Homilía de Mons. Javier Martínez en la celebración del Sacramento de la Confirmación de 15 jóvenes del pueblo granadino de Ogíjares, acompañados por la comunidad parroquial, entre ellos familiares y amigos.
Fecha: 01/05/2019
Decía yo al principio: es una alegría recibir la Confirmación y os decía también que siempre que venimos a la Iglesia no venimos para decirle al Señor lo buenos que somos, ni venimos sólo para pedirle que nos haga buenos. Venimos a recibir Su Regalo. Y Su Regalo no son cosas. De hecho, los regalos que nos hacemos en torno a la Navidad, los Reyes, son simplemente un signo de que el gran regalo es el hecho de que Dios se haya hecho hombre. Y lo que acabamos de celebrar en la Semana Santa es justamente cómo el Señor ha ido hasta el final de esa humanidad nuestra, sufriendo lo que los seres humanos sufren en este mundo: las envidias, los celos, los odios, las divisiones…, todo lo que el Enemigo siembra en nuestros corazones. Y así hasta la muerte. Y una de las muertes más ignominiosas y más violentas que los seres humanos han inventado jamás en la Historia, que es la muerte en la cruz.
Pero todo eso no es más que la
expresión de un amor, un amor infinito. Que porque Jesús -y eso es lo que
celebramos el día de Pascua- ha vencido a la muerte… (no simplemente que ha
resucitado, como resucitó Lázaro o como algunas otras resurrecciones que se
narran en el Antiguo Testamento: que el Señor resucitó a Lázaro pero, unos años
después, Lázaro cogió una gripe o una pulmonía, un alzheimer o lo que fuera, y
cuando envejeció murió, como los demás). Lo que anunciamos de Jesucristo es que
Él ha triunfado para siempre de la muerte y del pecado, en su Cuerpo. Y cuando
ha vuelto al Cielo, cuando ha vuelto a Dios, a su Padre, es como si hubiera
rasgado el Cielo y nos hubiera dejado el Cielo abierto y dentro ya quedaba introducida
nuestra humanidad en su Humanidad. Y ahora nosotros, unidos a Él, nos colamos
por ese agujero.
Es como un intercambio: Él se hizo
hombre, Él tomó nuestra humanidad de las entrañas de la Virgen, y se hizo
hombre. Él ha entregado su vida y ha subido al Cielo nuestra humanidad y nos ha
dejado aquí su Espíritu Santo, su Vida, su Amor al Padre, que nos permite a
nosotros vivir con esa vida, vivir como hijos de Dios. Somos criaturas de Dios,
no somos hijos de Dios en el sentido en que Jesús era Hijo, que participaba de
todo en la Vida del Padre, era la misma Vida. No. Nosotros somos criaturas. Pero
el Señor ha querido que participemos también de esa Vida. Entonces, Él nos
regala su Espíritu para que esté en nosotros, para que nos acompañe, para que
Él venza en nosotros. A nosotros siempre nos termina venciendo el mal, de una
manera o de otra: unos en el egoísmo, en otros la lujuria o la pereza, o la
ira… No son tantas formas. Son siete y se repiten. No hay cosa que se repita
más que los pecados humanos. Es la santidad la que es muy creativa, y la
caridad y el amor. El amor es muy creativo. Pero la falta de amor, que eso es
el pecado, es siempre muy aburrido, muy repetitivo, no tiene ninguna
imaginación, ninguna.
El Señor nos deja su Espíritu para
que nosotros podamos vivir como los hijos de Dios, y nos lo deja por amor. Las
últimas palabras de Jesús en el Evangelio –y es lo que recordamos todos los
días de Pascua: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Pero
el Evangelio de hoy decía una cosa preciosa, que es la clave de todo en la vida
de Jesús: “Tanto ha amado Dios a este mundo que le ha entregado a su propio Hijo”.
Tanto os ama el Señor a cada uno de vosotros; nos ama a cada uno de nosotros,
que quiere estar siempre al lado nuestro. ¿Para que seamos buenos? Pues sí. ¿A
qué padre no le gusta que su hijo saque buenas notas o a qué padre no le gusta
que sus hijos sean simpáticos o que tengan cualidades? Sin duda. Pero no es por
eso por lo que el Señor nos quiere. Nos quiere porque nos quiere. Quiero
explicar esto porque si nos damos cuenta de esto, nos damos cuenta de un rasgo
muy bonito del Señor. Cuando alguien nos quiere para conseguir algo de
nosotros, ¿a que ese amor vale menos? Vosotros mismos lo valoráis menos. Si
alguien te dice que es amigo tuyo porque sabe que le invitas, o que jugando
contigo consigue alguna cosa, esa amistad no nos interesa. (…) El amor
verdadero es como sin condiciones. Pues, el amor de Dios, “Tanto amó Dios al mundo…”
que ha sido sin condiciones. Nos ama sin condiciones y nos ama para siempre.
