Homilía en la Eucaristía de entrega de las reliquias de 14 beatos granadinos, beatificados en Almería en la causa de 115 mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España, y de clausura de la Exposición "Tu Gracia vale más que la vida".
Fecha: 03/03/2019
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios; muy queridos sacerdotes
concelebrantes, que habéis venido a recoger para vuestras parroquias las
reliquias de vuestros mártires, de nuestros mártires;
queridos familiares, hermanos y
amigos todos:
Hay un pasaje de “La Imitación de
Cristo”, de Kempis, que dice una cosa muy elemental, muy sencilla, muy
verdadera: que la raíz de la mayoría de los males que vivimos en la vida
provienen de que nosotros echamos las culpas de lo que nos sucede, o sobre todo
de los males que nos suceden, a otros, en lugar de acusarnos a nosotros mismos.
Y cuando uno lo piensa, dice “es verdad”. Nos es muy fácil ver los males de los
demás, los defectos de los demás, y cuanto más cerca tenemos a esos demás, más
fácil nos es. Si hemos convivido mucho tiempo, si llevamos mucho tiempo
viviendo juntos o si nos conocemos muy bien, porque somos familia y hemos
crecido juntos, no es facilísimo. Todos conocemos el “talón de Aquiles” de esas
personas, que son vuestros maridos, vuestras mujeres, vuestros padres, vuestros
hijos, la familia política, los compañeros de trabajo, los hermanos…
Es decir, es lo que nos dice el
Evangelio de hoy: “No mires la mota que hay en el ojo de tu hermano, quítate tú
la viga que tienes en el tuyo”, si cada uno en lugar de fijarnos en el mal de
los demás, y a veces irritarnos, y enfadarnos, y echar las culpas a los
defectos o a los límites, o a las torpezas, o a los pecados de los demás, que,
sin duda, los hay, seguro, porque todos los seres humanos somos pecadores, mirásemos
a los nuestros y nos preocupásemos de que una situación de dificultad o de
conflicto, o de pequeña adversidad, es para mi siempre una ocasión para crecer
en un amor más grande, para poder amar o querer al otro, o perdonar al otro con
el mismo amor, la misma misericordia y el mismo perdón que yo recibo del Señor,
que le pido al Señor que tenga conmigo…
El Señor lo usa en el Evangelio. Hay
una lógica muy aplastante. Es decir, la parábola de los dos siervos, el que tenía
una deuda muy grande con el señor y le pidió al señor que se la perdonara. Era
un deuda que nadie en su tiempo podría pagar como no fuera el gobernador de
Siria o el procurador de Judea, un senador romano, porque era una deuda
inmensa. Y el señor se la perdonó. Y luego él tenía una deuda muy pequeñita con
un siervo, compañero suyo, y le cogía del cuello y decía “no te soltaré, te
llevaré a la cárcel hasta que no me pagues la deuda”. Y el señor llamó al
primer siervo y le dijo ahora vas a pagar tú también.
Lo que nos pide el Señor lo decimos
todas las veces en el Padrenuestro: perdónanos nuestras ofensas, nuestras
deudas. La palabra deuda en el mundo del judaísmo del siglo I, en tiempos de
Jesús, era una palabra habitual para decir pecados. Nuestros pecados son la
deuda que tenemos con el Señor y esa deuda siempre es infinita. Y nosotros nos
enzarzamos en deudas pequeñitas, que son todas de cien denarios, es decir, de nada.
Esas son todas las deudas que tenemos unos con otros. Y sin embargo, a veces,
efectivamente, hacemos que esas deudas se coinviertan en barreras insalvables,
en muros de separación o de división en las familias, en los matrimonios, de
muros de odio entre una rama y otra de una familia, o entre vecinos.
