Homilía en la Eucaristía jubilar con motivo del Año en el 450 aniversario del fallecimiento de san Juan de Ávila, con la participación del clero diocesano en su jornada celebrada en la fiesta de Nuestra Señora de Fátima y en el marco de la fiesta del 10 d
Fecha: 13/05/2019
Mis queridos hermanos:
El día éste que nos reunimos, en
torno siempre a la fiesta de san Juan de Ávila, es un día fundamentalmente de
acción de gracias. Yo creo que de acción de gracias por una historia de
misericordia y de amor que el Señor hace con cada uno de nosotros. Si miramos
hacia atrás, sea cuales sean las circunstancias que hayan acompañado nuestro
ministerio, que a veces han podido ser verdaderamente difíciles o probadas o
dolorosas, por unos motivos o por otros, lo que encontramos siempre es la
fidelidad del Señor. El Señor ha sido fiel con nosotros. El Señor no se ha
avergonzado de nosotros, ni de nuestra pequeñez, ni de nuestra miseria. El Señor
ha cumplido su promesa y Le damos gracias. Le damos gracias de una manera
especial por aquellos hermanos nuestros que hoy celebran, o a lo largo de este
año, sus 25 años de sacerdocio o sus 50 años de sacerdocio. Una vida entera.
Que el Señor, que prometió no dejar ni siquiera un vaso de agua sin recompensa,
podrá recompensar muchas, muchas cosas en vuestras vidas.
Celebrar aquí este Año Jubilar de san
Juan de Ávila y haber venido aquí, aparte de ser una preciosa ocasión de
convivencia juntos, es una ocasión de recordar el significado de su figura. Hay
muchos aspectos de los que ya habéis oído hablar, y habéis oído hablar muchas
veces. Yo quiero subrayar cosas muy simples. Una, que los santos normalmente
vienen en bloque, y especialmente en tiempos de prueba para la Iglesia. Cuando
los tiempos son difíciles, el Señor suscita a sus santos. Los santos no son
tanto individualidades particulares y aisladas, sino personas que además llaman
mucho la atención, como todo este grupo de santos que estaban repartidos por
España, en aquellos momentos de finales del siglo XVI y comienzos del siglo
XVII. Estaban todos conectados unos con otros (no había internet, no había
whatsapp, pero sabían unos de otros, se apoyaban unos a otros, se aconsejaban
unos a otros, vivían una preciosa experiencia de comunión, que ha sido -yo creo-
que el nutriente de la fe de la Iglesia en España durante siglos). De hecho, a
mi me llama la atención que cuando nosotros hablamos de evangelización
originaria casi, nuestra memoria histórica como cristianos, como hijos de la
Iglesia, se dirige al siglo XVII o al siglo XVI. No va más allá. Los santos del
medioevo son para nosotros casi como arqueología cristiana. Y los Padres de la
Iglesia son grandes desconocidos. Quienes acude espontáneamente la fe de nuestro
Pueblo es a los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, a santa
Teresa de Jesús, a san Juan de Ávila o a san Juan de la Cruz, y a todo ese coro
de santos menores en cuanto a su obra escrita o a su obra publicada, o a su
magisterio, tal vez no menores a los ojos de Dios, pero que constituyen una
buena docena, o más de una docena, de santos en torno a ellos.
Yo creo que es verdad cuando el Papa
Francisco habla de un “cambio de época” y un cambio de época probablemente más
radical que ninguno de los que ha conocido la historia humana en ningún
periodo, y desde luego más radical que ninguno de los que ha conocido la
historia cristiana en veinte siglos. También lo dijo el cardenal Ratzinger
antes de ser Papa con toda claridad, lo del “cambio de época”. Y un poco un
cambio de época es lo que vivieron todo ese grupo de santos y san Juan de Ávila.