Vosotros ya participáis de ese Amor,
ya sois hijos de Dios: lo sois por el Bautismo. Pero la Iglesia Latina, la
Iglesia de Occidente, la nuestra, la Confirmación al principio estaba unida al
Bautismo, se ha separado, ¿para qué? Para que podáis daros cuenta a una edad en
la que ya tenéis uso de razón, sencillamente de lo que significa ese Amor de
Dios que se nos da en Jesucristo. De hecho, al Bautismo le llamaban “el sello” y
a la Confirmación la llamaban “el segundo sello”. ¿Por qué? Porque en los
documentos importantes hacía falta siempre poner dos sellos: el del rey y el
del canciller real. Y a la Confirmación se la llamaba “el segundo sello”. (…)
La Confirmación es el “segundo sello”.
El Señor ya os entregó su Vida el día de Viernes Santo, todo lo que tenía, su Vida
entera, su Espíritu. Y nosotros hemos empezado a participar de ese Espíritu y
de esa Vida que Él nos da por el Bautismo. Pero cuando éramos pequeñitos
nosotros no nos enterábamos de lo que significaba tener ese Amor de Dios. Hoy
sí nos podemos dar cuenta. Y el Señor confirma. No sois vosotros los que venís
aquí a confirmar nada. Claro que vais a confirmar que creéis en Jesús, porque
es la única condición que el Señor pone: que creéis en Él y que ponéis en Él la
esperanza del perdón de los pecados, de vuestra resurrección y de la vida
eterna. Pero nada más. Y con esa condición de conocerLe y esperar de Él la vida
eterna, Él se os da. Y se os da para acompañaros. No nos necesita. No nos
necesita para nada. Somos nosotros quienes le necesitamos a Él. Y le
necesitamos, ¿para qué? Para saber que no estamos solos. Luego en la vida, las
circunstancias se pueden hacer muy difíciles, muy complicadas, muy enrevesadas
a veces. Pero si uno sabe que el Señor está con nosotros, la vida se vive de
otra manera y las dificultades se afrontan de otra manera, y las cosas bonitas
se gozan de otra manera. También las cosas bonitas se disfrutan de otra manera
cuando está el Señor. Mucho más. Porque cuando uno no tiene más que el horizonte
de esta vida, hasta las cosas más bonitas se acaban. Como un concierto, empieza
y se acaba. Se acaba la película. Y cuanto más bonita es la película más pena
da que se acabe, ¿no? (…) Por tanto, también las cosas bonitas, si su horizonte
único es que se van a acabar, porque se van a acabar, se acaba nuestra vida, es
muy triste, es como si tuvieran una especie de cáncer metido dentro.
Cuando conocemos el Amor del Señor y
que el amor es para siempre, uno disfruta de las cosas bonitas, sabiendo que
esas cosas bonitas es como un signo de un amor que conocemos y sabemos que no
se acaba nunca. Y las disfrutamos no pensando en que se acaban, sino pensando
en que lo que nos espera es mucho más bonito. Siempre. Que lo bonito no ha
hecho más que empezar en nuestra vida. Que lo verdaderamente bello y grande
viene después y no nos va a faltar nunca. Porque vosotros podéis olvidaros de
lo de esta tarde, y a lo mejor os olvidáis con facilidad. Pero lo que nos da
alegría no es saber que vosotros sois muy listos y no os vais a olvidar de que
el Señor os quiere, y que un día prometió estar con vosotros para siempre (se
nos olvida a todos y se nos olvida muchas veces). Pero nuestra alegría no nace
de que a nosotros se nos olvida o no se nos olvida, o de que somos muy capaces
de querer mucho al Señor. El cristianismo no consiste en lo que nosotros
hacemos por Dios, consiste en la certeza de lo que el Señor nos quiere y hace
por nosotros. Pues, aunque os olvidéis del Señor, Él no os va a olvidar ni un
segundo, ni una millonésima de segundo. Pase lo que pase en la vida. Y eso sí
que da alegría. Eso sí que permite vivir con gozo, vivir con esperanza,
edificar la vida sobre una roca que no tiembla, aunque tiemblen las montañas; no
tiembla, porque el Amor de Dios permanece para siempre. Y poder vivir la
certeza de que aunque uno haya metido la pata y aunque la haya metido veinte
veces, y tenga mil defectos… El Señor no sólo no me quiere menos, sino que
jamás dejará de quererme. Porque es fiel. Porque es fiel y fiel siempre. Y fiel
para siempre. Eso genera una alegría que no es de este mundo, pero que es la
alegría cristiana. Ser cristiano es poder vivir en esa alegría. Que esa alegría
luego tiene como fruto que nos hace mejores. (…) Cuando alguien nos dice “te
quiero” sale lo mejor de nuestro corazón. Cuando alguien nos oprime y nos hace
algo diciendo “esto está mal”, “no hagas esto”, “esto está mal”, entonces,
estamos deseando que alguien se dé la vuelta para hacerlo, la mayor parte de
las veces.
