñez; que Dios venga a decir “Yo doy mi vida para que tú
puedas vivir contento y saber que la muerte no tiene la última palabra sobre ti”.
Es un ejemplo, pero si la Navidad consiste en que la familia nos juntemos
todos, casi siempre falta alguien, porque ya no está con nosotros, porque en la
familia hay rupturas, porque no podemos juntarnos por un motivo o por otro (a
veces, porque hay muchos kilómetros por medio; otras veces porque no podemos
mirarnos a los ojos, a menos que fuéramos capaces de pedir perdón o de dar un
perdón que no siempre somos capaces de dar o de recibir). Sólo cuando caemos en
la cuenta de que Dios viene a ocupar nuestro lugar, viene a cargar con mis
heridas, a dejar que se las hagan a Él para que yo pueda seguir siendo contento,
aunque tenga muchas; sólo entonces empieza uno a comprender que la Navidad no
es un dulcecito para entretenerme unos días; que la Navidad es algo
tremendamente serio. Y ésa es la experiencia que yo le pido al Señor que
podamos tener. ¿Y el Señor hace eso por qué: por capricho? No. Lo hace por amor
a nosotros. Ayer y estos últimos días me venía la oración: “Señor, que hayas
querido necesitar mi libertad para que yo pueda cumplir mi vida; me has llenado
de un deseo infinito, de belleza infinita, de amor infinito que yo no sería jamás
capaz de realizar que Tú te haces pequeño para que yo pueda saber que ese amor
no es una utopía; que ese deseo no es un deseo ineficaz, destinado a la
frustración, sino que se cumple cuando te acojo a Ti, cuando pongo mis días en
tus Manos, cuando te digo a Ti, sean las circunstancias que sean, ‘sí, Señor,
me abro a Ti’ y un día nos abrazaremos de nuevo en tu Presencia, sin llanto,
sin luto, nada más que el gozo y la gratitud inmensa de que Tú seas lo que
eres: el Señor de todo en todas las cosas”.
Porque el don de la
Navidad es el mismo Señor. No es que el Señor nos enseñe a ser un poco así. Señor,
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, no hay nada que podamos darte, pero me
diste un cuerpo y yo digo ‘aquí estoy’. Y ese “aquí estoy” que le dice el Hijo
al Padre es el “aquí estoy” que nos dice a cada uno de nosotros. “Yo soy tu
plenitud. Yo soy quien buscas. Yo soy el que necesitas. Yo soy el que anhelas.
Yo soy el que puede llenar de sentido tu matrimonio, tus estudios, tu vida, tu
trabajo, tu enfermedad”. (…)
A quien recibimos en la
Navidad, como a quien recibimos en la Eucaristía, es a Cristo vivo, a Dios vivo,
Dios mismo que se hace lo más pequeño posible para que yo pueda vivir contento,
y no sólo de una manera fabricada o falsa en estos días, sino siempre. Señor,
que tengamos esa experiencia. (…)
Hay un anhelo de Ti. Hay
un anhelo de amor verdadero. La película (“Un asunto de familia”) está situada
en el Japón de hoy, pero os aseguro que no hay historias muy diferentes de ésa
en Granada, en cualquiera de nuestros pueblos, en Madrid, en cualquiera de
nuestras ciudades; que no hay personas que viven de manera muy diferente. Y uno
dice: “Señor, te doy gracias por haberte conocido”. Es, ciertamente, no sólo lo
mejor de mi vida, sino, ojalá, pudiéramos compartirlo con otros hermanos,
compartir esa alegría, ese gozo de haberte conocido, de saber quién eres y qué
significas en nuestra vida. No el buen momento y el sabor de unas chuches, sino
la única roca sobre la que poder construir la vida verdaderamente humana. Un pueblo
de hijos. Un pueblo cuya ley es sencillamente el amor; el amor de Dios que Él
nos da y el amor de unos para con otros. Y la única tarea en la vida es
aprender a querernos. Aprender a querernos un poquito más como Tú nos quieres.
Y todo lo demás es innecesario, literalmente innecesario, y a veces una
distracción tremenda de lo que es verdaderamente importante, de lo único que es
verdaderamente importante.
Vamos a celebrar la Eucaristía.
Vamos a recibir al Señor. Es Navidad en cada Eucaristía, hasta la más humilde
de todas. Viene el Señor a nosotros.
Proclamamos nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
23 de diciembre de 2018
S.I Catedral de Granada
IV Domingo de Adviento