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“Nuestra misión es construir la familia de Dios, el Pueblo de Dios”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de Admisión a las Sagradas Órdenes y Ministerios de Acólito y Lector de un grupo de seminaristas del diocesano “San Cecilio” y del misionero “Redemptoris Mater”, en la S. Catedral,

Fecha: 12/05/2019

Hacía mucho que en esta Catedral, en algo que se aproxima ya mucho a una Ordenación, no había un grupo tan numeroso de jóvenes. Y sólo vuestra presencia ya es un gozo grandísimo para toda la comunidad cristiana, para toda la Iglesia.

 

Este es el Domingo del Buen Pastor, lo cual hace también muy apropiado que podamos tener el rito de Admisión a las Órdenes para seis de vosotros y la recepción de los Ministerios Lector y de Acólito para otros cuatro. Dentro de nada, si Dios quiere, estaremos celebrando el diaconado y el presbiterado para vosotros.

 

El Domingo del Buen Pastor nos recuerda a algo que es extraordinariamente relevante para el mundo en el que vivimos, porque si algo caracteriza a ese mundo -a mi juicio- es la experiencia cada vez más extendida de la soledad. Soledad de las personas mayores, pero soledad a veces por vía de aislamiento a través del mundo de las redes o a través del mundo de las series de televisión, o así; también por parte de los jóvenes; soledad en los matrimonios, donde a veces las circunstancias de trabajo, todo parece construido en nuestro mundo para que sea un mundo de hombres solos, para que no exista ninguna clase de comunidad, de pueblo, de pueblo en el sentido fuerte.

 

Se estaba construyendo el Sacromonte, o terminando la construcción del Sacromonte, en 1664. Uno de los padres de la economía moderna, un inglés llamado Locke, decía que para que la economía pudiera desarrollarse libremente en el mundo, había que eliminar lo que constituía el obstáculo mayor a ese desarrollo, que era la familia. Estamos hablando del siglo XVII. Y aquello que entonces parecía un proyecto absolutamente utópico, se ha ido llevando a cabo poco a poco hasta el mundo del capitalismo global, donde, sencillamente, no hay raíces, no hay nación, ni patria, no hay más que agregados humanos (colectivos, les gusta decir a los hombres en el mundo éste en el que vivimos). No existe en realidad, no hay espacio para verdaderas comunidades alternativas a esta agregación de individuos, que viven sólo para producir y consumir, y son, por lo tanto, todos ellos intercambiables, bajo el dominio absoluto –ya también eso se dijo en el siglo XVII- y la vigilancia absoluta del Estado moderno.

 

Celebrar la fiesta del Buen Pastor nos hace más conscientes. Pero, en realidad, el cristianismo si se entiende bien, no es aquello que queda residual en una sociedad entendida así, sino que el cristianismo es una sociedad y una comunidad alternativa. Alternativa, porque su esencia tiene que ver con unos desposorios, tiene que ver con un matrimonio: el matrimonio de Cristo con nuestra humanidad, que funda de una manera absolutamente que ha estado quizás en los deseos de los seres humanos en todas las culturas, pero que funda algo absolutamente nuevo, lo funda en la Encarnación: es la experiencia de Sacramento. Es decir, el don de Dios como un don incondicional, gratuito y para siempre. Y ése es el fundamento de eso tan revolucionario -y cada vez más revolucionario, y lo va a ser- que llamamos matrimonios, que, aunque ha existido en todas las culturas de maneras distintas, con matices, pero ni siquiera en el judaísmo… Había en el judaísmo una tendencia a la monogamia y a la indisolubilidad, pero sólo la experiencia del don de Cristo y del don permanente de Cristo hace posible culturalmente la acogida de una nueva forma de vida, que implica el matrimonio; que implica el sacerdocio, que es un participación en la esponsalidad de Cristo con respecto a su Pueblo.

