Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del V Domingo de Cuaresma, en la S.I Metropolitana Catedral de Granada.
Fecha: 09/04/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos y amigos:
“El Señor ha estado grande con
nosotros y estamos alegres”.
Dejadme, en primer lugar, dar
gracias al Señor, por una gracia que la Iglesia entera ha recibido esta semana
y en la que el Señor me ha permitido ser partícipe. Y es la visita del Santo Padre
a Marruecos, invitado por el rey de Marruecos.
Todos comprendemos las enormes
dificultades de relación que hay entre las distintas tradiciones religiosas en
el mundo moderno. Todos conocemos el libro de Huntington del conflicto de
civilizaciones y no digo que esa visita haya resuelto problemas, o todos los
problemas, tanto del Papa como del rey de Marruecos (que no es sólo el rey de
un país, es llamado Emir Al Muminín
que significa “Comendador de los creyentes”, en cierto modo, como un cierto
protector de todos aquellos que creen y él llegó a decir “de todos aquellos que
provienen del tronco de Abraham”, que son los judíos, los cristianos y los
musulmanes).
Los dos reconocieron que hay un
camino larguísimo que recorrer y que ese camino no ha hecho más que empezar, y que
en ese camino estamos llamados todos a andar de algún modo. Pero, gestos del
valor, de la valentía, de la verdad con la que el Papa ha acogido la invitación
y con la que el mismo rey de Marruecos también ha tenido el valor de expresar
su oposición a toda forma de violencia, de terrorismo y su deseo de contribuir
decididamente a la paz y a la solución de los problemas inmensos que el mundo
contemporáneo afronta, me parece también un paso grande, que, unido a la Declaración
conjunta que hizo el Papa Francisco hace apenas unos meses en los Emiratos
Árabes con el imán de la mezquita de Al-Azhar en El Cairo, constituyen dos pasos verdaderamente importantes, dos momentos
de gracia.
La conciencia que se vivía en los
días de la visita del Santo Padre a Marruecos era sencillamente como una
especie de convicción: que los hombres de hoy no tenemos en definitiva más que
dos caminos delante de nosotros: o cooperar para la paz o resignarnos a una
guerra total. Hasta hace poco las guerras las hacían ejércitos, con más o menos
medios; ahora, las guerras pueden ser de otras maneras mucho más complejas,
mucho más sofisticadas, mucho más sutiles. Entonces, sólo la voluntad de unos
pueblos que se comprometan realmente a trabajar por la paz en el mundo puede
evitarnos esa catástrofe global, igual que la economía global, igual que caen
de alguna manera las fronteras de los países. A mí me hizo muy consciente, a
todos nos sorprende, la enorme inmigración magrebí que hay en Andalucía; razón
por la cual era imprescindible que algunos Obispos de Andalucía pudiésemos
estar en esa visita. En la visita a Rabat era muy evidente que Marruecos está
exactamente igual lleno de inmigración del África subsahariana. De hecho, en la
Eucaristía que el Santo Padre celebró en un estadio, a rebosar con autoridades
del gobierno marroquí, pero sobre todo con las comunidades cristianas que había
en Marruecos, había un coro de quinientos chicas y chicos jóvenes congoleños
que viven en Marruecos. Quinientos. Y que cantaban como un solo hombre. Uno se
daba cuenta perfectamente de que hay un pueblo cristiano grande en esa África
subsahariana, uno de los lugares en el mundo donde el cristianismo crece más
rápidamente. Se habla de alrededor de 1.500 conversiones de adultos al día, en
todo el continente africano, que no nos hacemos a la idea del volumen que
tiene. Me impresionaba a mí hablar con un obispo de Argelia, al que le
preguntaba yo “¿cómo es tu diócesis?”, y me decía “es una diócesis muy grande,
es cuatro veces Francia y diez veces España”. Imaginaos. Le preguntaba después,
“¿y cuántos habitantes tiene tu diócesis?” y me decía, “no muchos, cuatro millones
y medio”, “¿y católicos, cuántos tienes en la diócesis?”, dijo “muy poquitos,
quince mil”. Una diócesis diez veces España de grande, en un país que ni siquiera
ocupa un gran espacio en el mapa de África. El horizonte del mundo en el que
estamos es un horizonte inmenso y en ese horizonte nosotros estamos llamados a
ser testigos. Testigos de una buena voluntad entre todos los hombres, de una
mirada que no trata de distribuir la tierra en territorios, de unos territorios
para unos y otros para otros, porque siempre terminaremos pegándonos y
matándonos por quien controla esos territorios.
