Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del Domingo de Ramos, en la S.I Catedral, tras la bendición de las palmas y ramos en la iglesia de San Andrés y posterior procesión del pueblo de Dios.
Fecha: 14/04/2019
Mis queridos hermanos:
¿Qué diríais si yo os dijera que lo
que celebramos esta mañana; que lo que hemos hecho viniendo, acompañando con
ramos la cruz del Señor; si lo que acabamos de conmemorar leyendo la Pasión, es,
sencillamente, la prolongación de la Nochebuena? Igual que en Navidad vamos al
pesebre; igual que en Navidad se proclama la Gloria de Dios y la paz a los
hombres que Dios ama, que Dios quiere, cuyo Amor se hace tan manifiesto en la
Encarnación del Hijo de Dios, es como el prefacio de lo que celebramos a lo
largo de la Semana Santa.
La Semana Santa es la prolongación
de la Navidad, el fruto maduro de aquella semilla que se sembró en las entrañas
de la Virgen. Suena extraño, ¿verdad? Y sin embargo, es cierto. El gran salto
de Dios en Su Amor por nosotros fue la Encarnación. Y la Encarnación hizo,
porque era verdadera, que el Hijo de Dios experimentase lo que experimentamos
todos nosotros en la vida: la mentira, la traición, la mediocridad. Grandes
pecados quizás hay muy pocos, pero pequeñeces, mezquindades, tropiezos que
terminan al final como en las películas del cine negro, cuántos, cuántos hay en
la vida. Y el Señor ha querido, sencillamente, beber ese cáliz de nuestra
humanidad herida, pecadora hasta el fondo, y en eso de nuevo ¡Gloria a Dios en
el Cielo!, claro que sí. Y ésa es la raíz de la paz posible. No hay otra. La
experiencia del amor de Dios hecho carne en Jesucristo es lo único que tiene el
poder de “darle la vuelta” a nuestro corazón.
Si yo os dijera que el gesto de esta
mañana, que los gestos múltiples que vamos a hacer (desde esta tarde,
comenzando con la Borriquilla, hasta las últimas procesiones de Cristo
Resucitado y de la Resurrección en el Domingo de Pascua, o las campanillas de
los Facundillos, venerando la Pasión y la Resurrección del Señor) son la
proclamación de que un mundo nuevo es posible; son la proclamación de que no es
necesario resignarse a vivir sólo bebiendo la amargura de este mundo. Porque
Dios ha ocupado nuestro lugar. Porque Dios se ha metido en nuestra piel, en la
piel de cada uno de nosotros. Porque Dios se ha unido a nuestro destino, para
unirnos a nosotros a su vida inmortal y eterna. Que cuando asistamos a las
procesiones -que no recuerdan simplemente la muerte de un ajusticiado, o los
sufrimiento de un hombre condenado a muerte, sino que le proclaman como rey- nos
acordemos que justo el poder y la realiza de Dios se ponen de manifiesto en su
capacidad de empequeñecerse, hasta nuestra pobreza, hasta nuestra miseria,
hasta lo más profundo de nuestro mal. Y abrazarnos en ese mal y arrancarnos de
su poder con Su Amor.
En la Pasión de Cristo, mis queridos
hermanos, hay el comienzo de una revolución siempre pendiente. Una revolución
que hace ridículas todas las que ha habido desde la Revolución Francesa hasta
la revolución del año 1918, hasta la revolución cultural de Mao Tse Tung porque
todo eso no cambiaba nada en el espíritu del mundo. Porque todas ellas eran, o
terminaban siendo, en el fondo, luchas de poder de unos contra otros; luchas
por la hegemonía, como nos recordaba el Señor, en la misma lectura de la Pasión:
los grandes del mundo buscan el poder. Que no sea así entre vosotros.
Pero puede decir que no sea así
entre nosotros, porque Él primero se ha rebajado hasta la traición, hasta la
mentira y hasta la muerte, para conducirnos a nosotros al Reino de Dios, al Reino
de paz y de justicia, al Reino de amor.
¿En qué consiste esa revolución? En
algo muy sencillo y a la vez absolutamente nuevo en cada generación,
absolutamente nuevo en cada momento de la vida: que la grandeza consiste en la
capacidad de hacerse pequeño; que en lugar de una cultura de la avaricia,
establezcamos, en primer lugar, en el corazón de cada uno de nosotros, una
cultura del perdón, de la misericordia, de la amistad, de la mano tendida, del
afecto, del afecto a quien no nos entiende, del afecto a quien nos odia, con el
deseo de poder ser amigos de todos. Uno de los nombres más bonitos que los
cristianos de los primeros siglos daban a Jesús era “amigo de los hombres”,
amigo nuestro, claro que sí. Y si nos decimos discípulos de Jesús y si
veneramos su Pasión, es porque nosotros queremos entrar en esa corriente de
amor que es lo que más el mundo necesita, no luchas de poder, no intereses que
se disfrazan de bien común, o de beneficios aparentes nada más. Un cambio en
nuestro corazón que haga nacer un pueblo que da culto al Amor; que da culto al Amor
del cual tiene experiencia en Jesucristo y no sólo en lo que sucedió hace dos
mil años, sino en Jesucristo que se nos da hoy vivo, para que nuestras vidas
cambien y para que este mundo cambie. Para que en lugar de ser un mundo de
odios, de egoísmo, de envidias, de luchas de unos contra otros, la guerra de
unos contra otros. Decía uno de los padres de la economía política qué sería el
mundo en el que la economía fuera el centro de todo: la guerra de todos contra
todos. Estamos casi ahí.
Señor, necesitamos ese mundo nuevo.
Abramos nuestro corazón a Jesucristo. Lo necesitamos en nuestras familias, en
nuestros barrios, en nuestra vecindad, en nuestros lugares de trabajo, en la
vida política. Lo necesitamos en todos los sentidos. Somos el pueblo llamado a
comenzar ese mundo nuevo y si no, nuestra veneración de la Pasión, de los pasos
de la Pasión es hipócrita, es frágil, puede ser mentirosa.
Señor, no, nosotros no queremos ser
mentirosos. Venerarte a Ti sabemos que significa dejarnos afectar por ese Amor
tuyo y ser fuente, a la medida de nuestras pobres fuerzas, de un amor que es lo
único que puede evitar eso, lo que ya nos anunciaban hace tres o cuatro siglos:
la guerra de todos contra todos. En un mundo como el de hoy esa guerra es
posible. Probablemente, esa guerra está en marcha.
Señor, nosotros no vamos a
contribuir con esa guerra, pero para eso nos tienes Tú que arrancar la
avaricia, que sería el rasgo más fundamental de nuestra cultura de hoy. Avaricia
de poder, avaricia de mando, avaricia de dinero, avaricia de disfrute del
pastel o de las cosas de este mundo. Arranca de nuestro corazón la avaricia. Siembra
en él el amor que cambie el mundo. Y así, seremos hijos tuyos. Y así, el mundo se
parecerá más al Reino de nuestro Padre común, del Padre de Jesucristo y del
Padre de todos nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
14 de abril de 2019
S.I Catedral (Granada)