Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía por el XIV aniversario del fallecimiento de D. Luigi Giussani, fundador del Movimiento Comunión y Liberación, y del XXXIV aniversario del Reconocimiento Pontificio de la Fraternidad.
Fecha: 22/02/2019
Aunque el objeto, el motivo, la ocasión que nos
ha reunido a casi todos los que estamos aquí es el aniversario de la muerte de
D. Giussani, yo no puedo leer este episodio del Evangelio sin hacer una
explicación porque lo entendemos casi siempre y casi con toda seguridad, justo
al contrario de lo que dice.
La frase de “sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia y el poder del infierno no la derrotará”, si acudís a las reservas de
vuestra imaginación inmediatamente pensáis en una roca, en un castillo parecido
al Mont Saint-Michel, rodeado de las olas, y el mundo entero atacando ese
castillo, y la Iglesia detrás de los muros del castillo viviendo en la cátedra viviendo
con la certeza de que el Señor no la abandonará.
Son tantas las veces que hemos oído eso, o esa
manera de leer (hasta la misma traducción casi lo deja entender), y son tantas
las veces, por lo menos en los últimos siglos, que hemos comprendido así
–diríamos- la situación de la Iglesia frente al poder del infierno que nos
parece la lectura espontánea. (…) No sé por qué han traducido “el poder del
infierno”, porque lo que dice el texto griego son “las puertas del infierno”
pero, que yo sepa, las puertas de una ciudad antigua no son un instrumento de
ataque; son un instrumento de defensa. Y haciendo un pequeño paréntesis
erudito, la versión siriaca, que es muy antigua, y probablemente conserva
ciertas cosas tan primitivas o tan antiguas como pudiera ser el texto griego,
sin más; si provienen del original arameo, de los textos evangélicos, no habla
ni siquiera de puertas, habla de las barras, es decir, de las trancas. “Las
trancas del infierno no la resistirán”. ¿Quién es el que ataca y quién es el
que defiende? El que ataca es Cristo y son las puertas del infierno las que no
van a resistir el ataque de Cristo y de su Iglesia. De hecho, en la iconografía
oriental, los relatos, las pinturas de la Resurrección, normalmente aparecen
las puertas del Seol rotas. Y en los comentarios antiguos de los cantos
antiguos, en los comentarios de este pasaje, efectivamente, es el poder de la
muerte el que no puede resistir el triunfo de Cristo. Es un texto de triunfo,
no es un texto de susto. Desde luego, no refleja la opción benedictina y cosas
por el estilo. Estamos en otro orden de cosas. Es el mundo el que tiene que
temer. Es el infierno el que tiene que temer. Es el poder del infierno el que
está derrotado y “yo he visto a Satanás caer del cielo como un rayo”. Y los
discípulos del Señor, y los amigos del Señor, siguen con esa certeza de que
Satanás ha caído del Cielo como un rayo y que el Enemigo puede dar coletazos,
pero no son más que los coletazos de una lagartija muerta, que ya está muerta;
quedan todavía unos cuantos enredos que hacer, pero está muerta.
¿Vivimos así los cristianos de hoy? No,
reconocedme que no. Pero proyectamos nuestro miedo y nuestra falta de fe y de
esperanza sobre el texto del Evangelio. Repito, lo proyectamos tanto que hasta
los mismos traductores se escapan de la cosa… Pero, “las puertas del infierno
no lo resistirán”, no serán capaces de resistir. Eso es lo que dice el texto.
Celebramos el aniversario de la muerte de D.
Giuss. La frase que a mí, cuando pensaba en esta celebración, me venía todo el
día y me ha venido muchas veces, y a lo mejor algún otro año me la habéis oído;
la Escuela de Comunidad está trabajando la santidad y una frase suya que yo
recuerdo muchas veces es “el santo es el hombre verdadero”. El santo, es decir,
el hombre en Cristo. No el hombre lleno de cualidades y de atributos, sino el
hombre que se deja abrazar por Cristo, en todas las circunstancias, en todos
los momentos de su vida y en todas las dimensiones de su vida, es el hombre
verdadero. Es el hombre hecho capaz por ese Abrazo de reconocerse a sí mismo en
la grandeza infinita de su vocación y en la pequeñez que le caracteriza y que
le constituye, sin tener resentimiento por esa pequeñez, o por la desproporción
entre la vocación y sus fuerzas. Entre lo que nos es dado y lo que nosotros
somos capaces de hacer. Entonces, uno vive en la verdad.
