Homilía de Mons. Javier Martínez en el III Domingo de Cuaresma, en la Eucaristía en la S.I Catedral.
Fecha: 26/03/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
diácono, hermanos y amigos todos:
Decía un pensador del mundo romano
antiguo, no cristiano, que los hombres aunque alaben mucho la libertad no la
aman verdaderamente; que los hombres normalmente prefieren, lo que buscan es
tener buenos amos. Pero la libertad no es fácil de amarla, porque la libertad
supone poner en juego la vida, arriesgar la vida (eso ya no lo decía el pensador
romano. El pensador romano sólo decía que los hombres no aman tanto ser libres
como el tener buenos amos). Eso lo digo yo, lo del riesgo de la libertad. La
libertad supone siempre un riesgo y es un riesgo que, por lo general, nos
produce vértigo y nos alivia con mucha frecuencia el delegar ese vértigo en
otros, en hacer responsable de nuestra libertad a otros.
Las lecturas de la Eucaristía de
hoy, todas son una invitación a la libertad; a la libertad arriesgada, pero a
la libertad, la libertad verdadera. Los dos primeros ejemplos que pone Jesús de
que aquellas dos catástrofes que había habido en Jerusalén y que todos conocían
entre sus oyentes, dice: “¿Pensáis que aquellos eran más pecadores que otros?.
No. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma maneras”. Eso corrige
una de esas delegaciones que hacemos y que han hecho los hombres muchas veces:
pensar que nuestras vidas están escritas y que lo que sucede en ellas en
realidad no somos responsables nosotros, es responsable Dios, o son
responsables otros seres humanos. En el mundo en el que estamos pocas veces se
nos ha llenado la boca tanto con la palabra libertad como se llena en nuestro
tiempo. Y sin embargo, pocas veces caemos en más trampas, que, en definitiva,
nos hacen perder la libertad. Y una de esas trampas en el ámbito religioso es
pensar que nuestras vidas están escritas y que de las cosas que nos pasan el
responsable es Dios. Tenemos una enfermedad y con cuánta frecuencia oye un
sacerdote decir: “Pero, ¿qué le he hecho yo a Dios?”. O sucede una desgracia en
nuestra familia, o en nuestro entorno, o en el trabajo y “¿qué le he hecho yo a
Dios?”. Y al revés, normalmente, recurrimos a Dios para que salgan las cosas
como nosotros queremos que salgan, como a nosotros nos gustan que salgan. Y
cuando salen le damos gracias a Dios, pero se las damos porque han salido con
nuestros planes; y en cuanto Dios aparta nuestros planes un poquito nosotros
nos apartamos de Dios.
Esa es una manera de delegar: el
atribuir los males y las cosas que suceden a Dios en lugar de a las leyes
físicas en algunos casos, a las leyes de la naturaleza (nuestro envejecer,
nuestro ser frágiles), o a las fragilidades de nuestra vida moral y de nuestra
libertad. Digo -y necesita explicación- que las tres lecturas de hoy nos
invitan a la libertad verdadera. Y dejadme distinguir la libertad a la que nos
invita el Señor no es la libertad de la cultura moderna, que es una libertad –y
la describo muy rápidamente- que no tiene fundamento. Algún pensador
contemporáneo dice: la libertad ocupa en la sociedad contemporánea el lugar que
ocupaba en las sociedades antiguas Dios. No necesitamos justificarla, basta con
decir “yo soy libre” y ante eso no hay ninguna argumentación de nada. La
libertad es como un Dios, yo diría como esa libertad moderna que usamos es un
mito, porque pocos hombres han sido menos libres de vestirse como quieran, de
vivir como les apetezca, en ciertos sentidos sí pero en ciertos sentidos no.
Pocas sociedades han sido menos libres y más controladas por las esclavitudes
de la tecnología, por ejemplo, que la nuestra. Pero la libertad es un absoluto
para el hombre moderno. Y como no hay ninguna manera de educarla o de hacerla
crecer, sino que es un absoluto y basta apelar a ella para que todo el mundo
quede en silencio, el resultado cuál es, ¿que somos más libres? Repito: para
ciertas cosas sí, pero para ciertas cosas no. El resultado es que somos mucho
más esclavos de nuestros instintos, de nuestro querer, de nuestras pasiones,
puesto que no hay ninguna manera de canalizar y hacer crecer esa libertad. Una
libertad absoluta sin principio y sin meta -eso lo decía ya también un pensador
del siglo XIX, decía: “La libertad nacida de la Revolución Francesa sabe
destruir obstáculos a la libertad, pero no sabe construir nada en su lugar,
entonces va dejando detrás de sí ruinas”.