Era el año 91 y san Juan Pablo II,
haciendo un resumen de la historia de Europa como primer mileno, segundo
milenio… Él hablaba de que en el primer milenio en Europa habían convivido, sin
que hubiese fronteras (entonces, no había mapas y al no haber mapas no podía
haber fronteras o las fronteras eran de otros tipo, eran lingüísticas o
religiosas, pero no eran una línea que se puede trazar en un mapa con un muro)…;
él decía que el principio de “cuius regio ergo religio”, es decir, que a cada
territorio le corresponde una determinada religión, había nacido en el segundo
milenio, en el primer milenio no existía; y que ese principio introducido en el
segundo milenio constituía la negación de la libertad religiosa y, por tanto,
era como una traición profunda al centro mismo del cristianismo, que no puede
ser vivido o creído justamente como la posesión de un territorio, sino, como
nos decía San Pablo en la lectura de hoy, “todo lo tengo -(¡y todo es todo!)- por
nada al lado del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor, por quien perdí todas
las cosas, y las tengo por nada con tal de ganarle a Él”, y a su Resurrección,
al poder de su Resurrección. El cristianismo es la fidelidad al amor de Cristo
y la conciencia de que todo lo demás, al lado del conocimiento y del amor de
Cristo, es secundario. Y en ese sentido encajan mejor las propuestas, tantas
propuestas de novedad… que no son nuevas… El ejemplo que os acabo de poner de
un texto de Juan Pablo II dirigido a los presidentes de las Conferencias
Episcopales de Europa, justo en el momento en que acababa de caer el Telón de
acero, es muy significativo. Está en la misma línea de las cosas que dice el
Papa Francisco acerca de las manos abiertas hacia todos los hombres, todos los
hombres y todas las mujeres de nuestro tiempo. “Sed -nos dijo en Marruecos- levadura en la masa de los hombres, de la humanidad
de nuestro tiempo”. Un cristiano es levadura. ¿Y cómo somos levadura? Acogiendo
el don de Cristo, acogiendo la Gracia de Cristo, acogiendo el Amor infinito de
Dios.
Dios mío, el Evangelio de hoy es un
Evangelio de los que es imposible que no nos agite ni nos conmueva. Veréis,
tiene muchísima riqueza. La pregunta que le hacen a Jesús los fariseos es todo
menos ingenua. Ante esa mujer adúltera, le preguntan “la ley nos manda lapidar
a estas mujeres, ¿tú qué dices?”. Eso era una pregunta cargada de implicaciones
políticas. En el tiempo de Jesús, los judíos no podían ejercer la pena capital,
tenían que ser los romanos quienes la ejercieran, porque en las provincias
limítrofes del Imperio donde existían procuradores y no gobernadores,
sencillamente los habitantes del país y los tribunales del país nunca podían
ejercer las penas más grandes: ni el destierro ni la pena de muerte, para
evitar que esos tribunales matasen a los que eran más amigos del Imperio
romano, obviamente. Entonces, si Jesús respondía “sí, dilapidadla”,
inmediatamente podrían haberle acusado al procurador diciendo “este hombre
manda que matemos a esta mujer y eso está prohibido para nosotros”. Os acordáis
que cuando ellos acuden a Pilatos justamente en la Pasión de Cristo les dicen,
“venga, crucificadle vosotros”, y dicen los judíos en el Evangelio de San Juan “a
nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie”. Era verdad. Ellos no podían
ejercer una pena capital. Por lo tanto, si Jesús dice “venga, dilapidadla”…
Pero si dice, “no, no la dilapidéis”, le dicen “tú estás en contra de la Ley de
Moisés”, por lo tanto, de nuevo, se hacía una acusación a Jesús. Por el lado
que saliera, salía mal. ¿Qué hace Jesús? No responde a su pregunta, o responde
a una profundidad tal que no les queda más remedio que retirarse.
Pero yo quisiera subrayar ahí una
cosa. Esa mujer que aparece en el Evangelio, la adúltera; la samaritana, que
era medio pagana, porque los samaritanos estaban considerados solo medio judíos
y medio paganos en realidad; o la pecadora que después en la casa del fariseo
Simón unge los pies de Jesús con ungüento y los baña con sus lágrimas y los
seca con sus cabellos, es la misma mujer. No porque lo fuera en tiempo de
Jesús, pero esa mujer es siempre la Iglesia. ¿Sabéis cómo llamaban los Padres a
la Iglesia con mucha frecuencia? La santa prostituta. Es una denominación
fuertísima, pero la usaban con relativa frecuencia. La pecadora santa. Pecadora
por sus cualidades, no tenía ninguna, ni tiene ninguna. Entonces, para entender
el Evangelio de hoy, hay que situarse en esa perspectiva. Porque la mujer
adultera somos cada uno de nosotros, es la Iglesia de Dios, y somos cada uno de
nosotros, Dios mío, que traicionamos el amor infinito de Dios de tantas
maneras.
La Iglesia no tiene ninguna cualidad
que la haga merecedora de las promesas que Jesús ha hecho, de la promesa de la
vida eterna, del don de su vida divina, comunicada a nosotros en cada
Eucaristía. Nadie somos dignos de ella. Y si hemos conocido al Señor y tenemos
conciencia de su Alianza, de su amor por nosotros, todos somos adúlteros. Adúlteros
con respecto al amor de Dios, con respecto al primer de los Mandamientos: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu ser, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón”.
