Homilía de Mons. Javier Martínez en la S.I Catedral, en el III Domingo del Tiempo Ordinario, con la asistencia de un grupo de fieles de origen venezolano residentes en Granada, por cuyo país se oró en la Eucaristía.
Fecha: 27/01/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridas hermanas riquelminas, que
estáis aquí en la Eucaristía, y han venido para anunciarme que, en el camino
hacia la beatificación de la granadina Madre Riquelme, estamos más cerca del
anuncio de su próxima, si Dios quiere, beatificación;
Asociación de venezolanos residentes
aquí en Granada, que os unís a esta Eucaristía y nos unimos nosotros a vuestro
sufrimiento y a vuestras intenciones, llenos de un amor grande por un pueblo
precioso que también ha dado ya muchas muestras de saber resistir a toda clase
de violencias;
y queridos Puericantores;
queridos hermanos y amigos todos:
La lectura primera, la lectura en la
que Esdras habla el Libro de la Ley, y el Pueblo “renueva” la Alianza del
Sinaí, la Antigua Alianza, es un hecho que tiene lugar después de una gran
dispersión de Israel. El Pueblo de Israel había sido condenado por los asirios
al destierro en lo que hoy es el Kurdistán iraquí y la antigua Nínive, y luego
por Nabucodonosor, las tribus de Judá, el reino de Judá, había sido también
deportado un siglo después al sur de Mesopotamia, al lugar donde estaba la
antigua Babilonia. Aquella dispersión había fortalecido la fe de unos pocos que
se mantuvieron fieles. Todos recordáis el Salmo “junto a los canales de
Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión, en los sauces de sus
orillas colgábamos nuestras cítaras”, y tantos pasajes. El Cantar de los
Cantares está escrito, sin duda, por algunos judíos que vivían en aquel
destierro, pero también es verdad que ni los campesinos que habían quedado en
Palestina, ni muchos de los que habían ido al desierto habían olvidado la
Alianza que el Señor había hecho con su Pueblo, el vínculo que unía a Yahvé con
su Pueblo, y se habían apartado de Dios asumiendo costumbres paganas, asumiendo
muchas cosas del mundo que le rodeaba y olvidándose del Señor su Dios.
La lectura que hace Esdras, por
tanto, es una renovación de la Alianza, cuando se va a reconstruir también el
Templo de Jerusalén, que había sido destruido por Nabucodonosor. Y es como un
nuevo comienzo en la historia de Israel, y el Evangelio que hemos escuchado es
un nuevo comienzo absoluto en el ministerio de Jesús. Jesús coge, en la
sinagoga de Nazaret, un pasaje del profeta Isaías y se atreve a decir, lo más
tremendo que se podía decir, es un pasaje fuertísimo: “Hoy se cumple esta Escritura
que acabáis de oír”. Jesús no había dicho (no podía decir) “yo soy el Hijo de
Dios” o “yo soy la segunda persona de la Santísima Trinidad”, pero diciendo
“hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” estaba proclamando su
condición de ser la medida de los profetas, y por lo tanto, de alguna manera,
su naturaleza divina.
Lo tremendo, lo que a mí se me hace
tremendo siempre ese pasaje, cuando hay que predicarlo, es que yo puedo decir
hoy, delante de vosotros, con la misma verdad con que lo dijo Jesús en Nazaret:
“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.
Jesucristo cumple los anhelos y las
promesas, sobre todo las promesas, que Dios había hecho a Abraham, a Isaac, a
Jacob, a David… las promesas que Dios había hecho a los padres fundadores del
Pueblo de Israel. Y Jesucristo cumple también los deseos de las naciones, los
anhelos de todos aquellos que, sin pertenecer al Pueblo Judío, sencillamente,
anhelan la plenitud de una vida que todos percibimos que nuestro corazón está
hecho para la felicidad, y hecho para un bien sin límites y para un amor sin
límites. Y nos damos cuenta de que ese amor no existe en la tierra, por lo tanto
tenemos la tentación de pensar que es una utopía o que es una falsedad o que es
un falso consuelo. Si yo soy creyente en Jesucristo (y quiero serlo), no puedo
deciros nada menos que “hoy se cumple para cada uno de nosotros Esta escritura
que acabáis de oír”. Se cumple en Jesucristo, se cumple en Jesucristo, que
sigue vivo.