Yo pienso por ejemplo en los
vandalismo, en ciertos fenómenos de masa de nuestro tiempo que no reflejan
verdaderamente una libertad grande. Cuando sólo se tiene la libertad como
referencia, uno termina siendo esclavo de sus instintos, de algún programa de
televisión, de alguna serie de las que circulan por ahí llenas de violencia, de
las propias pasiones del corazón, porque no hay manera de educar a esa
libertad.
La libertad de la que nos habla el
Evangelio es una libertad que tiene una meta: convertirnos. Pero, convertirnos
por qué, ¿por un capricho de Dios? No. Convertirnos a la verdad de lo que
somos. La santidad es la verdad de lo que somos y somos imagen y semejanza de
Dios. Entonces, la llamada que hace el Señor… tampoco es una llamada a la
libertad en abstracto, el Señor no llama a la libertad en abstracto, te llama a
ti, me llama a mi, nos llama a cada uno de nosotros a responder y porque la
libertad es respuesta supone siempre unos dones previos.
Cuando alguien te dice “quiero ser
tu amigo” o cuando alguien te dice “te quiero” está despertando en ti la libertad,
porque tú puedes no hacer caso a eso, dejarlo pasar o acoger esa provocación, acogerla
sin reservas o acogerla para verificar si esa frase que te han dicho, esa
invitación que te han hecho es verdadera o es falsa, es una trampa o es algo de
lo que uno puede fiarse y la amistad y el amor son un camino en el que la
declaración de amor y la libertad se generan mutuamente. Si nunca nadie te ha
querido ni te ha dicho “te quiero”, no eres libre. Serás toda la vida un bebé que
no tiene más que instintos, que quiere apoderarse de todo, será siempre un tirano
(un niño así tiende a ser un tirano de sus padres, tiende a ser un tirano del
mundo que le rodea). Sólo el sosiego y la paz que dan el abrazo sincero, muchas
veces repetido por ejemplo de una madre, mejor de unos padres que se quieren,
le hace al niño libre. Libre para distinguir, libre para discernir, libre para
escoger.
Por lo tanto, en nuestro caso, la
libertad verdadera, no por ser cristianos, sino la libertad verdadera tiene un
fundamento y el fundamento siempre es un don previo. Una declaración de amor
previa, que es la que suscita la libertad en el ser humano. Y tiene que tener
una meta. No es sólo la libertad de quitar obstáculos para poder hacer lo que
me dé la gana. Sólo cuando la libertad tiene una meta verdaderamente genera
hombres libres. ¿Cuál es nuestra meta? La repito, Dios. “Nos hiciste, Señor,
para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. La santidad
es el rasgo de Dios y somos imagen y semejanza suya. Por lo tanto, la libertad
no es para ser santos como un añadido a nuestra vida. La libertad es para ser lo
que somos. La santidad es la llamada a ser lo que somos. Y este tiempo de
Cuaresma, este tiempo de conversión, lo que el Señor nos invita y lo que El Señor
nos propone, y lo que la Iglesia nos propone como camino educativo es poder ser
lo que somos: imagen de Dios, capaces de amar como Dios nos ama. Educar nuestra
libertad para escoger el bien, el Bien último, el Bien verdadero, que siempre
es el Amor infinito de Dios.
Eso se pone de manifiesto en el
Evangelio muy claramente en la parábola de la viña. Plantó una viña y la viña
no daba frutos, pero, cuando uno cae en la cuenta de lo que era una viña en los
tiempos de Jesús (un “carmen”, lo que nosotros llamamos “cármenes” en Granada
es la palabra que significaba viña. El Monte Carmelo es el monte de los
viñedos. El Monte de las viñas y tener una viña, una parra, era un lujo en el
mundo antiguo y se cuidaba exquisitamente). De hecho, el Profeta Isaías dice: “Mi
amigo tenía una viña, la plantó, la mimó, le puso abono, la regaba con cuidado,
y en lugar de dar uvas le dio agrazones, uvas amargas”. La imagen de la viña es
la imagen de algo muy querido para el Señor, que el Señor ha cuidado y, aunque
no da frutos, el Señor dice: “paciencia, ten paciencia, espera un año más,
espera un año más a ver si se levanta y llega un momento y da fruto”. Esa es la
paciencia de Dios. Ese es el amor de Dios, que tiene paciencia de nuestra
torpeza. Pero siempre está previamente el cariño de Dios, que ha mimado esa
viña para que dé frutos. San Pablo también apela a nuestra libertad cuando
dice: “El Señor los guió por el desierto y les dio el mana, y les dio las
codornices, y sin embargo, no respondieron a Dios y murieron sin entrar en la Tierra
Prometida”. También eso es una llamada, una provocación a nuestra libertad.
