Homilía en la Eucaristía del VII Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral.
Fecha: 24/02/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
queridos miembros del Coro San Juan
de la Cruz, de San Fernando, de Cádiz; queridos hermanos y amigos todos:
En nuestra imaginación acerca de
cómo son las relaciones entre nosotros y Dios o entre Dios y nosotros, con
frecuencia pensamos que nosotros no podemos tener a Dios con nosotros o no
podemos alcanzar a Dios, porque somos malos, porque tenemos pecados, porque
hacemos cosas mezquinas, o verdaderamente miserables. Y en eso nos equivocamos.
Quiero decir, es cierto que una de las dificultades, incluso para percibir la Presencia
de Dios, para conocerLe, para poder acercarnos a Él de algún modo, nuestro mal
nos lo impide. No porque Dios por nuestro mal esté más lejos de nosotros, que
no lo está. Al revés. Si escuchamos el Evangelio, no el de hoy, sino las
palabras de Jesús en su conjunto, Él es capaz de dejar a las noventa y nueve
ovejas en el monte para irse detrás de la oveja que se había perdido, o celebra
más la vuelta del hijo pródigo que ha malgastado todos los bienes de la familia
que al hijo que ha estado siempre en la casa. Por lo tanto, el pecado le hace
sufrir al Señor porque nos ama, pero no le aleja de nosotros. Porque nos ama y
ama nuestro bien.
Pero imaginaros que viviéramos en un
mundo donde todo funcionase perfectamente: no hubiese corrupción en la
sociedad, no hubiese corrupción en nuestro corazón, las reglas del juego social
y político fuesen perfectamente correctas, entre nosotros no hubiese rencillas,
envidias, egoísmos, peleas por una herencia o por un poquito más de amor que el
que uno ha recibido. Imaginaos un mundo perfecto; perfecto según nuestras
categorías. ¿Podríamos alcanzar a Dios?, ¿bastaría eso y ya tendríamos a Dios?
Ni soñarlo. Es decir, Dios, si es Dios, es infinitamente distante de nosotros y
a la vez infinitamente cercano, porque no hay nada que esté fuera de Dios. Y
nada es nada. Quiero decir, en estas piedras del suelo de la catedral, en las
hojas de los árboles, y no porque sean bellas y obra de los hombres, que
también por eso, pero en las rocas que están vírgenes en una montaña o en los
bosques, no hay nada de la Creación que esté fuera de Dios. Dios está en toda
ella. El Catecismo antiguo, en una verdad que hemos olvidado y que trato de recordar
muchas veces, preguntaba: “¿Dónde está Dios?”. Y la respuesta era “Dios está en
el cielo, en la tierra y en todas partes”. Porque si hubiera algo fuera de
Dios, a Dios le faltaría eso y no sería Dios. Tendría deseo de tener eso que le
falta. No sería Dios. Dios está en todas las cosas. Y, al mismo tiempo, es
infinitamente más grande que el universo entero.
Un literato francés de finales del
siglo XIX y comienzos del XX decía que la relación del mundo con Dios, que las
distancias de millones de años luz que nos separan a nosotros de nuestra misma
galaxia, la Vía Láctea, no es más que una tira de la galaxia donde estamos y
luego hay galaxias que están tan lejos que nos parecen… (…) Dice León Bloyd: “Todas
las galaxias y todo el universo con todas sus distancias infinitas, probablemente
a la mirada de los serafines (ndr. no se
atreve a decir ni siquiera ‘la mirada de Dios’), es tan compacto como lo es
el granito para nosotros” (para expresar de alguna manera la trascendencia
infinita de Dios).
Son una seria de indicaciones las
que Jesús nos da en el Evangelio de hoy, indicaciones para la vida: tratad a
los demás como queráis que ellos os traten, haced a los demás lo que desearíais
que os hicieran a vosotros. Eso lo comprende todo el mundo. De hecho, es casi
una norma que aparece en muchas tradiciones culturales y tradiciones
religiosas, en la humanidad. C.S. Lewis, el autor de “Las crónicas de Narnia” y
de algunas otras cosas, también el que está detrás de la película “Tierras de
penumbra”, que es una historia autobiográfica preciosa de su amor y de su
matrimonio, ese profesor de Oxford, que escribió tantas cosas preciosas y
tantas novelas y ensayos preciosos, en un libro que se titula “La abolición de
lo humano” dice que hay una regla de oro que ha llenado la historia de la
humanidad, y es esa regla, él la llama “La regla del Tao”, porque es algo como
natural: hacer a los demás nos parece justo; no podemos pedir que los demás nos
traten de una manera distinta como los tratamos a ellos, eso parece justo.
En el Evangelio de hoy, sin embargo,
lo que se nos pide es algo que está tan distante de nosotros como yo os decía
ahora mismo que está la distancia infinita de Dios. Amar a quienes nos odian.
Tremendo, ¿no? Bendecid a quienes nos maldicen, orad por quienes os persiguen.
