Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de la Natividad del Señor, en la S.I Catedral.
Fecha: 25/12/2018
Lo primero de todo desearos a todos
una muy feliz fiesta de la Navidad. Es lo obvio, pero, al mismo tiempo, es lo
más esencial. Cristo ha venido –como dice Él mismo en el Evangelio- “para que
mi alegría llegue a vosotros y para que mi alegría llegue a plenitud”. Y no con
una alegría pasajera como son las alegrías fácilmente de nuestras fiestas, ya
sea un fin de semana que siempre tiene un lunes después, u otro tipo de fiestas
que dejan un vacío. O como decía un villancico no muy profundo, ni muy
cristiano: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos
y nos volveremos más” (es verdad que se refiere al aguinaldo).
Cristo ha venido. Y ha venido para
que podamos vivir contentos con un tipo de alegría que no necesita olvidarse de
nada; con un tipo de alegría que sólo Dios puede construir y que es la que
mejor corresponde, porque es compatible con la muerte de un ser querido, es
compatible con la existencia de un dolor, del pecado, del mal, de la traición, de
la muerte, es compatible con la cruz. ¿Qué nos genera esa alegría? Que el Hijo
de Dios, el Unigénito de Dios, nos ha contado quién es Dios. Es más, no sólo
nos lo ha dicho. En la Escritura, Dios habla, sobre todo en dos momentos (y
Dios habla no como nosotros: nosotros podemos hablar y podemos hablar con
mentira; nosotros podemos hablar, y según un refrán jugoso, “obras son amores y
no buenas razones”). Pero, cuando Dios habla, Dios hace. La primera vez que
habla es en la Creación. Dijo Dios: “Hágase la luz”. Y se hizo la luz. Y va
haciendo las criaturas siempre mediante su Palabra. Como dirá el Nuevo
Testamento después: “Todo ha sido hecho por Él y para Él”. El Verbo de Dios, la
Palabra de Dios, el Hijo a quien le ha comunicado toda su Vida divina (al ser
infinito e inabarcable, no se da en partes, no se da en trozos, se da por
entero, y por lo tanto el Hijo es idéntico al Padre porque recibe todo lo que
el Padre le da y el Padre es todo), pues la Creación entera es como un
desbordarse de esa filiación del Hijo en las criaturas innecesarias (porque
ningunos somos necesarios), es un desbordarse del amor de Dios en la Creación. Y
el Verbo de Dios
-habla en otra ocasión- es la Creación: la Creación son obras. Si tuviéramos
los ojos limpios de toda ideología o de todo prejuicio, las obras de Dios
hablan de Dios. Incluso, sobre todo, esa obra que somos nosotros, con toda la
capacidad de arte y de creación que el
ser humano, que el corazón humano tiene, habla de Dios. (…)
Ahí se pone de manifiesto el
misterio profundo del hombre, que toca. Como en la Capilla Sixtina toca la mano
de Dios y la mano del hombre en la Creación, el misterio de nuestra vocación al
Amor “toca” el Misterio del Dios que es Amor. El Misterio del Dios que es Amor
habla de nuevo en la Encarnación de su Hijo. Y de nuevo, habla con amor: “Tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”; “No vino Dios al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él, para que mi alegría
esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”, para que podamos vivir
contentos con esa alegría, que hace posible el conocer que Dios es amor y que,
al mismo tiempo, hace posible conocer cuál es nuestro destino.
Una frase del Concilio que el Papa
Juan Pablo II repitió hasta la saciedad: “Jesucristo, al revelar al Padre y a
su designio de Amor, revela también el Hombre al hombre mismo”. Es decir,
desvela que ese Misterio que somos; que esa hambre de belleza, de amor, de
bondad que hay en el corazón de cada ser humano, que todos anhelamos, que todos
quisiéramos, nos es dada en Dios, no es un utopía, no es un absurdo, no es un
vacío, no es un sueño estúpido con el que la muerte acabará.. que nuestro
horizonte es la vida eterna. Y que la tarea de nuestra vida es sencillamente ir
aprendiendo a querernos más y más como Dios nos quiere, en todas las
circunstancias de la vida. Y eso lo hace posible tu Presencia, tu Gracia, tu
Compañía, tu Don, que se repite en los sacramentos de la Iglesia: en el perdón
de los pecados, en el don de la Eucaristía, tu Vida que se nos comunica en el
bautismo.
