Homilía en la Eucaristía del Bautismo del Señor y Ordenación de dos nuevos sacerdotes: Alejandro Anguís y David Salcedo, el 13 de enero de 2019.
Fecha: 13/01/2019
Queridísima Iglesia del Señor (venida
hoy de tantos lugares, para celebrar esta fiesta de toda la Iglesia, que es
siempre una Ordenación Sacerdotal, y esta bella fiesta que es el Bautismo del
Señor, que celebramos a la sombra de la Navidad):
Para nosotros, el día de la
Epifanía, que llamamos el día los Reyes Magos, es como el final de la Navidad.
Pero en la antigüedad cristiana más antigua, y en las tierras por donde el
cristianismo creció al principio (por lo que hoy es Israel, Palestina, Siria,
el Líbano, Iraq, el Sinaí, la costa norte de Egipto…), para ellos la Navidad era
el 6 de enero, y hasta casi el siglo V no conocieron la fiesta de la Navidad,
que venía de Roma, del 25 de diciembre.
Y la fiesta de la Navidad constaba
también de más días que uno. La manifestación es la salida del sol. En el
lenguaje de Jesús, todavía más: es el amanecer, la fiesta de la salida del sol.
La fiesta donde “nos visitará el sol que nace de lo alto”, como dice san Lucas
en el Benedictus, se celebraba el 6 de enero. Hasta le daban un carácter
simbólico con respecto al solsticio de invierno, porque entre el solsticio de
invierno y el 6 de enero hay trece días que representan al Señor y a sus doce
apóstoles; es decir, que tenía también su significado.
Pero, a la fiesta de la Navidad
seguía inmediatamente la fiesta del Bautismo del Señor y la fiesta de las Bodas
de Caná. Y a mí me parece que en las tres, aquellos cristianos de los primeros
siglos trataban de explicar todo el Misterio de la Encarnación del Hijo de
Dios, que es el centro del cristianismo. Tan el centro del cristianismo es que
nosotros seguimos contando los años por la Encarnación, aunque la fecha no
pueda ser… (porque ahora tenemos instrumentos de medición, que no los había en
los primeros siglos cristianos y no es exacta la fecha del nacimiento con el
año que celebramos); pero, aproximadamente, son 2018 años y nosotros, nuestra
era, la Historia ha comenzado de nuevo cuando el Hijo de Dios se ha hecho
hombre. Y eso es lo que celebramos verdaderamente en la Navidad. Todo lo demás
son adornos de los que se podría prescindir. A veces, las personas que están
viviendo una enfermedad grave, o la agonía de un ser querido, o una catástrofe…
pues, se dan más cuenta de lo que significa la Navidad, que quien lo tiene
todo.
Pero yo quiero subrayar qué
significaba para aquellos cristianos la fiesta de Epifanía, qué significaba el
Bautismo del Señor y qué significaba el Evangelio del domingo siguiente de las
Bodas de Caná. Uniendo las tres como una sola fiesta. La fiesta de la Epifanía,
su nombre lo decía: “Ha aparecido la luz (nota:
al nacer Jesucristo), en este admirable intercambio (nota: ¡en este admirable comercio!, en latín decía comercio; es decir,
por el cual Dios se da a nosotros y recibe en nosotros, nuestra pobre
humanidad, nuestra carne de pecado, semejante en todo a nosotros justo en todo
menos en la herida del pecado). Pero en esa unión, en ese intercambio donde
el Señor hace con cada uno de nosotros, en esa boda que es el Nacimiento de
Jesucristo, Dios se une con nuestra pobre humanidad en las entrañas de la
Virgen y, al nacer Jesús, en el cuerpo, en la humanidad de Jesús, se ilumina la
vida de los hombres. Se ha iluminado el horizonte de nuestra vida. Se ha
iluminado lo que significa Dios para nosotros. Gracias a la Encarnación sabemos
que Dios es Amor. Eso, no os creáis, parece que es obvio, pero no ha sido
nunca, nunca, obvio. Los hombres han tenido mucho miedo de que los dioses
estuviesen enfadados y de que vivieran enfadados, porque como nunca nadie podemos
presumir de ser lo suficientemente buenos, se pasaban la vida haciendo oraciones
para aplacar la ira de los dioses, para que su castigo no durase muchas
generaciones.