 

Al fin y al cabo, lo que debe hacer un buen padre de familia es siempre cuidar de una familia, ser pastor de una familia. Ser pastor es cuidar. No mandar. Depende, a veces hay que mandar. Hay que procurar hacerlo lo menos posible, cuando uno tiene que recurrir mucho a mandar es que ya ha perdido su autoridad, la autoridad del pastor que da la vida por sus ovejas. Esa es la autoridad de Cristo, no hay otra. Ésa es la autoridad de un buen pastor y ésa es la autoridad de un padre de familia. Tampoco hay otra.

 

En ese sentido, el sacerdocio católico y el sacerdocio en la Iglesia Latina con su exigencia del celibato, no es una cosa extraña y añadida; es una modalidad de la incorporación a Cristo, para un amor más libre, para una donación de la vida entera al pueblo cristiano, con todo el ser. Como un hombre se da a su esposa y a su familia. Con una ventaja, y es que vosotros sabéis siempre, el pastor que hace presente a Cristo en el Sacramento del Orden, sabe siempre que su familia no es suya. Mientras que los padres tienden a creerse con mucha facilidad, y en el mundo en el que estamos con más facilidad todavía, que su familia es suya, que ellos son los que tienen que asegurar la vida y hasta la salvación de sus hijos, y que ellos, de alguna manera, son los responsables de la vida y de la salvación de sus hijos. Y por ahí se cuela el Enemigo y se cuela una idolatría de la familia que impide ser buenos pastores. Y cuando los sacerdotes hacemos lo mismo con nuestra parroquia, o con nuestro grupo de jóvenes, o con nuestra comunidad, y nos sentimos como los dueños… (Ya en tiempos de San Pablo, dijo: “No, no os sintáis como dueños del rebaño, sed buenos administradores”).

 

Yo quiero subrayar que, tanto vuestro ministerio como el de los padres de familia, es la construcción de una familia, de un pueblo. Decía, la economía contemporánea tiende a atomizar la sociedad de tal manera que ni pueda existir la familia. El mismo Locke reconocía que eso era un foco de resistencia a la autoridad absoluta del Estado. Los discípulos suyos y las generaciones siguientes de los creadores del pensamiento ilustrado y del pensamiento moderno, todavía más. La familia es un foco de resistencia porque crea unas lealtades. Y la Iglesia es una familia que, efectivamente, genera un pueblo que no depende para su condición de pueblo del Estado. Obedece las leyes, las obedecieron los cristianos (las leyes que sean justas o que no fueran inicuas. El cristiano las obedece como el que más, porque también considera que hay un designio de Dios que tiene que ver con los emperadores, pero al mismo tiempo es libre).

 

Pero la Iglesia es un pueblo. Tenemos que recuperar esa condición de pueblo. Un pueblo es un “nosotros”: “Nosotros los cristianos”. Quien no puede decir “nosotros” refiriéndose a la Iglesia no se siente Pueblo en la Iglesia de Dios. Un pueblo es protagonista de su historia, no se la hacen. Los que no tienen pueblo otros le hacen la historia, otros determinan cómo tiene que ir su vida. Un pueblo es protagonista siempre de su historia. Si la Iglesia es el Pueblo de Dios; si la Iglesia es ese Pueblo que Jesucristo con el don de Su Sangre, esa familia que Él ha reunido, esa Esposa de Cristo, que es, al mismo tiempo, Su Cuerpo, porque se ha unido a ella de una manera indefectible y para siempre, a pesar de todos nuestros pecados, miserias, torpezas, ignorancias, memeces, todo lo que es propio de los seres humanos (pero el Señor no se avergüenza de nosotros), en ese Pueblo hay una vida nueva. Y nosotros, los que tenemos la vocación preciosa de ser pastores de ese Pueblo, lo que tenemos es que cuidar de esa familia, cuidar de esa vida, cuidar de esa vida que Cristo da, que da como gracia. Cuidar -yo diría- especialmente de las personas más heridas, de las más frágiles, de las que más lo necesiten, de las que estén más lejos del Señor. El Señor va en busca de la oveja perdida. Se la pone sobre los hombros y la vuelve a traer al rebaño. El rebaño de la Iglesia es un rebaño de seres libres y eso hace un poquito más complicadas las cosas normalmente, porque el escándalo de la Creación ha sido siempre la libertad.

