Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la S.I Catedral en el día de la Jornada de la Sagrada Familia, que también fue de acción de gracias por los mártires de la Alpujarra, en el 450 aniversario.
Fecha: 30/12/2018
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunida hoy en tan gran número:
Hoy es un día grande. La
celebración del Nacimiento de Jesús es el centro de la historia. De alguna
manera, eso lo expresa hasta los números que ponemos a los años. Nosotros contamos
los años a partir del Nacimiento de Jesús. Y eso expresa que es Jesús quien
cumple el tiempo y quien cumple en realidad todas las cosas.
La primera fiesta que se
celebra, el primer domingo que se celebra después de la Natividad, es siempre
la Sagrada Familia. Y lo primero que cumple el Señor es la familia. En todas
las culturas ha habido, de una manera u otra, de entender la vida familiar. Y
es más, yo creo que algunas de las culturas antiquísimas tradicionales de África
y de Asia, y de América incluso, hoy nos pueden dar envidia, porque nuestras
familias son como como si estuviéramos nosotros en mitad de un “tsunami
cultural”, y entonces están muy agitadas. Pero es verdad que hasta en esas culturas
donde se valora la familia primero está su imagen y su concepción de Dios, a lo
mejor se imaginaban que los animales representan el poder de lo divino (…). Sólo
el amor infinito de Dios revelado en Jesucristo es lo que Jesucristo nos ha
revelado; y no sólo nos lo ha revelado, sino que nos lo ofrece y nos lo da, a
pesar de que nosotros no podemos participar de él más que en nuestra pequeñez,
porque somos pequeños. El alimento mejor que pudiéramos tener en el mundo nosotros
tampoco lo podemos consumir, por mucho que nos guste (nos pondríamos malos). (…)
Imaginaros si la vida de Dios se nos diese toda de golpe. El Señor la pone a
disposición nuestra y cada uno la recibimos a la medida del cuenco, de la “taza”
que tenemos en nuestro corazón para cogerla.
Pero es cierto que lo que
Jesucristo nos da es ese amor infinito y fiel. Es decir, el Hijo de Dios se ha
hecho hombre de una vez para siempre y su Amor infinito se ha quedado para
siempre entre nosotros, para que nosotros y las generaciones que vengan, hasta
el fin del mundo, puedan tener acceso a ese Amor, recibirlo, ser curados de sus
heridas con él y vivir contentos porque lo hemos conocido. Y eso es el corazón
y la salvación de la familia. Incluso en las culturas donde el matrimonio ha
sido más cuidado, más venerado, nunca ha sido como el matrimonio cristiano.
¿Por qué? Porque ellos no conocen la Navidad. Porque ellos no conocen a un Dios
que es Amor siempre; a un Dios que es fiel siempre. ¿Significa eso que nosotros
podamos vivir así? Sí. Y todos hemos conocido matrimonios fieles, felices, toda
la vida. (…)
El matrimonio no es un
fruto de los esfuerzos humanos o de las cualidades humanas del novio o de la
novia. (…) para casarse no basta con ser majos, porque ser majos va bien mientras
las cosas van bien. Porque el amor entre un hombre y una mujer es siempre un
misterio infinito. Hay días en que parece que hay un muro que no es posible
franquear y sólo la Presencia de Dios hace que esos chicos majos puedan volver
a empezar, o agujerear ese muro y tirarlo abajo, o ver que aquella crisis es
una ocasión para quererse mejor; para quererse más; para caminar juntos mejor
hacia nuestra Patria, hacia nuestra Casa verdadera que es el Cielo. Eso es lo
que el Señor nos ha dado.
En el mundo en el que
estamos, estamos tan acostumbrados a vivir en un mundo cristiano (…) que la fe
que mostrábamos era tan vacía que la gente ha llegado a pensar que perder la fe
no pasaba nada; que todo seguía igual con fe que sin fe. Y resulta que no: que
perdemos la fe, y a lo mejor hay una cierta inercia como el coche que, aunque
lo frenes, sigue durante un rato por inercia, pero después te das cuentas que
no se sobrevive. Sobre todo, los matrimonios no sobreviven (…). Entre gustarse
y quererse hay que hacer un camino, que es mucho más largo que el Camino de
Santiago: hay que hacerlo con paciencia, día a día. Y para eso necesita uno la
compañía del Señor, porque, si no, tira la toalla. (…)
Necesitamos a Jesucristo.
Jesucristo no es un adorno en la vida. Es para poder vivir. Es para poder
respirar; para poder ser capaces de querernos cuando ya no quedan fuerzas para
quererse; ser capaces de perdonarnos cuando uno no tiene ninguna gana de
perdonar; ser capaz de salir de uno mismo y tratar de ponerse en la mirada
sobre el otro; de decirle cosas que no hieran, que no hagan daño, sino que
puedan construir, que puedan servir para que nos sintamos más cerca unos de
otros. Eso es lo que hace posible Jesucristo. Y qué cosa más grande, porque
todos nos damos cuenta, creyentes y no creyentes. Todo el mundo se da cuenta de
que en un mundo donde hubiera más amor todos viviríamos mejor. ¿Y por qué no
somos capaces? Porque tenemos esa herida del pecado original y de los muchos
pecados que hemos hecho nosotros después del pecado original, y nos hace difícil
el querernos. A veces, nos parece casi imposible el poder querernos. Señor, sólo
Tú lo haces.