Yo me veo a mí mismo y digo: “Dios mío, qué lejos estoy de eso, qué
infinitamente lejos estoy de eso”. Pero, Señor, “Tú has estado grande con
nosotros y estamos alegres”. Claro que estamos alegres. No porque nos podamos
enorgullecer de nuestros méritos o de nuestros cualidades. No. Somos la adúltera,
somos la pecadora. Somos aquella mujer, la samaritana, a quien le dice Jesús
“has tenido cinco maridos y con quien vives ahora no es tu marido”.
Pero, por lo que podemos estar
alegres… Habéis notado que Jesús no le pide a la adúltera que se convierta o
que cambie (“primero demuestra que quieres convertirte y luego Yo te doy mi
Gracia”). Y sin embargo, nosotros entendemos la conversión así. Participamos de
esa herejía pelagiana, que ya sólo la Iglesia en los siglos cuarto y quinto,
combatía San Agustín. Pensamos que convertirnos es algo que tenemos que hacer
nosotros y luego la Gracia de Dios es como un premio que viene al esfuerzo que
nosotros hemos hecho. No. Jesús hace un signo precioso delante de aquella mujer
pecadora y simplemente dice: “Vete y no peques más”. Y es probablemente ese
gesto, que no implica un juicio, con el que Jesús no condena a aquella mujer;
es más, le dice “¿dónde están tus acusadores?, ¿se han marchado? Pues, yo
tampoco te condeno, vete y no peques más”. Es ese gesto de Gracia. Juan Pablo
II decía: “O recuperamos la primacía de la Gracia sobre nuestras obras o no
habrá evangelización en el tercer milenio”. Y el Papa Francisco nos insiste: “La
Gracia nos primerea constantemente”. Se adelanta a nosotros. No es un premio o
una consecuencia de nuestras buenas obras. Se adelanta a nosotros. Tampoco a la
samaritana le preguntó el Señor, “vete, arregla tus matrimonios, pon aquello en
orden y cuando esté eso en orden, ven y hablas conmigo”. No. Le reveló la
profundidad del agua de la que Él era portador y eso cambió la vida de aquella
mujer. Es la Gracia de Dios, es el amor de Dios el que es capaz de suscitar en
nosotros algo, una semilla que hay en nosotros, que nosotros mismos muchas
veces ni siquiera conocemos; que nos hace capaces de responder con un amor, que
luego descubrirá también que es un amor limitado, que es un amor pequeño. Pero
es siempre la Gracia que nos precede, como es siempre en la experiencia humana
el amor y la experiencia del amor la que suscita la libertad.
Mis querido hermanos, nos acercamos
a la Pascua, la gran fiesta del Amor de Dios, que se adelanta a nosotros y que
se da a nosotros y que se ofrece a nosotros, y que nos abre la posibilidad de
una vida nueva. Sean cuales sean nuestros pecados, sea cual sea nuestra
traición, nuestras pobrezas, nuestras miserias. “Que el Señor cambie nuestro
corazón como los torrentes del Negueb”. El Negueb es un desierto de dunas, de
dunas a medio hacer, más duras que las del Sáhara, pero no todavía petrificadas
verdaderamente, y en el Negueb llueve dos o tres días al año con unas lluvias
torrenciales inmensas, y el curso de los torrentes y de los ríos después de esa
lluvia cambia por completo. Pues que el Señor cambie nuestra suerte, que el
Señor cambie nuestro corazón de ser un corazón adúltero a ser un corazón que le
suplica al Señor, “Señor, dame esa agua para que nunca más vuelva a tener sed,
muéstrame tu amor, dame tu Gracia, que sea tu amor el que cambia mi corazón y el
que lo hace abierto en primer lugar a Ti y después a todos nuestros hermanos
los hombres”. Como ha insistido tanto el Santo Padre, o como el mismo rey de
Marruecos, que, repito, es una autoridad religiosa en el islam, para todo el
islam. El Papa ha dicho: “Somos todos criaturas de Dios llamados a convivir y a
vivir en paz unos con otros”. Claro que sí. O ese camino, o es el camino del
pecado, que es también un camino de la muerte.
Mis queridos hermanos, supliquemos
al Señor con fuerza, con gracia; que no miremos al pasado. En el pasado hemos
vivido muchas veces también llenos de odio en nuestro corazón, de ignorancia,
de prejuicios. Que el amor de Dios cambie nuestro corazón como los torrentes
del Negueb y que el don divino que el
Señor nos hace de su vida y de su gracia en cada Eucaristía sea capaz de hacer
que nuestro corazón se parezca más al de Dios. “Vete y no peques más. Yo
tampoco te condeno”.
Gracias, Señor, por tu Misericordia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
7 de abril de 2019
S.I Catedral
V Domingo de Cuaresma