Hay una novela del novelista francés
Albert Camus, que se llama “La caída”, cuando al final de su vida él ya había
agotado todas las posibilidades de justificar su ateísmo y se había cerrado
todas las puertas, ya no le quedaba más que abrirse a la fe y escribe esa
novela sobre un juez responsable porque una noche estaba paseando por un muelle
de Ámsterdam y en medio de la nieva oyó detrás de él los pasos de una mujer, y
después cómo esa mujer se tiraba al agua; y él vio, no hizo nada, vio que no había
nadie alrededor, hacía frio, pensó “si ha decidido tirarse, ¿qué tengo que
hacer yo?”. Es el diario de ese hombre que vivió toda su vida con la conciencia
de que por qué iba a ser el juez si él era culpable. Llega a decir en un
momento “cuántas veces pasa que movemos un dedo y hacemos daño a alguien sin
darnos cuenta”. La conclusión de esa novela es que no valen los justos, no vale
luchar por un mundo donde se establezca la justicia, porque uno tiene que matar
a inocentes para poder matar al culpable también (en una atentado terrorista,
como sucede en otra de sus obras). Todos somos culpables. Si todos somos
culpables, ¿cuál es nuestra esperanza?, ¿dónde está nuestra esperanza? ¿No
podemos vivir con alegría, no podemos vivir con esperanza? Sí. Damos gracias a
Dios por Alguien que ha vencido en su carne al pecado y a la muerte y abrazado
nuestra humanidad, la humanidad entera, con todos sus crímenes, con todos los
crímenes de la humanidad, los de las guerras… La ha abrazado con su amor
infinito desde la Cruz.
Ésa es la única causa de alegría
verdadera, la única causa de alegría pura. El Señor en Su muerte y en Su
Resurrección -fundamentalmente en la Resurrección, que ilumina también el
significado de Su muerte- ha abierto un horizonte nuevo para la humanidad. No
nos ha transformado con una barita mágica, en un mundo de plástico en el que
han desaparecido nuestras miserias y nuestros defectos. Ha abrazado esas
miserias y esos defectos con la profundidad infinita de Su Amor, para
rescatarnos del poder del pecado y de la muerte. Nos ha abierto el horizonte de
la vida eterna. Damos gracias al Señor por Jesucristo. Claro que sí. Es justo darTe
gracias, Señor.
Y podemos vivir contentos a pesar de
nuestras pequeñez, trabajando para que ni nuestra lengua, ni nuestras acciones
expresen la maldad que hay en nuestro corazón, sino que Tu Amor es capaz de
cambiar ese corazón y de hacernos un corazón bueno. Pero, como estamos tan
habituados al mal, de una manera o de otra, aun con el corazón bueno a veces no
nos termina de salir el perdón. El perdón es una de las formas más exquisitas
del amor. No nos termina de salir el no tener proyectos sobre los demás. Dejar
a los demás ser lo que son es, probablemente, la forma más exquisita, más
parecida al amor de Dios. Cambia nuestro corazón y, poquito a poco, con la
ayuda de Dios, el Señor puede hacer también cambiar nuestros hábitos. Pero, en
todo caso, lo importante es que sepamos que nuestra salvación no está en que
nosotros consigamos ser buenos, en que nosotros consigamos vencer al mal en
nosotros.
Nuestra esperanza, nuestra fuerza,
la roca sobre la que construimos nuestras vidas y nuestra certeza de la vida
eterna es el don de la muerte, la Vida de Jesucristo, la Resurrección de
Jesucristo y el don de Su Espíritu Santo. Esa es nuestra esperanza. Ese es el
árbol de la vida, haciendo alusión al relato del Génesis, que estaba en el
centro del Paraíso. Cristo es el árbol de la vida. Y estamos celebrando la
celebración de unos mártires, seres humanos igual que nosotros, sin duda, todos
ellos con algún defecto, con cualidades y con límites porque eran seres
humanos, pero sabían que haber conocido a Jesucristo vale más que la vida; que
haber conocido a Jesucristo y que tener a Jesucristo es el don más precioso,
porque, teniendo a Jesucristo, la vida no se pierde jamás, y si nos falta
Jesucristo, aunque estemos vivos, aunque consigamos muchos triunfos en este mundo,
aunque nos vayan bien las cosas y las circunstancias exteriores, aunque nos
vayan bien “las cosas en la vida”, nos falta la vida verdadera. Y al final,
nuestra boca, nuestras acciones, nuestros juicios nos condenan a nosotros mismos.