Y ahí -os decía- la
Navidad está vinculada a la familia; la Iglesia la vincula a la familia, porque
sabe que la familia es algo que Jesucristo, cuyo contenido, y cuya alegría, y
cuya vida nadie vivimos sin una familia. Y hoy la familia está muy herida, de
muchas maneras. Y no en familias que estén lejos, a veces en nuestra propia
familia. (…)
Te necesitamos a Ti, Señor.
Necesitamos descubrirTe de nuevo. Rezar. Si se puede rezar juntos, rezar
juntos. Y si no se puede rezar juntos, pues a lo mejor rezar para que eso sea
posible un día o para que yo me pueda acercar a ti de nuevo; para volver a
poder decirte algo bonito (siempre se puede decir algo bonito).
Y ahí entra el martirio. Y
no porque la Iglesia sepamos cuál fue la fecha del martirio de San Esteban (sólo
sabemos que fue el primer mártir), la Iglesia celebra el día de Navidad, y al día
siguiente San Esteban, y después una fiesta que, a medida que pasa el tiempo, a
mi me sobrecoge cada día más (y me parece una fiesta inmensa y preciosa, que
nos pasa muy desapercibida): los Santos Inocentes. El día de los Santos
Inocentes no es el día de los chistes o de las bromas. Los Santos Inocentes, yo
pienso: Señor, en ese día la Iglesia honra a todas las víctimas de la historia.
Porque esos niños no habían conocido a Jesús; sus madres no habían conocido a
Jesús. (…) No eran cristianos. Pero fueron víctimas y el Señor los acoge como mártires.
Todas las víctimas de la historia, que son millones; que son miles todos los días:
niños vendidos como carne en diversas partes del mundo, mujeres maltratadas,
abusos de un tipo o de otro, de los poderosos sobre los pequeños, sobre los pobres.
Esa es nuestra tierra y esa tierra está llena de inocentes. A mi me parece muy
grande que, apenas pasa la Navidad, se celebra el tercer día después de la
Navidad primero San Esteban, después el evangelista San Juan, que es el
evangelista de la Encarnación (sin los Evangelios no tendríamos el testimonio
de quién es Jesús), e inmediatamente después los Santos Inocentes, que llenan
la historia y que van a llenar el Cielo. (…) Nuestra historia, nuestras
familias están llenas de víctimas de la injusticia. Hasta el mal que hacemos
nosotros algunas veces nace como una especie de resentimiento, de venganza, de
rabia, de indignación por algún mal que se nos ha hecho. (…)
Señor, tu Encarnación, tu
Amor es capaz de abrazarnos a todos. Y eso es lo más profundo del cristianismo.
Aunque nosotros no seamos capaces, aunque a nosotros nos parezca imposible, tu
Amor nos abraza a todos, nos acoge a todos. Y es fiel, nunca dejará de querernos
a todos, seamos quienes seamos. Y qué bello que la historia en nuestra Iglesia
de Granada esté salpicada verdaderamente de mártires: mártires en los comienzos
de la Iglesia; mártires -muchos- durante la ocupación musulmana, aunque de
muchos no sepamos sus nombres; mártires después de la Reconquista en vuestros
pueblos, en las Alpujarras, son de vuestras familias muchos de ellos (…). Algunos
de ellos eran moriscos también, por lo tanto, no era una cosa de razas, ni de
ese tipo, y dieron su vida por Cristo, porque tenían la fe cristiana. Quien ha
conocido a Jesucristo no quiere nunca renegar de Él. ¿Por qué? Porque sabemos que
“tu Gracia, Señor, vale más que la vida”. Perder la vida por Ti no es perder
nada; perderTe a Ti es perderlo todo. Y muy recientemente, en la persecución
religiosa del siglo XX, también nuestra tierra ha estado sembrada de la sangre
de los mártires (hay muchos más de los que conocemos también).
Le damos gracias al Señor
por esa historia bella que testimonia que el amor de Jesucristo vale más que la
vida. Y en este mundo nuestro, hoy, creyendo que teniendo muchos aparatos y
medios para vivir con comodidad que lo tenemos todo, al final nos falta la
alegría muchas veces, nos falta la esperanza, nos falta la capacidad de querer,
nos falta el amor, nos llenamos de soledad, aunque estemos rodeados de gente. Y
es tu Vida la que nos da la vida. Y es tu Amor lo que nos permite vivir
contentos, pase lo que pase. Como decía uno de los que estaban muriendo en la
iglesia de Ugíjar, y le estaban a él echando aceite y las mujeres estaban en la
torre, y les decía: “Diles a las mujeres que no sufran; que vamos a morir esta
noche, pero el morir pasa pronto y dentro de nada estamos en el Cielo”. Eso no
vale sólo para los mártires, vale para todos. La vida es un soplo y lo que nos
aguarda no es la muerte, sino que lo que nos aguarda son los brazos abiertos de
Nuestro Señor, para todos, sin dejar a nadie fuera, porque Su Amor es
infinitamente más grande que todo el amor del mundo.
Vamos a rezar el Credo y a
darLe gracias al Señor.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
30 de diciembre de 2018
S.I Catedral de Granada