Es el Nacimiento de Cristo, es la
Encarnación del Hijo de Dios quien nos revela que Dios es Amor; que Dios es Luz:
la Luz que ilumina nuestra vida. Todos somos conscientes de que el amor es
probablemente lo que más vinculamos a la felicidad. En Cristo aparece que el
secreto de la Creación, el secreto último, el misterio último de todas las
cosas, también de nuestra vida, de nuestras relaciones; el misterio último, que
es la fuente y la plenitud de todo, se llama Amor. Dios se llama Amor. El
nombre de Dios es Amor. Y como dice San Juan, “todo el que ama ha nacido de
Dios”. No todo lo que los seres humanos llamamos amor es amor, pero allí donde
hay un poquito de amor verdadero, aunque sea nada más que una brizna, esa
brizna es participación en la vida de Dios. La vida misma es participación en
la vida de Dios.
Y eso es lo que celebramos el día de
la Epifanía. Y el día del Bautismo del Señor, ¿qué celebramos? La humillación
de Dios. “Vemos” ese intercambio que ha iluminado la Historia y el mundo, lo
vemos desde el lado de Dios. ¡Se han abierto los cielos!, que era algo cerrado
para los hombres, y el Hijo de Dios ha bajado, no sólo a la tierra, sino baja
al Jordán a bautizarse, baja a las aguas, que eran para los judíos el lugar del
abismo, el fondo sobre el que está apoyada y sostenida la tierra, Cristo, el
Hijo de Dios, ha querido bajar. Está anunciando ya su muerte, de alguna manera.
“Bajó a los infiernos”. El “bajó a los infiernos” está prefigurado. Y baja con
el Espíritu Santo, que le va a acompañar toda la vida y que cuando Él entrega
su vida al final de ella, cuando su Vida se hace en un regalo para todos
nosotros, nos deja, como arras de nuestra vocación a la vida eterna, el
Espíritu Santo en nosotros.
Por eso es una fiesta preciosa. “Se
abrieron los cielos”. Los cielos estaban cerrados. Dios era siempre el Ignoto,
el Desconocido, el Inalcanzable, el Inefable. Dios ahora tiene un nombre:
“Jesús”. Como dice una persona que yo conozco, “desde la Encarnación, Dios
tiene ‘chicha’”. Y es verdad que, como dice también San Juan: “Lo que hemos
oído, lo hemos visto, lo hemos tocado con nuestras manos, acerca del Verbo de
la vida, que estaba en Dios y se nos ha manifestado”. Cambia la vida humana, porque
Dios ha querido compartir nuestra pobreza, la pobreza de nuestra humanidad
hasta el abismo de la muerte, sin avergonzarse de nuestra oscuridad, de nuestra
pobreza, de nuestros pecados, de nuestra muerte, de nuestra miseria. Como decía
también algún cristiano de los primeros siglos, “como un médico limpio que no
se avergüenza de las heridas de su enfermo; que se acerca a ellas para
limpiarlas, para curarlas”. Así se acerca el Señor al abismo de nuestra
humanidad.
¿Y qué se celebra en las Bodas de
Caná? ¿Que qué pasa en ese acercamiento? De nuevo, fijaros que no hay novia en
esa boda, no se habla de ella Claro, se supone que la había, pero, ¿cuál es el
simbolismo? Esa boda vuelve a hablar de la Encarnación, vuelve a hablar de una
humanidad a la que se le acaba la alegría y el vino. No nos imaginamos nosotros
la tragedia que era para una familia palestinense del siglo I que se le acabase
el vino en el día de la boda. Pues, cuando a nosotros se nos acaba la alegría,
donde está el Señor, que ha querido quedarse con nosotros para siempre, nunca
faltará la alegría; nunca faltará la gratitud; nunca faltará la gratuidad; nunca
faltará el intercambio de dones; nunca faltará esa Presencia que es capaz de
renovar, después de la caída más grande, del fallo más tremendo, el corazón
como el día de la Creación, de modo que podamos siempre empezar de nuevo; de
modo que no falte la alegría y que el vino nuevo, que el Señor nos da, sea
mejor que el vino que habíamos fabricado nosotros antes, como en las Bodas de
Caná.