Es decir, había habido un gran deterioro de la Iglesia medieval, que comienza a
finales del siglo XIII y se va abriendo paso en el Cisma de Avignon, en el
pensamiento de algunos grupos radicales franciscanos, como Joaquín de Fiore y
su larga posteridad, y su influencia, y se culmina en cierto modo en la Reforma
protestante. En ese momento se empieza a dejar básicamente dos cosas muy
fundamentales. Una, Dios deja de ser percibido como Aquél que está en todas las
cosas; Dios pasa a ser Alguien que está fuera del mundo y el mundo como algo
que está fuera de Dios. Y eso afecta a todo, porque afecta a la mirada humana
sobre el mundo. Eso termina haciendo difícil percibir la categoría de sacramento,
porque el sacramento siempre requiere una Presencia, una Presencia gratuita y
una Presencia que permanece para siempre. Y lo cierto es que esa conciencia de
lo que es un sacramento se debilita y en la Reforma protestante quedarán
reducidos los sacramentos a veces al Bautismo y, sólo en cierto modo, muy
limitado, a la Eucaristía. Desaparece el Perdón de los Pecados… Pero antes ha
desaparecido la conciencia de lo que significa un sacramento y de cómo toda la
vida cristiana es una vida sacramental, en el sentido de que es el
reconocimiento de la Presencia viva de Cristo en medio del mundo. La Presencia
de Dios en todas las cosas. La Presencia de Cristo en el mundo. La Presencia de
Cristo en la Iglesia. La Reforma protestante, como consecuencia lógica, también
elimina la Iglesia de su experiencia cristiana.
Es en ese momento en el que todo este grupo de santos buscan lo
esencial. Y no es extraño la insistencia que nos hacía la guía que nos enseñaba
la casa (ndr. el clero diocesano visitó
antes de la Santa Misa la casa de san Juan de Ávila, donde falleció) en la
Eucaristía, o en el sacerdocio. ¿Por qué? Porque era el modo de reconocer la Presencia
viva de Cristo; como algo presente, no como una memoria del pasado, no como un recuerdo.
Y fueron todos ellos a lo esencial, asumiendo lo que había de bueno en la
cultura que ellos vivían. San Juan de Ávila fue acusado de erasmista, es decir,
de ser un hombre del Renacimiento (demasiado renacentista, por así decir). No
había nada malo en ser erasmista si uno tenía claro los elementos esenciales de
la fe cristiana, como lo tuvo él y como los tuvo san Ignacio y Santa Teresa. Curiosamente,
los tres fueron acusados frente a la Inquisición por ciertas cosas de la
modernidad, del comienzo de aquella modernidad, que llamaba por cultivar
excesivamente la vida interior y en confiar demasiado en la vida interior, lo
cual llamaba la atención en aquel momento, proviniendo de la tradición tan
material y tan amante de lo material como era la tradición medieval, por muy
corrompida que estuviese.
Si nosotros vivimos un cambio de
época, hay rasgos que coinciden y que tendrá que ser lo mismo: “Como busca la
cierva corrientes de agua, así mi alma te busca”. Centrar nuestra búsqueda en
la búsqueda de Dios, y no en el adaptarnos a un mundo que se aleja cada vez más
de Dios y de las categorías cristianas. Hoy la categoría de sacramento es una
categoría totalmente ausente del pensamiento. Yo creo que es la categoría del
mundo cristiano más ausente de la cultura contemporánea, del arte cristiano,
del pensamiento, de todo. Es difícil para el hombre moderno ver en las cosas, ver
en el mundo, un regalo de Dios, un símbolo o, como decía algún Padre de la
Iglesia, “el vestido de Dios”: “El mundo es el vestido de Dios”. Para nosotros,
el mundo es aquello de lo que se sacan cosas, de lo que se explota, de lo que
se sacan productos, se fabrican cosas.