Entonces, es verdad que la
experiencia de ser queridos por el Señor hace salir lo mejor de nosotros, y lo
mejor de unos con otros. Pasa a veces en reuniones donde nos reunimos los
cristianos sin conocernos de nada. No se me olvida, los que sois de otra
generación más cercana a la mía, ¿os acordáis de un periodista que se llamaba
Luis del Olmo? Me acuerdo yo una de las veces que vino Juan Pablo II a Madrid,
a la Plaza de Colón, y estaba comenzando la Eucaristía, que incluía la
canonización de cuatro santos, eran las cinco de la tarde, y él estaba hablando
diciendo: “Ya está la Plaza de Colón llena”. Y hay gente que lleva ahí desde
las ocho de la mañana, desde las siete de la mañana, que habían venido de toda
España, y dice: “Y lo que más me llama la atención es como si se conocieran de
toda la vida; se pasan el agua, se pasan el bocadillo, reparten la tortilla…”.
Y decía: “Es que no entiendo eso”. Y alguien, que estaba en la emisora, decía:
“Pues, es que yo ya he vivido cosas de éstas y es que pasa así en las cosas de
la Iglesia”. Y es verdad un poco, pasa también un poco en las procesiones. La
gente no se conoce pero están allí (…) como si fuera una familia. Donde está el
Señor sale lo mejor de nosotros, y vivimos mejor. ¿Por qué? Porque vivimos como
hermanos. Mientas que el mundo en el que vivimos trata de que vivamos aislados
y como burbujas, desconfiando de todo el mundo, y que no seamos amigos. No.
Junto al Señor nace un mundo de amigos y una familia, la familia de los hijos
de Dios, la certeza de que somos hijos de Dios, y hermanos los unos de los
otros. Tengamos diferentes niveles sociales, diferentes niveles de cultura, todo
eso importa tan poco. Lo que importa es que tanto os ama el Señor a cada uno de
vosotros que quiere confirmar que ese Amor quiere estar con vosotros hoy y
hasta la vida eterna. Y eso es precioso. Por eso, os decía: “Disfrutadlo,
disfrutadlo”. Lo dijo Él. Lo dijo el Señor en una ocasión: “Yo he venido para
que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría esté en plenitud”. O
sea que el Señor ha venido para que estemos contentos y para que podamos vivir
contentos. (…)
Cuando está el Señor, estamos
contentos. Cuando sabemos que Él está con nosotros, estamos contentos. Que
nunca estamos solos. Que aunque no hubiera nadie, siempre os querría el Señor,
que cuando ama, ama con un amor infinito y no va a dejar nunca de quereros. Ésa
es la alegría más grande, porque es la que más dura, porque es la más
verdadera. Y eso es lo que sucede en la Confirmación: que el Señor se os da de
nuevo, a través de gestos muy pequeñitos. Lo que sucede, sucede a través de
gestos.
(…) Cuando el Señor nos dice “Te
quiero”, aunque los gestos sean muy pequeños (imponer las manos, hacer esa
señal de la cruz…) el Señor viene, y eso puede cambiar la vida. Basta con
decirle, “Señor, me dejo querer”. Cuánto bueno puede pasar por una sonrisa y
cuánto malo puede pasar por negar una sonrisa. Detrás del gesto, va el amor. Y
detrás de los gestos de la Confirmación, EN los gestos de la Confirmación, va
el Amor infinito de Dios, por cada uno de nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de mayo de 2019
Parroquia Nuestra Señora de la
Cabeza (Ogíjares, Granada)