Comprendéis ahora el sentido de esas tres (nota:
fiestas), que la Iglesia Latina las ha conservado: después de la Epifanía,
el domingo siguiente, siempre el Bautismo del Señor, y el primer domingo
después del Bautismo del Señor es siempre el Evangelio de las Bodas de Caná.
Señor, Tú bajas hasta nosotros, para
quedarte con nosotros, de forma que en nuestras vidas no falta nunca la
alegría. Y me diréis: “¿Y esto qué tiene que ver con la Ordenación que estamos
celebrando?”. ¡Tiene que ver todo! Porque el Hijo se hizo hombre para compartir
nuestra humanidad y para dejar sembrada en esa humanidad su Espíritu Santo, de
forma que la Presencia del Espíritu Santo pudiera hacer verdad la Promesa del
Señor: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Se queda en los Sacramentos, se queda en el Pan y el Vino de la Eucaristía,
cuando se hace presente, se queda en el matrimonio, pero se queda de una manera
personal en el Orden Sacerdotal. Es un Sacramento como los demás, pero los
demás no existirían sin el Orden Sacerdotal. No existirían sin la sucesión
apostólica que, desde los apóstoles hasta este pobre pastor vuestro, ha
llegado, generación tras generación, aquello que el Señor dijo después de la
Resurrección: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les
quedan perdonados”. Pero, ¿quién puede perdonar los pecados mas que Dios? Efectivamente.
Ni yo, ni vosotros, ni ninguno de nosotros. Ni por nuestras virtudes. Sólo
Dios, que nos ha comunicado el Espíritu Santo, para poder ser instrumento de
perdón, instrumento de la Presencia viva de Cristo, en medio de su pueblo y en
medio del mundo.
Cristo ha bajado a las aguas y a la
oscuridad del abismo; ha bajado para que nosotros podamos vivir en la alegría y
en la libertad gloriosa de los Hijos de Dios. Y ha querido escogeros a vosotros
para que seáis instrumento de esa alegría y de esa libertad. Y eso es precioso.
Y vosotros sois jóvenes y diréis: “Bueno, es precioso cuando uno es joven y
cuando uno es mayor…” (y a veces, veis sacerdotes mayores que no tienen la
frescura y la alegría que tenían)… Yo os puedo dar testimonio: mi cuerpo se desmorona
poco a poco, con los años, como es natural, pero tengo hoy más alegría, más
esperanza en el Señor, más certeza de que el Señor no falla, que la que tenía
el día que me ordené, que tenía muchos nervios y mucho miedo, igual que
vosotros, como es normal, porque somos seres humanos.
Es un privilegio para vosotros,
porque los dones de Dios son para disfrutarlos, y es un privilegio para el
Pueblo cristiano, para todos nosotros, por la sencilla razón de que es un
regalo del que nadie seríamos capaces de decir “lo merecemos”. No, no merecemos
ser cristianos, no merecemos el Bautismo, no merecemos el regalo de la
Eucaristía cada vez que se celebra y no merecemos el regalo que estáis llamados
a ser en la Iglesia de Dios. Pero, disfrutadlo y estad seguros que el Señor
cumple, cumple su Promesa. La Promesa que ha hecho a todos nosotros (“Yo estoy
con vosotros todos los días”) se hace viva en vuestras personas, en vuestras
vidas. No entendáis nunca (yo sé que no lo hacéis, pero como puede haber
personas que lo entiendan de esa otra manera), no os dejéis nunca engañar por
el Maligno de pensar que el sacerdocio es una especie de profesión liberal,
donde uno termina la carrera, igual que se hace la graduación al final de una
carrera, al final de un doctorado, y luego ya uno ejerce esa profesión como
mejor se le ocurre. No. Entráis a participar del único sacerdocio de Cristo,
que llega a nosotros a través de esa cadena física, que es la sucesión apostólica,
y formáis parte de un cuerpo, que es un presbiterio al servicio de un Pueblo:
el Pueblo santo de Dios. No perdáis nunca la conciencia: nuestras vidas es para
que el Señor se pueda hacer presente en el Pueblo santo de Dios, y renueve así
la esperanza y la alegría de los hombres. Y eso, en todas las dimensiones de la
vida, no sólo en los actos religiosos. La Eucaristía, en realidad, empieza
cuando termina la misa. Quiero decir, nuestra vida. Hemos recibido al Señor y
después de recibir al Señor es cuando vamos al mundo, y va el Señor con
nosotros, donde estemos, sea en la huerta donde estamos recogiendo patatas, o
chirimoyas, o mangos, o aguacates, o lo que sea, o sea en el Mercadona, o sea
visitando a una familia en el pueblo, o yendo a celebrar un cumpleaños, o yendo
a ver una película… El Señor va con nosotros todos los instantes de nuestra
vida. O al hospital, o al tanatorio. Él nos acompaña siempre. Es el único que
nos acompaña siempre, minuto a minuto, segundo a segundo, hasta la vida eterna.