Yo quiero decir simplemente que el
cambio de época en que nosotros estamos es mucho más radical, mucho más
profundo. Aquel cambio de época tenía lugar dentro de un mundo cristiano. Hoy,
el cambio de época tiene lugar en un mundo que desconoce todo, desconoce el
significado de la vida; desconoce la posibilidad de una vida feliz, como
posibilidad real, de una vida agradecida, contentos; desconoce la Misericordia
infinita de Dios. No tiene experiencia de un amor que dure, no tiene
experiencia más que de contratos en los que los hombres intercambian cosas,
unas por otras. Si alguien recibe un regalo, inmediatamente es normal que
piense “¿qué me irá a pedir si me está dando esto?”. Y todo eso, que es la
situación del mundo, un mundo completamente perdido, y por otra parte, lleno de
un hambre de algo que no sabe lo que es, porque el mundo está descontento. El
carácter masivo del turismo en nuestro tiempo es una búsqueda ansiosa de
felicidad de quienes no saben dónde está la felicidad, ni si existe, ni si uno
puede encontrarla. Pero es esa búsqueda la que pone millones y millones de
personas en movimiento, y mueve las compañías aéreas y mueve esa especie de
neo-humanismo moderno.
En medio de ese mundo, ¿qué es lo
que nos da el Señor a nosotros como posibilidad? Ser quizás cerillas, quizás
lámparas tan frágiles como pueda ser la frágil luz del cirio pascual, pero
testigos de la Resurrección de Cristo; testigos de que Cristo lo es todo. Y
constructores de un Pueblo. Dejadme decir una cosa. En una obra de Kant, que se
llama “La religión dentro de los límites de la mera razón”, él dice: “La
religión no es más que moral y las cosas que la religión cuenta sirven, para
los que creen en ellas, para ser buenos, que es al final lo que importa en la
vida. De tal manera, que lo que hay que invitar a los hombres es sencillamente
a que se esfuercen por ser buenos, lo más posible, y que no piensen tanto en
esas cosas que dicen las Escrituras que Dios ha hecho por ellos, cuanto en lo
que ellos tienen que hacer para lograr la meta de la vida que es la felicidad”.
Y subraya, en ese mismo párrafo resaltado, que esas cualidades morales son
todas interiores, son todas invisibles, que no necesitan ninguna Iglesia, que
no necesitan ninguna exterioridad.
No es que nosotros seamos discípulos
de Kant, pero sí que hemos reducido mucho el dogma cristiano moral, o hemos
puesto el dogma cristiano al servicio de la moral, como si fuera subsidiario a
la consecución de unos valores, de unas cualidades… Y para eso no es necesario
el sacerdocio, ni para eso es necesaria la Iglesia. Efectivamente, no es
necesario. nada más que, en el pensamiento de Kant, la libertad y las opciones
que uno hace “por el bien”, de forma que pueda ser feliz (que para él la
felicidad consiste en la certeza de que uno ha hecho el bien y con eso basta).
Dejadme añadir otro ejemplo que va
en la misma dirección. Un imán de una mezquita importante de las mezquitas de
España, hablando con una familia cristiana que le estaba queriendo transmitir
un poco cómo el Islam no conoce el perdón, ni el amor al enemigo, ni el perdón
a las ofensas, ni la súplica por aquellos que te han ofendido, ni a Dios como
amor… y el imán sonreía y sonreía. Era un hombre que había sido cristiano
convertido al Islam. Al final, el imán les dijo, cuando ya habían terminado de
hablar y se les habían terminado las cosas que decían que eran mejores en el
cristianismo: “Sí, pero todas esas cosas de las que vosotros habláis son cosas
interiores y un pueblo, para ser un pueblo, necesita lo exterior”.
Por un lado como por otro, yo creo
que cuando el Papa insiste tantísimo en retomar la teología del pueblo, no como
categorías sociológicas sino como categoría teológica, es decir, somos el
Pueblo de Dios, somos el Cuerpo de Cristo… La corporalidad, la visibilidad del
pueblo, la visibilidad de la Iglesia, la visibilidad de la vida cristiana es
algo esencial, que sólo por influencia de una cierta modernidad, que el Islam
desprecia, porque, efectivamente, si la Iglesia son sólo valores o actitudes o
capacidades interiores, no hace falta la Iglesia; somos una suma de individuos,
que tenemos esas aptitudes, esas cualidades o esos valores o esas cosas.