 

Pero que vosotros tengáis conciencia que en los pasos que hoy estáis dando hacia la Ordenación son pasos hacia ser pastores de un Pueblo. Guías, cuidadores de un pueblo, que significa estar siempre al lado, estar siempre disponibles, estar siempre libres. El otro día me explicaba a mi un obispo que la idea de libertad no es lo que a veces pensamos: ser libre es hacer lo que me da la gana. Dice: la imagen mejor para entender qué es la libertad es un taxi con la lucecita verde. El taxi no hace lo que le da la gana y el taxista menos todavía (el taxista pobrecillo trabaja normalmente doce horas). Y la lucecita verde significa “soy libre”. ¿Y qué significa “soy libre”? Que yo te puedo llamar y dispongo de ti, y te digo dónde me tienes que llevar. Esa libertad del taxista, esa es la libertad que Dios nos ha dado y es fantástica es la ofrenda de la vida, es la disponibilidad de la vida. Eso es la libertad. Lo otro es una libertad inventada, muy malsana, y que termina haciéndonos esclavos de Netflix, de Telecinco, de la Sexta, de Amazon Prime, de todo lo que queráis. Esclavos de nuestros instintos más bajos y a eso lo llamamos libertad.

 

Ser libres es poder disponer de uno mismo para darse, para que alguien me pida “¿está usted libre? Sí, Señor. ¿Me puede usted llevar al Ruiz de Alda? Pues, con mucho gusto”. Esa es una imagen bella y muy adecuada, muy verdadera de lo que significa ser libre en realidad. Que no se es libre cuando no se sabe para qué está uno disponible, al servicio de qué está esa libertad, o al servicio de quién está esa libertad. El padre de familia está siempre libre para servir a su familia, para dar la vida por su familia. El pastor está siempre libre para servir a su pueblo, para dar la vida a su pueblo. Pero no olvidéis que la Iglesia es un pueblo, en un sitio donde no hay pueblos, en un sitio donde los pueblos están destruidos, donde no hay pueblos, naciones. Es verdad. Hay algo en eso que corresponde al ser de la Iglesia, porque lo habéis leído en el Apocalipsis: “Hombres de toda raza, pueblo y nación, que habían lavado sus vidas en la sangre del Cordero”. Es decir, que habían recibido el Sacramento del Bautismo y en el Bautismo habían sido purificados. Somos servidores de ese pueblo, constructores de ese pueblo, no lo olvidéis nunca. Y eso no hay nada que le haga a un ser humano más feliz, más gozoso en la vida. Que eso implica sacrificios, pues igual que la vida humana en cualquier otro estado de vida, ni más ni menos. ¿Que en algunas vocaciones hay sacrificios más especiales?, por la historia en particular sea de algún miembro de la familia, o de la familia misma, o del pueblo que el Señor te ha confiado, o de tu forma de ser, o lo que sea, pero no es por ser sacerdote, o no es por ser padre de familia, porque las vocaciones humanas no se repiten nunca y el Señor nos lleva a cada uno por nuestro camino.