Porque no es Dios quien condena a nadie. Dios no condena. Dios sólo sabe amar,
sólo sabe salvar. Somos nosotros los que nos condenamos a nosotros mismos
cuando nos perdemos o cuando dejamos perder ese regalo precioso que es la vida
que Dios nos da.
He puesto la comparación del árbol
de la vida. Y digo que Cristo es el árbol de la vida. Y el primer fruto es la
humanidad de Cristo que cuelga del árbol de la cruz como el fruto del Paraíso
colgaba del árbol de la vida. Y otros frutos son nuestros hermanos mártires.
Frutos de la Resurrección de Cristo. Frutos del don que Dios ha hecho a los
hombres en Cristo. Y veneramos su restos. Un autor antiguo decía –lo ponía en
boca de Satán, del Demonio- decía: “Resulta que mientras estaba vivo Jesús, me
daba miedo su cuerpo y su vida, y sus acciones. Conseguí que lo mataran para
ver si me libraba de Él y me da más miedo muerto que vivo, porque ha resucitado
y ha roto las puertas del Seól”. “Los infiernos se queda vacíos”, decía Satán,
en la poesía de este hombre, de este santo Doctor de la Iglesia. Y dice: “Pero
ya no es sólo su muerte y su Resurrección las que me aterran. Hasta los huesos
de sus discípulos me hacen temblar”.
Esos huesos de los que tenemos unos
trocitos sobre esa mesa son huesos del Cuerpo de Cristo como lo somos nosotros.
Nosotros somos miembros del Cuerpo de Cristo, pero nosotros veneramos esos
frutos como frutos preciosos de la vida de la Iglesia, el árbol bueno que da
buenos frutos, el árbol de la vida que da frutos de vida, frutos de vida eterna.
Y los restos, los restos humanos de esos mártires son para nosotros una fuente
de esperanza, de fortaleza, de confianza; de confianza en el Señor y en el
poder de su Resurrección, para transformar nuestro corazón, para abrirnos al
horizonte de la vida eterna. Que vivamos siempre en ese horizonte. Sólo en ese
horizonte somos capaces de querernos bien. Sólo en ese horizonte somos capaces
de perdonar cuando hace falta, de volver a empezar cuando hace falta (y hace
falta muchas veces a lo largo de la vida) y de abrazar bien, de querer bien, de
querer a todos, de querer sin límites, de querer como Dios nos quiere a
nosotros. Pero sólo queriendo como Dios nos quiere a nosotros este mundo es
humano. Todas las demás cosas son o mentira o tan frágiles, tan frágiles, y tan
ilusorias que son ídolos, no resisten el peso de nuestra esperanza, la
necesidad de amor sólido que tenemos. Sólo el Amor infinito de Dios es capaz de
sostener nuestros corazones en el amor y en la esperanza.
Que así sea para todos vosotros. Que
así sea para esta Iglesia, que ha sido bendecida con las vidas y las muertes de
estos beatos. Recuerdo simplemente una anécdota de una mujer. Una mujer de las
que un grupo yihadista había asesinado a su marido en una de las playas de
Libia hace unos pocos años, y en el vídeo que los mismos yihadistas habían
tomado de esas muertes se le oía al hombre al caer decir Jesús. Era un
cristiano egipcio copto. Y en una programa de televisión egipcia, le
preguntaban a su mujer: “¿Y usted qué siente con respecto a su marido?”. Y
dijo: “Yo soy una pobre campesina, una pobre tra”bajadora, nunca pensé que
tendría el honor de ser la mujer de un mártir”. Y le decía: ¿Usted no tiene
odio por los que han matado a su marido?”. Decía: “¿Cómo voy a tener odio? Les
estoy profundamente agradecida porque también mi marido no era más que un
trabajador y ahora es un mártir de la Iglesia. Ellos han hecho de mi marido un
mártir de la Iglesia y de mí, la esposa de un mártir. ¿Cómo voy a tenerles
odio?”.
Que el Señor nos conceda participar
un poquito de los sentimientos de Dios, que se expresan por la boca de esta
mujer sencilla, que, sin embargo, tenía en su corazón el alma de la fe
cristiana.
+ Javier Martínez
Arzobispo
de Granada
3 de marzo
de 2019
S.I
Catedral de Granada