Si hemos venido a esta celebración,
muchos de nosotros, o la mayoría, o algunos por lo menos vais a comulgar, vamos
a comulgar. En nuestro cuerpo, en nuestra carne va a tomar posesión, va a
habitar con la misma verdad, igual de misteriosamente, pero con la misma
verdad, va a habitar el Hijo de Dios. Pasamos a ser carne de Dio. Somos hijos
de Dios. Todo eso no son palabras cristianas bonitas pero metafóricas que no
significan en realidad nada mas que un estímulo para que seamos un poquito más
buenos, o cosas así. No, es real. Es real. La Presencia de Cristo en la
Eucaristía es real, y Cristo viene al altar y viene a la Eucaristía para poder
habitar en nuestros corazones, que Él anhela, que Él desea. Y no porque Él nos
necesite para algo, que no nos necesita para nada, sino porque nosotros tenemos
necesidad del amor infinito que Él es, y sólo eso cumple (si fuéramos
israelitas, cumple las promesas de los profetas: “Alégrate, hija de Sión”). Y
para nosotros, cumple nuestras esperanzas humanas, y como hijos de Israel que
hemos recibido también toda la Tradición del Antiguo Testamento, para
nosotros también cumple lo que el Señor
había prometido a su Pueblo por los profetas: “Yo prepararé en este monte un
banquete de manjares deliciosos y de vinos generosos”, “será la alegría de las
naciones y la alegría de los pueblos”, y la Alianza hará de la Esposa de Yahvé
una Esposa fiel, resplandeciente de belleza, que el último libro del Nuevo
Testamento, el Apocalipsis, anunciará que “baja del cielo ataviada como una
novia para su esposo”. De hecho, cada Eucaristía es una celebración de esa boda
que anticipa la boda del fin de los tiempos. Yo os digo que puedo decir con
toda verdad que “hoy se cumple esta Escritura”; hoy se cumplen las promesas que
Dios hizo al Pueblo de Israel; y se cumple en esta Eucaristía, y se cumplirían
en la Eucaristía más pequeña que en un pueblecito de la Alpujarra, por ejemplo
el Golco, donde viven seis o siete personas nada más, se está celebrando; o en
alguna de las montañas de Venezuela, donde un grupo de cristianos junto a su
sacerdote están celebrando y pidiendo por la paz, y allí se juntan el cielo y
la tierra, y Dios se hace presente en medio de nosotros, el Emmanuel, que hemos
celebrado en la Navidad. Dios con nosotros, claro que sí.
Pero, con la misma verdad que lo
puedo decir yo, lo podéis decir cada uno de vosotros. Cuando hemos encontrado a
Jesucristo, cuando hemos encontrado al Señor, cuando hemos acogido al Señor en
nuestra vida, por la fe y el Bautismo, de una manera que se renueva, cada vez
que celebramos la Eucaristía, el Señor habita en vuestra vida, en vuestro
cuerpo, en vuestro corazón, en vuestras personas. Sois portadores de esa plenitud.
En nosotros que formamos todos juntos en la Iglesia, somos cada uno y todos
juntos portadores y anunciadores de esa plenitud sin límites, que es el Amor
del Señor por nosotros, hasta por el más pequeño, y quizás más por el más
pequeño, por el más pobre.
Diréis, “es imposible, usted no sabe
el mal genio que tengo yo” o “usted no sabe lo desastre que soy” o “no sabe
cuántos pecados hay en mi vida y en mi historia, Dios no puede estar en mí”.
Pues, Dios está, en nosotros. No se ha avergonzado de nuestras manchas, de
nuestros límites, de nuestras pequeñeces, y no se avergonzará jamás, no dejará
de amarnos, sólo pide que Le acojamos en nuestra vida, y en esa misma pequeñez
el Señor se hará presente para el mundo.
Decía el Salmo que hemos recitado
una cosa muy bonita: “El gozo del Señor es nuestra fortaleza”. El gozo del
saber que el Señor está en nosotros, que el Señor viene a nosotros, que no se
cansa de venir a nosotros, que no se cansa jamás de estar en nosotros y con
nosotros y de querernos y acompañarnos en el camino de la vida. Esa alegría es
nuestra fuerza, es nuestra única fuerza. Pero hay que tener la experiencia. Hay
que pedirLe al Señor que haga que eso no sea una cosa que hemos oído y que nos
han contado, sino que sea una experiencia en la comunión del Cuerpo de Cristo.
Y ahí, qué lectura tan bella la que hemos leído de San Pablo: “Todos nosotros
formamos un cuerpo”, el Cuerpo de Jesús; Él habita en todos nosotros y nosotros
somos miembros: la mano no hace todo lo que hace el cuerpo, la uña no hace todo
lo que hace el cuerpo. Señor, y yo soy en tu cuerpo menos que la uña, pero la
uña araña, se defiende, protege un poco los dedos para que, cuando tienen que
manipular cosas que son más duras, no se deshaga la piel, es decir, protege ese
trocito del cuerpo tan indispensable que son las manos. Pero no hace todo lo
que hace el cuerpo. La uña no hace circular la sangre o no tiene la
sensibilidad que tienen los nervios que conducen el contacto de las cosas al
cerebro. Pero todos funcionan a una, todos viven a una, todos los miembros del
cuerpo. Si me cae una mota en el ojo o el viento me mete un grano de arena en
el ojo, el dedo y la uña acuden inmediatamente a ver cómo me lo puedo sacar, si
me lo puedo sacar. ¿Por qué? Porque se siente parte del cuerpo. Es una lógica
distinta a la del mundo. Las lógicas del mundo son lógicas de poder. La lógica
del Cuerpo de Cristo es la lógica de la cooperación y del amor mutuo.