 

Yo celebraba ayer 34 años de mi Ordenación Episcopal y me encontré con seminaristas. Estaba ordenando a un Obispo en Murcia, que pertenece a la Provincia Eclesiástica de Granada y yo tenía que estar como Arzobispo Metropolitano participando en la Ordenación, y me encontré con varios seminaristas menores y luego con la madre de uno de ellos. Y le dije: “Yo llevo casi 50 años de sacerdote y 34 de obispo”. Le puedo jurar que soy hoy más feliz, estoy más ilusionado con mi vocación, la quiero más, me siento en ella como en mi zapato realmente y tengo a lo mejor menos fuerzas que cuando tenía 30 años, pero sólo menos fuerzas, pero tengo pasión, deseo, energías, ganas, muchas más y mucho más sólidas, mucho más conscientes, mucho más profundas. No se deteriora la vida, cuando la vida pertenece al Señor y está entregada a la misión. Y la misión, nuestra misión es construir la familia de Dios, el Pueblo de Dios, cuidar de la Esposa de Dios que es Su Iglesia, como un buen padre de familia.

 

Damos muchas gracias al Señor por vosotros, por vuestra vocación. El Ministerio de Lectores y Acólitos os dice cuáles son los dos caminos para aprender a ser pastor de ese pueblo; para hacer que esa historia que hemos leído en los Hechos de los Apóstoles y que empezó el día de Resurrección, siga viva como sigue viva hoy, y más y más viva cada día. Y los dos caminos son la Palabra de Dios (meditad la Palabra de Dios, escuchadla, dejadla que cale en vuestro corazón, dejad que sea vuestro alimento cotidiano) y aprended de la Escritura. El pastor da la vida por sus ovejas y si sois un día presbíteros, diréis todos los días de vuestras vida: “Tomad, comed, esto es mi Cuerpo”. No es una palabra vacía. Decidlo con todo vuestro ser. Dejaos comer por la gente, dejaos comer por la Iglesia, daos. Nada os hará más felices que saber que pertenecéis a esa Iglesia y que esa Iglesia dispone de vosotros. Claro que sí. Porque eso es lo contrario de lo que el mundo vive, lo contrario de la soledad del mundo: no soy de nadie, no pertenezco a nadie, nadie me pertenece, a nadie le importa mi vida, no hay nada más terrible que eso. Al final, cuando se vive así la vida, no vale nada. Nuestra vida vale. Sabemos a qué precio hemos sido rescatados todos por Cristo en el Bautismo. Y vosotros debéis saber que el Señor os llama a participar de su misión de una manera única y preciosa, y que puede llenar vuestro corazón de hombres. No de plástico. Vuestro corazón humano, que vibra, que ama, que sufre, que se apasiona, que se enfada, que patalea, que lucha. Como un padre de familia lucha por su familia pues lo mismo.

 

Vuestro corazón de hombres lo quiere el Señor para prolongar su misión de Pastor, de Esposo que da la vida y que sacrifica Su Vida sobre la cruz y sobre el altar cada día por amor a su Pueblo. Por amor a su Pueblo, por amor a su Esposa, por el amor más grande que haya existido jamás en la historia. Ser llamados a ese amor no es un menos, Dios mío. Es lo más grande que un ser humano podría soñar. Ni siquiera seríamos capaces de soñarlo si fuéramos conscientes de aquello a lo que el Señor nos llama. Pero no temáis, Él está con nosotros; es Él quién actúa en nosotros.

 

Vamos a ordenar a los Acólitos y a los Lectores primero. Damos gracias a Dios por vuestras vidas y pedimos que el Pastor, que el Buen Pastor que es Jesucristo siga cuidando de vosotros y os conduzca a la plenitud de Cristo.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

12 de mayo de 2019

S.I Catedral de Granada

 

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Palabras finales en la Santa Misa.

 

Enhorabuena a las familias, enhorabuena a las comunidades que han cuidado de los muchachos. Sumamente agradecido al trabajo de los rectores y de los formadores en su camino hasta hoy. Y seguimos pidiéndoLe al Señor que nos conceda vivir siempre contentos de Su Gracia, que ésa es la mejor, en la alegría del Evangelio, en la alegría de Su Salvación, y que nos dé las vocaciones de sacerdotes santos que necesita nuestra Iglesia. Que tengáis un domingo precioso.

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