Cristo ha venido no para que estemos
unos días contentos. Cristo ha venido para sembrar en nosotros la Vida divina y
para que podamos vivir siempre como hijos de Dios que confían, que saben, que
tienen la certeza de que Dios nos ama, también cuando somos torpes, también
cuando nos equivocamos, también cuando nos cegamos por las pasiones o por
nuestra fragilidad. Y el Señor sigue junto a nosotros y no nos abandona, y no
nos deja a nuestra suerte. ¡Qué diferente es saber que nuestras vidas se
construyen sobre esa rosa que es el amor sin límites de Dios, que Jesucristo
nos comunica, nos da, no simplemente nos habla de que Dios nos quiere! Él se
nos da. Él se nos da en la cruz del Nacimiento que celebramos hoy. Pero se nos
da también en Pentecostés y se nos da en la vida de la Iglesia constantemente,
mediante los signos en los que Él se comunica a todos los hombres que quieren
acogerLe. En el Evangelio de hoy decía: “El Verbo si hizo carne y habitó entre
nosotros”. Y ese “habitó” podemos entenderlo como que vino, estuvo 30 años, se
marchó y aquí hemos quedado nosotros solos con la ayuda de su palabra, de sus
gracias, para hacer frente a las dificultades de la vida. El verbo que usa el
texto original del Nuevo Testamento –el griego del Nuevo Testamento- al
traducirlo es “vino a plantar su tienda entre nosotros”, es decir, “vino a
vivir entre nosotros”. Y hay países donde al rezar el Ángelus se dice “el Verbo
se hizo carne y habita entre nosotros”. Es decir, vino para quedarse. Las
últimas palabras de Jesús en el Evangelio, justo antes de subir al Cielo: “Yo
estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Por eso, nuestra
alegría es presente. Nuestra alegría no es el recuerdo de una historia más o
menos bucólica o tierna del pasado, porque ni es tierna ni es bucólica. (…)
La alegría que da el Señor es
perfectamente compatible con el dolor de la pérdida de una madre, de un amigo,
o de un ser querido. Perfectamente compatible. Y sin embargo, uno sabe que
tanto para nuestros seres queridos como para nosotros, el horizonte no es el
cementerio, no es el tanatorio, no es la incineración; es la vida eterna, es la
comunión plena. Si este mundo, porque además vivimos en pecado, es tan bello y
está lleno de velos, intuimos la Belleza de Dios y la Belleza de su Amor, poder
ver la Gloria de ese Amor, la sorpresa infinita, inagotable, de ese Amor, poder
vivirlo sin velos, de una manera absolutamente transparente, será un gozo que no
tiene apenas más que una pálida comparación en los gozos y alegrías que tiene
este mundo (y cuidado que esas alegrías y esos gozos pueden ser extraordinariamente
bellos, sobre todo cuando nacen de la experiencia de un amor verdadero).
Señor, que acojamos el don Tuyo; que
acojamos tu Amor en nuestra vida y acojamos tu Palabra. Tu Palabra que es tu Obra,
el don de tu Amor (…). Que si tenéis la experiencia de Cristo en vuestra vida,
sois mensajeros (que no significa ir por la vida haciendo sermones a los
compañeros de trabajo, o a los sobrinos, o a los nietos…). Queredlos. Que puedan
reconocer en vuestro modo de estar con ellos algo del amor que nosotros hemos
encontrado en Cristo, aunque no lo merezcan, aunque parezcan que no se enteran,
que no quieren ver, que no quieren oír. Que nadie os quite la alegría. Y la
alegría irradia. Sed portadores de esa paz. (…)
Que el Señor, que nos ama con un
amor infinito, invada nuestros corazones (…).
Hacemos profesión de fe en este día
y lo hacemos de una manera especial.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2018 (Natividad
del Señor)
S.I Catedral