Pero en la que quiero detenerme es
en la definición que cuando Dios le revela su nombre a Moisés, generalmente y la
Biblia lo traduce en español así: “Yo soy el que Soy”. Es verdad que eso es
verdad y uno puede adentrarse en esa especie de declaración de revelación del
nombre de Dios muchísimo tiempo y se pierde uno en esa meditación y en esa
contemplación. “Yo soy el que Soy” de verdad, y no en apariencias como son las
cosas, o como son muchas veces nuestras acciones, que son apariencias, fachadas
que construimos para protegernos.
(…) “Yo seré el que estaré con
vosotros”. Y eso es lo que yo digo que es una provocación tremenda la libertad,
porque les pide que se fíen de Él; lo que les pide el Señor es fiaros de mi y
vosotros comprobaréis que yo soy el Dios de verdad, que os saca, que os libera,
que os hace cruzar el desierto. Y no es que Dios necesite que los hombres sean
unos héroes. Necesita sólo que se fíen de Él. Fiaros de mí y comprobaréis que
yo soy el Dios verdadero; que yo no soy como los ídolos, que tienen boca y no
hablan, que tienen oídos y no oyen, que tienen ojos y no ven. Yo seré el Dios
que os guiará hasta la Tierra Prometida, pero fiaros, fiaros de Mí. El Señor
hacía sus milagros a quienes tenían fe, y no hacía milagros a quienes le
reclamaban un signo. De nuevo, tenemos mil motivos para dar gracias a Dios, sólo
por el hecho de estar vivos. Mil motivos. Y por una historia de amor, sólo pide
el Señor que confiemos en Él, que pongamos en Él nuestras vidas, para que
podamos experimentar el poder salvador de su Gracia y para poder ser lo que estamos
llamados a ser: imagen y semejanza de Dios, seres creados para la vida eterna,
para un amor como el de Dios; que escasea muchísimo en el mundo, que lo que
funcionan son los intereses y los cálculos y las manipulaciones de unos con
otros, y los chantajes afectivos de una manera o de otra. Y sin embargo,
estamos llamados a algo más grande.
El Señor nos da en esta Eucaristía
de nuevo Su Cuerpo y Su Sangre, y ese don es el don más precioso, un don que
vale más que la vida. Sobre ese don te dice el Señor: “Fíate de Mí, no temas,
confía en Mí”. Que para el hombre es imposible, pero para Dios no hay nada
imposible.
Que el Señor nos conceda esa fe, que
es la única capaz de generar en nuestro corazón -esa es la conversión, volver
nuestra mirada a Dios y poner en Él nuestras vidas. Y esa conversión, que le
tenemos que pedir, es la que nos hace libres. No son libres los niños que por
la noche borrachos a las tres de la mañana van tirando las señales de tráfico y
riéndose. Esos no son libres. Hacen lo que les da la gana, pero no son libres. Son
verdaderos pobrecillos, verdaderos esclavos. Un hombre libre es un hombre que
no teme a las circunstancias porque su vida está edificada sobre roca. Y una
vida sobre roca es una vida sobre el amor fiel, infinito de Dios por nosotros.
Esa seguridad, esa certeza, esa confianza produce los hombres libres que el
mundo necesita, que la sociedad de hoy necesita.
Que el Señor nos conceda…, Señor,
aumenta nuestra fe y aumenta nuestra libertad.
Palabras finales, antes de la
bendición final:
El Señor quiere no un pueblo de
esclavos, sino un pueblo de hijos libres, que viven en la gloriosa libertad de
los hijos de Dios. Y como fue el lema de una Carta de San Pablo escogido por el
Papa Juan Pablo II para la JMJ de Czestochowa: “Para ser libres, nos ha
libertado Cristo”. Nos estamos preparando a la Pascua, nos estamos preparando a
una vida de la libertad, de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de marzo de 2019
S.I Catedral, III Domingo de
Cuaresma