Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del voto a San Cecilio de la ciudad, el domingo 3 de febrero, celebrada en la Abadía del Sacromonte con la asistencia de autoridades civiles y militares, y el pueblo cristiano en general.
Fecha: 03/02/2019
Queridísima Iglesia del Señor, que
se reúne en Granada en esta mañana bella y fría (nos ha concedido el Señor
reunirnos un año más en la Abadía del Sacromonte, para dar gracias por el don
de nuestra fe y por los frutos de ese don en nuestro pueblo y en nuestras vidas);
querido Sr. Alcalde, excelentísimas
autoridades;
hermanos y amigos (todos los que os
asomáis o participáis en esta Eucaristía):
Cuando pensaba yo en esta
celebración se me ocurría que uno de los puntos en los que el pensamiento del
siglo XX, o lo mejor del pensamiento del siglo XX, podría verdaderamente
expresarse y resumirse de una manera sencilla, tanto en la tradición
postmarxista como en la tradición postliberal, puesto que las dos tradiciones
han agotado sus posibilidades y sus límites, es el hecho de que las tradiciones
son esenciales para la vida moral de las sociedades. Sólo en la Tradición, sólo
en la referencia a una tradición, se hace posible el crecimiento moral. Pero,
no sólo el crecimiento moral, sino la misma vida intelectual y el florecimiento
del arte. Sin Tradición, sin referencia a una tradición, y por lo tanto a una
cierta normatividad de esa tradición, ni siquiera hay contra qué revolverse. El
hombre pierde sus referencias, pierde su sentido y la vida humana se convierte
en eso que algunos anuncian. Pienso en películas como “La Odisea en el espacio”
o “Matrix” (ya hace muchos años), un mundo posthumano, un mundo donde nada
humano es capaz verdaderamente de florecer en realidad. Y la Tradición no son
ideas, no son creencias, no son valores. Todo eso es demasiado etéreo como para
que pueda sostener la vida de las personas que somos alma y cuerpo,
simultáneamente, y además de una manera que no es posible separar una dimensión
de la otra.
La Tradición es, ante todo,
prácticas. Prácticas en las cuales aprendemos, desde niños, quiénes somos. Si
os fijáis, no hay más que una manera de responder a la pregunta “¿quién soy
yo?” y es contar una historia. Si no tenemos una historia que contar, no somos,
literalmente, nadie; somos un número, somos un punto perdido en las coordenadas
del tiempo y del espacio, pero no somos protagonistas de nada. Sólo quien tiene
una historia que contar puede sentirse, en cierto modo, aún sabiéndonos
pequeños, aún sabiéndonos mortales, aún sabiéndonos limitados, podemos ser
verdaderamente alguien.
La historia que podemos contar los
cristianos es la historia del amor de Dios por nosotros. Y cuando nosotros nos
reunimos por el día de San Cecilio por lo que damos gracias es por la Tradición
en la que nosotros somos parte del drama de la humanidad de una manera
preciosa, porque sabemos, tenemos la certeza. Esperanza no significa utopía. La
esperanza cristiana, que no es el optimismo, sino la esperanza que no defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, es la certeza
del triunfo final del amor de Dios en nuestras vidas, en la historia humana.
Recordar, celebrar San Cecilio es
celebrar la Tradición de la que somos hijos y dar gracias por esa Tradición. Yo
sé que en esa Tradición hay mil engaños, mil hipocresías, pero sabemos que son
engaños y que son hipocresías, y que son traiciones, que son pecados. Y las
hubo desde el primer momento: de los Doce discípulos del Señor uno de ellos le
vendió por treinta monedas. Por lo tanto, no nos escandaliza el pecado en la
historia de la Iglesia. Pero la historia de la Iglesia sigue siendo lo más
bello que hay en la historia humana porque nunca ha dejado de estar en ella
presente el Santo, el Señor, el Amor infinito de Dios por nosotros los hombres.
Por nosotros, pobres hombres llamados, como hemos descubierto a la luz de la
Cruz de Cristo, a participar de la vida divina, inmortal, eterna, del amor
invencible de Dios.
Yo sé que una parte de la modernidad
ha sido una lucha contra toda Tradición y es posible que esa parte de la
modernidad que se concibe a sí misma sólo en referencia, en contraste, en
oposición a la Tradición, es probablemente la que ha causado más destrozos. La
tragedia de las dos Guerras Mundiales, por ejemplo, por decir sólo algunas de
las catástrofes más grandes que ha conocido la humanidad. Pero la modernidad no
es sólo eso. La modernidad es un amor a lo humano, un redescubrimiento de
dimensiones de lo humano extraordinariamente valiosas: la libertad, el sentido
de la comunidad, la llamada que hay al corazón del ser humano hacia la
solidaridad y hacia el bien. Todo eso, cuando se arraiga en la historia del
amor invencible de Dios, recupera de nuevo su sentido y es posible que florezca
y que fructifique. Y nosotros estamos aquí porque deseamos que florezca y que
fructifique nuestra humanidad. Y porque deseamos que florezca y que fructifique
nuestra humanidad, nos apoyamos en el amor del Señor.
