Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de Ordenación diaconal de William José Sauce Charmel, del Seminario misionero Redemptoris Mater. En la Santa Misa se ha celebrado también el Día del Seminario.
Fecha: 17/03/2019. Publicado en:
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
querido Alexis, querido William José,
querida mamá de William José y familiares;
responsables de las Comunidades de San
Emilio y queridas Comunidades de San Emilio;
queridos hermanos y amigos todos:
La Ordenación de un miembro que se
incorpora (sea en el Orden de sea) al Sacramento del Orden, al ministerio
sacerdotal, al ministerio mediante el cual Jesucristo ha querido permanecer en
su humanidad presente en la Iglesia a lo largo de los siglos... Los
sacramentos, que son el modo por el cual Jesucristo ha querido cumplir su Promesa
“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, se cumple a
través del Bautismo, se cumple en el Perdón de los pecados, se cumple en la
Eucaristía y se cumple, de una manera diferente, porque es el único Sacramento
junto con el de Matrimonio donde la Presencia de Jesús se hace “humana”, se
hace carne. En el Bautismo, el don del Espíritu Santo pasa por el agua
consagrada; en la Eucaristía, a través del pan y el vino; en el Perdón de los
pecados, a través de la absolución de las palabras del sacerdote; pero en el
Matrimonio, es en el amor de los esposos donde Cristo se hace presente, y lo
ensalza y lo conduce hasta convertirlo en un signo de Su amor a la humanidad,
de Su amor a la Iglesia. Y en el Sacramento del Orden, Jesús se queda de una
manera personal para poder “garantizar” los otros Sacramentos.
La sucesión apostólica ha sido el
instrumento que, desde la Pascua, ha querido el Señor que permanezca, para que
permanezca la Presencia de su Reino. No habría Eucaristía si no hay sucesión
apostólica. No habría Bautismo. Aunque hoy en el Bautismo no sea como en la
Iglesia antigua, pero, por ejemplo, en los adultos sigue siendo verdad que
cuando un adulto se bautiza eso es algo que debe hacer el obispo, salvo que
delegue en algún sacerdote, pero pasa por el ministerio episcopal.
Yo decía al principio que “los Sacramentos
son el modo como Jesús cumple su Promesa ‘Yo estaré con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo’”. Es el modo como la Presencia de Jesús y el poder
salvador de Jesús desafían el espacio y el tiempo. Nosotros, los seres humanos,
las criaturas todas, estamos sometidos al espacio y al tiempo. Si estamos en un
lugar, no podemos estar en otro; si estamos aquí, no podemos estar en América;
y si estamos en América, no podemos estar aquí. Y si vivimos en este momento de
la Historia, podemos tener como amigos las personas que coinciden con nosotros
en nuestro peregrinar por la vida, pero nada más.
¿Cómo se cumple, entonces, esa Promesa
del Señor? Se cumple a través de los Sacramentos en los cuales el Señor, Su
amor, Su poder salvador, Su Presencia salvadora, vencen el espacio y el tiempo.
Ayer, asistía yo a un acto en el que
había algunas autoridades y habría unos cincuenta o sesenta fotógrafos, y
estaba todo aquello muy controlado y muy ordenado. Hacía falta acreditarse para
poder entrar al lugar y el lugar estaba muy protegido. Y yo pensaba, mientas
estaba el acto: Y el Señor viene a treinta kilómetros de aquí, a un pueblecito
de lo alto de la montaña de Sierra Nevada y viene en una Iglesia en la que hay
diez personas, y no moviliza ningún fotógrafo, no moviliza nada y es
infinitamente más importante lo que sucede en ese pueblecito, en esa celebración
de la misa dominical, porque viene Dios. No viene ningún consejero, ningún
ministro, ningún obispo… Viene Dios, viene Dios a ese altar, y no moviliza nada
(nada humano, nada mundano, nada de las cosas y de las categorías de este mundo).