Eso está mucho más allá de nuestras capacidades humanas. Nos trasciende con una
distancia tan grande, y sin embargo el Señor nos lo propone. No nos lo propone
en broma. Amores heroicos los hay en todas las culturas. En todas las culturas
también hay algunos héroes: una persona que da la vida por un hermano suyo, una
hermana que da la vida por un hermano suyo y se sacrifica y llega hasta la
muerte, para que su hermano pueda escapar de un mundo de prisión; amigos que,
en un momento determinado, arriesgan o la dan por sus amigos. Llamamos a esos
seres héroes. Son héroes. Pero lo que Jesús nos propone no es una vida de
héroes; es un modo de vida de un pueblo, es el modo de vida de la familia de
los hijos de Dios. Parece imposible. Yo os puedo decir que sucede y no por
heroicidades. (…).
Es imposible para el hombre la vida
que el Señor nos propone. Si tuviéramos que contar con nuestras fuerzas y con
la herida del pecado, totalmente imposible. Pero contamos con el Espíritu de
Dios, con la vida divina que el Señor ha sembrado en nuestro corazón. La
mayoría de vosotros vais a comulgar, vamos a comulgar, nos da el Señor su Vida,
la relación que Él tiene con el Padre, su Divinidad la siembra en nuestro
corazón y en nuestro cuerpo. Y os aseguro que nos hace posible una mirada
diferente; nos hace posible el perdón; nos hace posible el comenzar de nuevo
siempre; nos hace posible esa vida que no es humana, es divina, pero resulta
que esa vida divina es la única que es humana.
Eso que parece irracional… porque la
otra justicia la entendemos muy bien, tratar a los demás como queremos que ellos
nos traten a nosotros, eso lo entendemos muy bien, pero amar a quien no se lo
merece… Un poeta americano dice “haz un gesto de amor todos los días a alguien
que no se lo merezca”. Eso es ejercitarse en la vida del Cielo, ejercitarse en
la Resurrección. Pero, ¿por qué podemos hacerlo?, ¿por qué cuando lo pensamos
es lo más razonable del mundo? Porque comulgar es lo que Dios hace con nosotros.
Nosotros no nos merecemos el amor de Dios y, sin embargo, Dios viene a nosotros
y está feliz estando con nosotros. Entonces, podemos comprender que esa vida
que es divina es la más humana; que sólo si vivimos esa vida divina somos
plenamente nosotros mismos, porque eso es lo que deseamos: nosotros deseamos un
amor infinito, no un amor limitado. A quién le gusta que le digan “te voy a
querer mucho unos pocos meses”. A nadie. O, “te voy a querer mucho mientras tú
puedas darme a mi en compensación lo que sea”. A nadie. Si el amor que nosotros
anhelamos es infinito, porque tenemos experiencia de que Cristo nos da su Amor
infinito, seamos quien seamos, sea cual sea nuestra historia, sea cual sea
nuestras miserias, nuestras pequeñeces; somos capaces de abrazar a un enemigo,
de dar amor a quien no nos lo ha dado nunca, o a quien no quiere dárnoslo. Y sólo
esa vida produce una alegría que, en cierto modo, no es de este mundo, pero que
es la más de este mundo, porque es la que más necesita nuestro corazón, es la
más pura, la más fresca, como una bonita área de soprano, en un momento
determinado. Lo que realmente corresponde a los anhelos de nuestro corazón,
porque estamos hechos para Dios. Nunca alcanzaremos a Dios con nuestras fuerzas,
pero estamos hechos para Dios. Y lo grande es que Dios se nos ha dado. Y cuando
uno tiene esa experiencia, entonces es posible amar. Y cuando no es posible, es
posible reconocerlo delante de Dios: “Señor, yo no soy capaz de querer a esta
persona todavía, danos Tú las fuerzas y algún día a lo mejor será posible”; o “no
soy capaz de perdonar todavía, quisiera perdonar, enséñame Tú a perdonar, hazme
tener la experiencia de Tu perdón, que me haga posible perdonar a quienes, amar
a quienes no me aman”.
Vamos a pedirLe eso al Señor. Vamos
a recibir su Regalo con la conciencia de que no lo merecemos, pero es el Regalo
que nos hace posible ser nosotros mismos de una manera que nada, ninguno de los
bienes de este mundo es capaz de hacernos ser nosotros mismos. Es el único que,
porque es divino, corresponde perfectamente a los anhelos y a los deseos de
nuestro corazón. Porque estamos hechos para Dios, así de sencillo. Y nuestro
corazón estará siempre inquieto, hasta que podamos descansar en Ti. Pero Tú
vienes a nosotros. Por lo tanto, ese Regalo es el único que es capaz de cambiar
poquito a poco, o de golpe, nuestro corazón. ¡Cámbianos, Señor!, para que
podamos ser testigos de una humanidad bonita en medio de este mundo tan egoísta
y tan sin amor.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de febrero de 2019
S.I Catedral de Granada