Ser instrumentos de eso es lo más
precioso que se puede ser en esta vida. Disfrutadlo. Pero como eso no está en
vuestras manos, el dar la talla, entonces todos nosotros vamos a pedir por
vosotros, así que os vais a tirar al suelo y, experimentando vuestra pequeñez,
como si estuvierais en el Bautismo del Señor, sumergidos en las aguas, y todos
nosotros le pediremos a la Virgen, al Señor, a la Virgen y a los santos, que os
fortalezca con el Espíritu de Dios, para que podamos darLe gracias siempre por
vosotros en nuestra vida, que es lo que el Señor quiere.
+ Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
13 de enero
de 2019
S. I
Catedral de Granada
Fiesta
Bautismo del Señor
Palabras finales de
Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía de Ordenación Sacerdotal de dos diáconos
granadinos, el 13 de enero de 2019.
Antes de
terminar, quiero deciros dos cosas. En primer lugar, yo quiero dar las gracias
a los padres, tanto de Alejandro Pablo como de David, y a la familia entera.
Sin vosotros, ellos hoy no estarían aquí. Pero no penséis, que esto es como un
regalo que le hacéis al Señor y que ahora tenéis que pasaros toda la vida
pasándole un recibo al Señor por el regalo que le habéis hecho. Que el regalo
es también para vosotros: es el Señor.
Recuerdo una chica que había terminado su carrera y le quiso decir a su padre
que quería ser religiosa, que quería consagrarse al Señor. Y su padre le quería
regalar algo y el padre le dijo: “Vente y nos damos un paseo”. Y en el paseo le
dice el padre: “¿Qué quieres que te regale por haber terminado la carrera?”. Y
la chica entonces le contó su vocación. Y dice: “Pero no me has contestado,
porque yo te he dicho que qué querías que te regalara yo a ti, no qué me ibas a
regalar tú a mí”. Me parece precioso por parte del padre.
Quiero que
sepáis que no perdéis a vuestros hijos, para nada. Al contrario. A lo mejor no
los tenéis cerca, volarán de una manera o de otra (hubieran volado de todas
maneras), pero siempre estarán mucho más cerca de vosotros que nadie. Y el
Señor paga el ciento por uno. Es el mejor pagador.
Esto, para chicos y chicas de los que estáis aquí, también quiero deciros que
si sentís en el corazón en algún momento, o lo habéis sentido esta mañana, o en
otra ocasión, que el Señor os llama, que no le cerréis las puertas. Os prometo
que el Señor hace la vida infinitamente más grande que nada que podamos
imaginar. Los que somos varones, siguiéndoLe, entusiasmándonos con Él e imitándoLe,
como uno puede seguir al mejor jefe, al héroe que uno pudiera imaginarse. ¿Las
chicas? Pues, amándoLe, justamente, también, como al mejor esposo, como al
mejor novio.
No le
tengáis miedo al Señor, ni unos ni otros. Si llama. Si no llama, por favor, no
lo intentéis, porque al final eso es un desastre para la vida de la Iglesia. Cuando
uno se mete en este charco sin que le haya llamado el Señor, eso siempre sale por
algún lado. Es como cuando uno se casa sin tener que casarse. Pero, ¿qué os
llama el Señor? Pues, abridle las puertas. No le tengáis miedo que el Señor no
engaña. Engañamos los hombres, mentimos los hombres, traicionamos los hombres, pero
el Señor ni engaña, ni miente, ni traiciona.
Le damos
todos gracias a Dios por el regalo que nos ha hecho y yo a vosotros por el
regalo que nos habéis hecho, que habéis hecho al pueblo cristiano.
+ Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
13 de enero
de 2019
S. I
Catedral de Granada
Fiesta
Bautismo del Señor