Pero es verdad que no viene un Jesucristo a Caracas, y otro a Granada y otro a
Mérida o a tu ciudad. ¡No! Es el mismo Señor. Y el centro del mundo está en
cada uno de esos lugares donde se celebra la Eucaristía. Por eso, la Eucaristía
es el centro de la Iglesia. Y en la Eucaristía el Señor (y en todos los Sacramentos)
desafía el espacio. Y sobre todo, en la
sucesión apostólica, que es el Sacramento del Orden, en primer lugar, la
sucesión de obispos desde los apóstoles, que es física. Uno no viene a ser
obispo por sus cualidades: por su inteligencia, por sus estudios, por su
santidad. No. Es una cosa física. “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les
perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Y la Presencia de Cristo queda
vinculada a esa sucesión física, que es la sucesión apostólica, de la cual
cuelga el Sacramento del Orden entero, el presbiterado y el diaconado. La
sucesión apostólica es el modo por el que Jesús desafía al tiempo. Hubo un
momento en la Iglesia anglicana, en la Iglesia de Inglaterra, que alguien se
dio cuenta, y lo demostró, que los obispos de la Iglesia anglicana habían
perdido la sucesión apostólica. Habían accedido a ser obispos personas que no
venían de la línea de los apóstoles, y todos los obispos de Inglaterra se
fueron a Grecia a volver a ser ordenados por obispos ortodoxos, porque, sin
sucesión apostólica, no hay Sacramentos. Y si no hay sacramentos, cuando yo
comulgo no estoy recibiendo a Cristo. Y si no hay sucesión apostólica, cuando
yo recibo el perdón de los pecados es una palabra bonita y una metáfora, pero
no estoy siendo perdonado. Y si no hay sucesión apostólica, incluso la madre
que bautiza a su hijo recién nacido en el hospital, no está bautizando (está
haciendo un acto de piedad, bonito sin duda, y que el Señor bendice y que el
Señor suple. Seguro que suple cuando, diríamos, hubiese una invalidez en el
sacramento. Suple la buena voluntad. ¡Pero suple!). La certeza de que Cristo
viene a mí está vinculada al ministerio apostólico y al Orden Sacerdotal, al Orden
en el cual tú ingresas esta mañana.
Y a mí no me disgusta nada comparar
esta presencia corporal, carnal, personal, de Cristo en el Sacramento del Orden
con la Transfiguración. Porque el pueblo cristiano también necesita, como
necesitaron aquellos tres apóstoles que fueron privilegiados en aquel momento,
haber visto el Rostro de Dios, la Gloria de Dios reflejada en el Rostro de su
Hijo en el Monte Tabor. Yo sé que la Iglesia puede ser muy viva sin sacerdotes.
Conozco bien la historia inicial de la Iglesia de Corea, que vivió casi 100
años sin sacerdotes y sin sacramentos, pero son excepciones. Es como la
vocación de ermitaño, que es una vocación en la Iglesia y que la Iglesia
reconoce, pero es una vocación excepcional. El caso de la Iglesia de Corea
sirve para ilustrarnos cómo la fe… ¡y aun ahí hubo sacramentos!, porque
pudieron recibir el Bautismo gracias a unos cristianos chinos que les
bautizaron. Pero no tenían sacerdotes y no podían celebrar la Eucaristía. El
otro día me contaba un matrimonio chino de Granada, que viven en Granada y que
son católicos, que en el pueblo de donde era una de las chicas había un hombre
de 90 años que sólo una vez en su vida (había sido enseñado en la fe de niño)
había podido asistir a una misa. Se acordaba del Avemaría y que le habían
enseñado a rezar el rosario, y rezaba el rosario muchas veces, muchas veces.
Esto fue antes del nacimiento de la República Popular China, antes de la
Revolución cultural de Mao. Y él decía: “Yo nunca he tenido en mi vida una duda
de fe”. Seguía rezando el rosario. Como no tenía rosario, tenía unas montañitas
de piedras que le ayudaban a rezarlo sin distraerse, y le pedía al Señor por la
Iglesia, por el mundo y no morirse sin haber podido celebrar otra vez la
Eucaristía. Y hace dos años vino un sacerdote católico a aquella ciudad y pudo volver
a celebrar la Eucaristía, pero había estado más de 80 años sin haber oído mas
que una misa más cuando era niño. Yo oigo esa historia y me da vergüenza de mi
falta de fe, ¡de la mía! Pero es verdad que para él seguía siendo igual de
importante la misa, aunque no hubiera podido estar nunca. También todos
conocéis al cardenal Van Thuan, que estuvo 14 años (ndr. En una cárcel china)…, y antes un cardenal de Rumanía que
también sólo celebró dos misas en 14 o 15 años durante el dominio comunista en
la antigua Yugoslavia, una en un tren con un poquito de vino y un trocito de
pan, y otra en una cárcel. ¿Esa es la Iglesia de Dios de la que nos sentimos
orgullosos? “Hombres -dice la Carta a los Hebreos hablando de los hombres de fe-
de los que no era digno el mundo”.