Yo recuerdo la parábola del fariseo y el
publicano. Y me habéis oído decir: el Señor rechazó al fariseo que le daba
gracias por lo magnífico, por lo bien que había hecho las cosas, y seguramente
tenía razón cuando decía “he cumplido todos los mandamientos, pago el diezmo
del comino y de la menta”. Seguramente, tenía razón. Y el pobre publicano
estaba en el último banco diciendo “ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre
pecador”, y seguramente también tenía razón. Pero el caso es que el fariseo no
le agradó al Señor y el publicano sí. Y yo, me habéis oído decir muchas veces
que yo no he podido hacer nunca en mi vida más oración que la del publicano, si
era una oración verdadera, pero me he pasado toda la vida, llevo toda la vida
queriendo hacer la del fariseo. Y entonces, me sentiría muy contento si dijera
“esta noche sí que le puedo decir al Señor que me ha salido todo bien, que lo
he hecho todo bien, que ha sido todo fantástico…”. Nunca lo he podido hacer. Pero,
desear hacerlo significa que mi corazón es idéntico al del fariseo, y reconocer
mi pequeñez es reconocer eso más que ninguna otra cosa; no otro tipo de límites
o de fragilidades o así, sino mi pretensión de que la santidad sea una
conquista mía más, algo que no se me ha resistido, que he podido con ello, que
lo he logrado. Y justo en el momento en que mi corazón se pone en esa posición,
he perdido el Abrazo del Señor. No lo he perdido en el sentido de que el Señor
me abandone, no. Soy yo el que dejo de vivir en la verdad y como dejo de vivir
en la verdad, mi humanidad se empequeñece, deja de florecer verdaderamente. En
cambio, cuando acojo ese Abrazo, me olvido de mí o me amo humildemente, por
citar a un autor que todos conocéis ya, “me amo humildemente a mí mismo como a
cualquier miembro doliente del Cuerpo de Cristo”, “como a cualquier otro
miembro del Cuerpo doliente de Cristo”. Entonces, mi humanidad florece; florece
la razón y la capacidad de usar bien la razón. De usarla orientada a lo que
está orientado nuestro ser y nuestro corazón. Florece mi libertad, y no en el
sentido de hacer lo que me apetece o lo que me parece, sino en el sentido de
vivir para el Bien único que es capaz de ordenar y de poner todas las cosas de
la vida en su sitio. Y florecen mis afectos, no como compensaciones o satisfacciones
que me doy a mí mismo, sino como capacidad de darme por el otro, de amar.
Damos gracias a D. Giuss por haber identificado
de tal manera la santidad con el hombre verdadero; por haber unido de tal
manera la santidad con nuestro destino humano, con nuestra plenitud humana… Parece
que es, a mi pobre juicio, probablemente la intuición más fina, más honda, más
permanente también, del pensamiento de D. Giuss.
Damos gracias por haberle conocido en la
historia bella que ha hecho con cada uno de nosotros, donde le hemos conocido y
como le hemos conocido, y porque esa historia, a pesar de que estamos en
familia y somos una comunidad pequeñita y humilde, pero esa historia sigue viva
en nosotros. Sigue viva en mí, con el mismo entusiasmo y con mucha más solidez
que cuando le conocí. Con mucha más verdad, con raíces mucho más hondas, que
cuando el Señor me concedió la gracia de conocerle.
Le pedimos al Señor que esa gracia florezca en
nosotros a la medida de su Misericordia, como Él quiera.
Celebramos este funeral en la fiesta de la
Cátedra del Apóstol San Pedro. Es una ocasión también de pedir por el Santo
Padre. No como quien teme que el Santo Padre está acosado por todos los “digitales”
del mundo mundial, sino justamente como quien sabe que el Señor es fiel y que
si se meten tanto con él es porque algún miedo deben de tener. A mí siempre me
hace mucha gracia cuando por una parte se dice que la Iglesia está muerta y por
otra parte se le ataca tanto. Meterse con los muertos es una patología muy
grave que está perfectamente catalogada. Entonces, si se meten tanto con la
Iglesia, igual es porque no está tan muerta. Está clarísimo. Donde enreda el Enemigo
es que la Iglesia está viva. ¡Adelante, muchachos!
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Javier Martínez
Arzobispo de Granada
22 de febrero de 2019
Iglesia Parroquial del Sagrario-Catedral
(Granada)