Señor, en nombre de ese Amor estamos
celebrando, diríamos, hijos de dos naciones diferentes, de dos patrias diferentes,
y sin embargo, somos miembros del mismo Cuerpo. Nadie podemos decir en ese Cuerpo
“yo me basto a mí mismo, yo no necesito de estos otros, estos son de otro
sitio”. No hay otros sitio. Si somos hijos de Dios, nuestro sitio es Dios, y
Dios está con nosotros, con cada uno de nosotros; y Dios cumple en cada uno de
nosotros sus promesas. La promesa de su Misericordia, de su Abrazo de Amor, del
perdón de los pecados y la promesa de la vida eterna. Cuánta alegría. El gozo
del Señor es nuestra fuerza. No tenemos otra. Nosotros no tenemos ejércitos, no
tenemos muchas cosas muy poderosas de las que influyen en el mundo, pero tenemos
la fuerza de una experiencia que es verdadera y que nadie puede arrancar de
nosotros. Y esa experiencia es el fundamento de nuestra libertad; esa
experiencia es el fundamento de nuestra alegría, de nuestra gratitud, de
nuestra vida como hijos libres de Dios; y de nuestra esperanza, de nuestra
esperanza cierta en la promesa del Señor de la vida eterna. Hoy se cumple, para
cada uno de nosotros, porque Cristo viene a nosotros, ¿qué podemos temer?: “¿Si
Él está con nosotros, quién contra nosotros?”. ¿Quién contra nosotros, hijos
míos? Ningún gobernante, por muy cruel (…) que pueda ser, puede arrancar esas
raíces que el Señor pone en nosotros y que nos atan al Cielo, y que no nos van
a arrancar nadie. Nadie nos la va a arrancar, claro que no, ni a vosotros, ni a
nosotros, ni a cualquiera que haya echado sus raíces en las promesas del Señor,
porque el Señor cumple siempre sus promesas.
Vamos a proclamar nuestra fe, llenos
de gozo.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
27 de enero
de 2019
S.I
Catedral de Granada
Palabras finales de Mons. Martínez, antes de la bendición final.
Antes de daros la bendición, un
pensamiento que se me ha quedado en la homilía como colgando.
Que el Señor cuando dijo “hoy se
cumplen las Escrituras que acabáis de oír” no era una palabra vacía. Porque otra
vez que le preguntaron “¿eres Tú el que has de venir?”. Y Él dijo: “Mirad, los
ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y los pobres son evangelizados”.
Por lo tanto, Él podía remitir a unos hechos.
Cuando yo os estaba diciendo que
nosotros como Iglesia y cada uno de nosotros, como miembros del Cuerpo de
Cristo, somos portadores de Cristo al mundo, no podemos remitir a lo que
remitía el Señor, porque nosotros somos hijos de Dios, en esta nuestra carne mortal,
en este mundo de pecado, y no podemos remitir a nuestra perfección; pero sí que
podemos remitir a la experiencia de Cristo y también podremos decir… (tienen
que ver los hombres algo diferente en nosotros, algo diferente a lo que se ve
en el mundo, a lo que está en la calle, a lo que es la vida de quien no tiene
esperanza. Y lo más grande que pueden ver es nuestra comunión, que rompe las
fronteras y salta las fronteras; nuestra capacidad de amar a todos los hombres,
estén donde estén; y nuestra esperanza inalienable, indelegable, invencible, bella
como el oro y fuerte como el hierro).
Os doy la bendición. Nos unimos a la
JMJ de Panamá. El Santo Padres les decía ayer a los muchachos “sed
influencers”. Yo os lo digo también a vosotros, especialmente a los jóvenes.
Tendríamos que ser “virales”, que nos vieran y nos pasaran a YouTube
inmediatamente, porque, o estamos locos, o hay algo especial en nuestra vida que
es para llamar la atención. “Trending”. “Trending” en vuestros cantos y “trending”
en vuestra vida.
Os doy la bendición y os suplico a
todos que no os olvidéis de Venezuela y de toda América central. Que no os
olvidéis de todo el sufrimiento. El otro día me hablaban incluso que en Brasil
estaban habiendo movidas y revoluciones y manifestaciones, un poco en la línea
de lo que está pasando en Venezuela, queriendo imponer en otros países lo que
nace de Venezuela. ¡Dios mío! Hay que pedir por América Latina y por todos los
países de América Latina pero, en estos momentos tan delicados, especialmente por
nuestra querida Venezuela.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
27 de enero
de 2019
S.I
Catedral de Granada