William, te incorporas a una
historia preciosa. Es la historia de este Pueblo cristiano, en el que el Señor
te llama para ser rostro suyo, presencia suya, consuelo, fortaleza de ese Pueblo
en medio de las tribulaciones y en medio de las batallas. Ser signo, ser un
pilar de la fe de ese Pueblo. A todos los cristianos nos dice el Señor “estad
dispuestos siempre a dar razones de vuestra esperanza”. Pero, el Pueblo
cristiano tiene que ver a un sacerdote no como alguien a quien cuidar; lo digo
de nuevo, no como alguien a quien cuidar. Y hay que cuidarlo. Porque el peligro
no está en que vosotros lo cuidéis. Si lo cuidáis demasiado, él empieza a
pensar que su misión fundamentalmente es que le cuiden y entonces hemos
cambiado las tornas. Es como el que se casa pensando que se casa para que su
mujer le cuide. Eso es un desastre, un desastre de matrimonio seguro. Es el hombre
el que tiene que cuidar de la mujer y de la familia. Es a San José a quien el
Señor le encarga la misión de cuidar del Misterio grande que sucede en la
Virgen. Y esa imagen de la Sagrada Familia sirve también para los matrimonios;
es el hombre el que está llamado a dar la vida por la esposa, y a demostrar que
la ama dando la vida y manifestándolo cotidianamente. Porque la esposa -lo
decía San Pablo- “ya da la vida simplemente con el hecho de la maternidad”, la
ofrece y la arriesga en su maternidad, y el hombre no arriesga nada, tiene que
arriesgarla de algún modo. En todo caso, es el Señor el que da la vida por su
Esposa que es la Iglesia; es a San José a quien el Señor le confía cuidar del Misterio
que sucede en su Esposa María y en el Nacimiento de Jesús. Y somos los
sacerdotes quienes tenemos que sostener al Pueblo cristiano, en la fe y en la
esperanza, aunque ellos te sostengan a ti con aguacates, pero es otra cosa.
¡Pero eso es un privilegio! Como es un privilegio para un hombre, porque se
cumple su vida como hombre, el saber que su misión es dar la vida por su
familia, por su esposa y por sus hijos. Pues, exactamente igual para nosotros. Claro
que es un privilegio y un honor poder gastar la vida, y arriesgarla si es
necesario, por la esposa y por los hijos, que son del Señor, pero que el Señor
confía su cuidado, como a San José, a nuestra custodia.
¿Por qué San José es el patrono de
los seminarios? Porque tenemos que aprender de él cómo se es pastor, cómo se es
cuidador de la familia de Dios, sin que sea tu propia familia. También eso
sirve para los padres, porque los padres tienen más la tentación que sus hijos
son suyos. Esa tentación la tienen más las madres, vamos a reconocerlo; pero
los padres tienen que ayudar a las madres a comprender que sus hijos no son
suyos, que son de Dios. (…). San José es patrono de la familia cristiana porque
los hijos no son de los padres; son de Dios. Ellos tienen la tentación de creer
que son suyos. Tú nunca podrás tener esa tentación, si Dios quiere. Y sin
embargo, tendrás que ser una referencia también para los padres de familia, de
cómo se cuida una familia, de cómo uno da la vida por esa familia, de cómo uno
arriesga la vida por esa familia. Eso vale para mi, vale para ti y vale para
todos los sacerdotes que estamos aquí. Y vale para los seminaristas, que se
ordenarán no porque hayan sacado buenas notas en Teología, sino porque se pueda
percibir en ellos esa capacidad de sostener una comunidad cristiana, una
Iglesia; la que Dios quiera, la que el Señor nos confíe, la que el Señor te
vaya dando.
Le damos gracia a Dios inmensas por
tu vida y por tu vocación, y Le pedimos al Señor que a ti y a todos los que
formamos parte de ese Sacramento grande que es el Sacramento del Orden,
vinculado a la sucesión apostólica, no seamos demasiado indignos de la preciosa
misión que el Señor nos confiesa. Que estemos gozosos, deseosos de arriesgar
nuestra vida por la mejor esposa del mundo, por la mejor familia del mundo, que
es la familia de los hijos de Dios.
Vamos a proceder a la Ordenación y
que el Señor nos conceda ese don, a todos como Iglesia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
17 de marzo de 2019
S.I Catedral de Granada
Palabras finales al término de la
Santa Misa, antes de la bendición final.
Yo sé que hoy es un día muy especial
pero os voy a pedir que me soportéis unos minutos una especie de segunda homilía,
que no tiene que ver con la Ordenación de William José, ni con lo que hemos
vivido y celebrado en la Catedral, sino con el ruidito de fuera y con otra
serie de cosas análogas.
Hace no muchos días, en Granada y en
otros lugares, las iglesias aparecieron con pintadas sumamente ofensivas para
el pueblo cristiano y para el Señor. Y dentro de nada va a haber también unas
elecciones. Entonces, a mí me parece que hay un criterio simplemente muy
sencillo y muy elemental.