Una frase que le decía Isabel a la
Virgen María, en este lugar tan profundamente mariano, y a mí me viene muchas
veces a la cabeza: “Dichosa Tú que has creído, porque lo que te ha dicho el
Señor se cumplirá”. Hay una dicha en la fe. Mi madre, que era una mujer muy
sencilla, solía decir que para ella, que la habían enseñado siempre los curas
en la catequesis que la fe era un misterio. Decía: “La fe no es misteriosa, lo
que es un misterioso es cómo se puede vivir sin fe”. ¿Cómo se puede vivir?,
¿cómo se puede enfermar?, ¿cómo se puede envejecer?, ¿cómo se puede morir sin
fe? Dice: “Eso es lo que me resulta misterioso”. Y no le faltaba razón. La fe
es misteriosa en el sentido de que nunca, nunca nos apoderaremos de su
mecanismo, de su realidad, como nos podemos apropiar del mecanismo de un
ordenador o de una máquina, de algo que sea inferior a nosotros mismos, que
nosotros hemos fabricado; como no podemos apoderarnos del amor: cuando tratamos
de apoderarnos de él, lo destruimos, se desvanece, se va en nuestras manos. Pues
de la misma manera la fe.
Pero hay una dicha en la fe. Y eso
puede llamarnos la atención, pero yo creo que cada vez resulta menos
escandaloso y más evidente. A lo mejor, en el siglo XIX, era posible pensar
para un cristiano que quien no tenía fe, se lo pasaba mejor que los cristianos.
Hoy ese pensamiento se hace cada vez más difícil, porque es verdad que la
tristeza, la desesperación, la desesperanza, el desamor crecen en el mundo, se
extienden como una mancha de aceite. Y la fe empieza a ser como un punto de luz
y de esperanza de nuevo.
Fe no es credulidad. No necesitamos
creer nada que no podamos de alguna manera verificar. (…) Puede uno leerse
veinte libros sobre el amor, que no sabe lo que es el amor: o lo experimenta
uno, o lo vive uno, o no puede hablar de ello. Y hablar de ello nunca es
adecuado; lo que uno dice acerca del amor nunca refleja adecuadamente la
experiencia humana del amor. Pues, la experiencia de la fe es lo mismo: uno
tiene que sentirla, no basta con explicarla. Pero el Señor nos dio ahí un criterio
muy bonito, porque decía: “Por sus frutos los conoceréis”. ¿Cómo sabemos?, ¿cómo
podemos saber que la fe es verdadera más allá de todos los oropeles que los
cristianos y, especialmente los curas, que especialmente nos gustan mucho los
oropeles, hemos puesto en torno a la fe y hemos rodeado a la fe a lo largo de
los siglos? Pues, por los frutos; por los frutos que produce en nosotros; por
la humanidad buena que produce en nosotros, cuando, sin trampas, sin
hipocresías, nos ponemos realmente en las manos del Señor, confiamos en Él, no
para que el Señor haga nuestra voluntad y consigamos nosotros nuestros
propósitos, o nuestros proyectos, sino realmente “Señor, Tu amor es lo único
que yo necesito para vivir en plenitud y tengo la certeza de que ese amor no me
va a faltar jamás”, sean cuales sean las circunstancias por las que tengamos
que pasar.
Mis queridos hermanos, damos gracias
al Señor por nuestra fe y Le pedimos que podamos sentir esa fe (…), sentir el
valor de la fe como tal fe, por los frutos que esa fe produce en nuestra vida:
frutos de alegría. ¿No tenemos la fórmula de la alegría? De una alegría
verdadera. Si la tuviéramos, la empresa que la tuviera sería más poderosa (…)
que todas las grandes empresas o los grandes poderes juntos. No tenemos la
fórmula de la alegría, porque cuando la alegría se genera en nosotros sabemos
que nace de algo verdadero, de unas raíces que no están en nosotros, que son
más profundas que nosotros.
En la Iglesia universal, menos en el
Sacromonte, hoy, la oración de la misa de este domingo es preciosa. Es muy
sencilla y con esa oración quiero yo terminar. Dice: “Señor, concédenos amarte
con todo nuestro corazón y amar en consecuencia a todos los hombres”. Ese es el
“secreto cristiano”, así de sencillo. Así de sencilla es la vida cristiana. Así
de sencillo es el don que Tú nos has hecho como posibilidad en un camino que es
como una peregrinación de toda la vida, no sólo desde Maracena hasta el
Sacromonte, como algunos han hecho esta mañana, sino de la vida entera. Pero si
experimentamos Tu amor, el corazón se ensancha y nuestro corazón se abrirá a
todos los hombres, y eso es lo que cambia el mundo.
Que el Señor nos conceda ser parte,
protagonistas, de ese cambio, para bien de nuestros hermanos y para bien
nuestro.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de febrero de 2019
Abadía del Sacromonte