Homilía de D. Javier Martínez en la celebración de la Pasión y muerte del Señor, en los Oficios del Viernes Santo en la Catedral, con la adoración de un trozo del lignum crucis que perteneció a la Sierva de Dios Isabel La Católica.
Fecha: 19/04/2019
Uno tiene la impresión,
inevitablemente, que después de la lectura de la Pasión cualquier palabra es
como si fuera una profanación, como si fuera algo que no es adecuado.
El relato en sí mismo en el
Evangelio de San Juan, que es el que se hace todos los Viernes Santos, tiene tal
fuerza. Y la liturgia entera de hoy es una liturgia sobria. Sobria en cantos,
sobria en palabras. Sólo algún rasgo de esa liturgia quiero yo subrayar muy
brevemente.
Uno. El día de Viernes Santo se hace
una oración de los fieles que, a diferencia de las que se hacen todos los
domingos, no está creada por los mismos fieles, por la misma comunidad
cristiana, sino que es una oración común para toda la Iglesia. Y es una oración
que incluye a todos los hombres: los paganos, los no creyentes, absolutamente
todos. Nadie queda fuera de esa intercesión de la Iglesia, porque nadie queda
fuera del Abrazo de Cristo.
Yo pienso que muchas veces nosotros
no terminamos de creernos que el Señor nos quiera. Lo hemos oído decir muchas
veces, en las catequesis, en las predicaciones de los sacerdotes. Y sin embargo,
es como si eso se quedase en nuestra epidermis, como algo fuera de nuestra
vida. Como si fuera una frase banal, que no llega hasta la médula, hasta las
entrañas. Y en el fondo hay una razón para eso -pienso yo, a lo mejor hay
muchas-. Una desde luego está en que si algo no quiere el Enemigo es que
podamos pensar que Dios nos quiere. Si algo quiere el Enemigo es que nosotros
nos machaquemos a nosotros mismos. Pero es ese machaque, en el que nosotros
somos cómplices, lo que hace difícil acoger el anuncio de que Dios mismo ama mi
vida. Y la ama de tal manera que aunque yo fuera la única persona que existiera
en el mundo el Hijo de Dios habría derramado su Sangre por mí. Esto vale para
mí y vale para todos, para todo ser humano.
Dios santo, no somos capaces de
querernos bien a nosotros mismos. Nosotros mismos pensamos que nuestra vida no
vale gran cosa. Con frecuencia nos despreciamos, nos machacamos. Os lo digo
como sacerdote, acostumbrado a escuchar a muchas personas. Y una de las cosas
que tengo que hacer con más frecuencia es decirle a una persona: “Dame ese
flagelo, deja de flagelarte”. A veces digo “tengo un museo de flagelos, hago
colección de flagelos. ¡Pero quitároslos, quitároslos! Esos flagelos nunca son
de Dios”.
¿No hemos oído en el profeta, en la
Primera Lectura, que Él cargó con nuestras culpas, que Él ha llevado nuestras
enfermedades y que sus heridas nos han curado? Es el enemigo, es Satán quien
quiere la humillación del hombre. Dios no nos humilla jamás. Dios nos ensalza,
como a la Virgen. “Te has fijado en la bajeza de tu sierva”, en la bajeza de tu
esclava. Pero qué difícil se nos hace acoger ese “te quiero” de Dios. Ya nos
resulta bastante difícil acoger los “te quieros” que hay en este mundo porque
siempre tenemos un motivo, alguna razón que justifique la desconfianza: “¿qué
me irá a pedir?, ¿qué querrá de mí?, ¿qué estará buscando?”. Y ponemos
barreras. Que eso no quiere decir que haya que vivir la vida con una ingenuidad
infantiloide. ¡No! Justo porque se vive con seriedad uno emplea la razón, y la
libertad, y el afecto y los emplea bien. Pero cuando es Dios, el Dios que se
burla de los meteorólogos a veces; que ha creado los mares, las montañas, las
galaxias, las estrellas, los animales; que nos ha creado a cada uno de nosotros;
Él, que nos dice “te quiero, te quiero con toda mi alma, te quiero hasta tal
punto que si tuviera un millón de vidas, un millón de vidas daría por ti”… Eso
es lo que nos cuesta creer. Es lo que en el fondo pensamos que es una frase
bonita, pero que no puede ser verdad. Y es santo y ser cristiano decir que “sí”
a ese amor.
El Credo, que en su forma más pura,
que es la fórmula de la noche de Pascua y la fórmula bautismal es una fórmula de
“sí” a una Alianza de amor, es un “sí” a una declaración de amor. Es un “sí
quiero” esponsal.
Señor, vamos a orar por todos los
hombres ahora. Vamos después a adorar la Cruz, pedirLe al Señor que quite los
obstáculos de nuestro corazón. Que nos deje acoger su amor con una fe sencilla.
Adorar ese amor, dejarnos calar, como se deja uno calar por una lluvia fuerte.
Dejarnos calar por ese amor. Ya fructificará en nuestra tierra, en la tierra de
nuestras vidas, de una manera o de otra, porque su Palabra, como la lluvia, no
baja a la tierra nunca sin que produzca su fruto. Pero, Señor, ¡vence los
obstáculos! Abre las puertas de nuestra alma, para coger simplemente el “te
quiero” y poder decir en la noche de Pascua “sí, creo”. ¿Crees en Jesucristo el
Hijo de Dios que nació de Santa María Virgen, que padeció bajo el poder de
Poncio Pilato, que fue crucificado…? “Sí, creo”. Y eso es como una columna
vertebral nueva que nos es dada para afrontarlo todo en la vida, para afrontar
la vida misma, que a veces es tan dura, y para afrontar la muerte. Con la certeza
de que ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir el amor que nos ha
creado y el amor que nos ha redimido: el amor de Jesucristo. Y por lo tanto, no
hay que temerla. Como alguien me decía no hace
muchas semanas, cerca de la muerte posiblemente, muy probablemente, le
decía: “¿Tienes miedo a morir?”. Y me decía: “No, porque no tengo miedo a Dios.
Tengo más miedo a lo que pueda venir antes de la muerte, pero a Dios no le
tengo miedo”.
Señor, sólo si creemos en tu Amor, sólo
si dejamos que tu Amor cale en nosotros, tiene sentido una frase así. Y uno
dice “es el don más grande”: poder vivir sin miedo a la muerte. De hecho, la
Carta a los Hebreos lo dice: “Vino a liberar a aquellos a quienes el diablo
tenía sometidos por causa del miedo a la muerte y por causa de ese miedo viven
toda su vida sometidos a esclavitud”. ¿Quién es el hombre libre verdaderamente?
El que no tiene miedo ni siquiera a la muerte, porque sabe que Dios está con Él.
Señor, danos esa libertad, vinculada
al hecho sencillo que Te abramos el corazón y digamos “sí, creo”, cuando Tú
dices “Yo te amo”.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de abril de 2019
S.I Catedral