A la Tradición cristiana pertenece
que la Iglesia es un Pueblo. Uno de los nombres primeros que el Concilio da a
la Iglesia es el de “Pueblo de Dios”. Yo saludo siempre las homilías diciendo
“Pueblo Santo de Dios”. Digo antes otras cosas, como “Esposa de Jesucristo”,
pero es “Pueblo Santo de Dios”, y así lo ha llamado la Tradición de la Iglesia
siempre. La categoría de Pueblo ha sido un poquito abandonada porque la Teología
de la liberación la entendió en clave sociológica y cosas que no hacen al caso
ahora mismo, pero lo cierto es que la Iglesia tiene que retomar su conciencia
de Pueblo, del que formamos parte todos los bautizados, todos los hijos de
Dios. Y un pueblo es pueblo, sólo es pueblo si se siente protagonista de su
historia. Y eso, al menos en nuestra Tradición española, hace siglos que no nos
sentimos. Y os pongo un ejemplito de una obra muy clásica y muy conocida. En el
“Gran teatro del mundo” hay una escena en el que la fe tropieza pero la
monarquía la sujeta en un momento, y cuando llega el momento del Juicio Final,
a la monarquía le tocaba ser condenada porque había tenido una vida espantosa,
pero el Señor la acepta y la acoge en el Cielo por haber sostenido a la fe. Von
Balthasar, comentando esa escena de “El Gran teatro del mundo”, allá por los
años 60, dice: Esta escena de esta pieza (que es una pieza maestra de la
literatura cristiana de todos los siglos) refleja un problema específicamente
español, ya en el siglo XVII, que era la Monarquía católica (en España se llama
así) la que tiene el deber de defenderlo. Y cuando no, son los obispos.
Mientras estemos delegando, sea en
quien sea, nuestro protagonismo como Pueblo, no estamos respondiendo a lo que
somos, y hemos aceptado vaciarnos de nuestra sustancia. Cosas como las de las
pintadas, se frenan si hay un pueblo que responde; que actúa; que se mueve; que
no tolera ciertas cosas. Algunos de los historiadores que han vivido, que
vivieron y han explicado en clave cristiana las complejísimas causas de la
Guerra Civil española dijeron: cuando hubo las primeras quemas de iglesias
durante la Guerra Civil, si el Pueblo cristiano no fuera más que unas pequeñas
bandas de insolentes; si el pueblo cristiano hubiera sido capaz de responder,
no habría habido Guerra Civil. No sé si el juicio es verdad o no es verdad, lo
que sé es que, efectivamente, no nos sentimos un Pueblo. Por muchos motivos:
porque estamos muy fragmentados, porque vivimos muy para adentro…
El Papa nos invita constantemente a
que seamos un pueblo. Yo creo que los pueblos de América Latina se sienten
mucho más pueblo y son mucho más capaces de hacer frente a situaciones que
nosotros mismos, a pesar de que sus situaciones sean muy difíciles. Y no es una
cosa que responda a unos o a otros, ni es un deseo de quitarse de en medio una
responsabilidad. Lo que sé es que una carta del obispo a las instituciones que
corresponda comentando esto sería absolutamente inútil. Pero si hubiera un
pueblo que expresara su desagrado de que estas cosas sucedan, no hoy, sino
muchos domingos, por ejemplo; o de que se puedan hacer otras cosas, seguro que
no sucederían. ¡No deleguéis vuestra responsabilidad como Pueblo, como miembros
de un Pueblo del que nos sentimos orgullosos de ser! Ni la deleguéis en
partidos, ni la deleguéis en nadie. Nuestra vida como Pueblo es fruto de la Presencia
de Cristo en nosotros y de nada más. Y eso, ni nadie tiene el poder de
quitárnoslo, ni nadie tiene el poder de darnos la vida que queremos. Esa vida
nos la da el Señor y nosotros la valoramos más que la vida física. Cuando en
los primeros siglos la persecución sacudía, sacudía a todos, desde obispos
hasta niñas de 13 años. Y cuando esos cristianos juntos daban testimonio de su
fe, el Imperio temblaba.
Son pequeñas reflexiones de un
pastor. Que el Señor nos conceda antes que nada volver a ser Su Pueblo. No un
pueblo cualquier. Su Pueblo; el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo. Protagonista
de su propia historia, no víctima de una historia que hacen los demás para
nosotros. No. Nada de víctimas. Somos hijos de Dios. ¿Víctimas de qué? Protagonistas
de nuestra propia historia. Y eso no nos lo puede quitar nadie.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
17 de marzo de 2019
S.I Catedral de Granada