La nueva evangelización en nuestro
momento nos lleva a recuperar lo esencial, que es la búsqueda de Dios; que está
en la búsqueda de la felicidad de quienes no conocen a Dios. Cuando dos
muchachos en la calle se ponen “a hacer el oso” (ndr. expresión coloquial referida a hacer gestos graciosos) están
buscando a Dios aunque no lo sepan; están buscando a Dios porque buscan ser
felices, pero nadie les ha mostrado ningún camino. El mundo, por ser mundo, no
es culpable. Somos nosotros los que podemos ser culpables por no ser los
cristianos que tenemos que ser o que tendríamos que ser. Pero el mundo por ser
mundo nunca es culpable. No hay que echarle en la cara que no entienda nuestros
modos de pensar y de hablar. Que pueda entender algo de nuestros modos de vivir
si es que estos modos están traspasados por el amor a lo humano.
Buscar a Dios. Centrarnos en lo
esencial: Jesucristo, la Iglesia. PedirLe al Señor, como presbiterio y como
Iglesia de Dios (donde además tantos, tantos esfuerzos del mundo hay para
dividir, para desconfiar, para sangrar en nosotros la misma desconfianza que
existen en las realidades del mundo) que no nos dejen arrastrar a esa
desconfianza. Que multiplique ya nuestra comunión. Nuestra comunión es ya un
testimonio. La comunión de dos sacerdotes que trabajan en la misma zona y que
se ayudan es ya un testimonio de que Cristo está vivo, es ya un testimonio
precioso. Más que la virtud personal de cada uno de ellos. Es la comunión la
que testimonia a Cristo. Es la comunión lo que nosotros hemos de pedirLe al Se
Y ser conscientes de que esta
historia se está recomenzando siempre. Todos los años leemos los Hechos de los
Apóstoles, todos los años volvemos a nuestro origen. Nuestro origen está en la
mañana de Pascua como Pueblo. Y nuestro origen está en la mañana de Pascua,
porque el mismo día de Pascua le dice el Señor a los Doce: “A quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados, y a quienes se les retengáis, les
quedan retenidos”. Por tanto, también nuestro sacerdocio nace de la mañana de
Pascua, al mismo tiempo que nace la Iglesia.
Que nos invite la Iglesia a
reconsiderar ese comienzo fresco del cristianismo, donde es obvio que no
faltaban los problemas. La Lectura de hoy pone de manifiesto (no nos hacemos
idea de lo que significó para el cristianismo primitivo, el más primitivo, el
apostólico), el abrir las puertas a los gentiles o no abrirlas. Eso ocupa la
Carta a los Gálatas, la Carta a los Romanos, los Hechos de los Apóstoles, y un
montón de los énfasis que se ponen en frases o en episodios de los Evangelios.
Porque era un problema agudísimo, que cambiaba todo el designio de Dios. Pero
estaba vinculado: si Cristo había resucitado, la victoria sobre la muerte es una
cosa que afecta al hombre en cuanto hombre, no a un pueblo. Y de Cristo
Resucitado nace un Pueblo hecho de todos los pueblos; una Nación hecha de todas
las naciones. Pero tiene que ser un pueblo. Nace un cuerpo, el Cuerpo de
Cristo. No es una realidad etérea, espiritual, mística, en el sentido moderno de
la palabra mística.
Que el Señor nos ayude a vivir para Él,
a buscarLe en todas las cosas que hacemos y que nos ayude, sobre todo, a crecer
con sencillez y sin pretensiones en un afecto mutuo, sencillo, cada vez más normal
y cada vez más grande entre nosotros, para dar testimonio de ese afecto, de esa
cooperación mutua, de ese afecto mutuo en medio de este mundo, que muere de
soledad, que muere de desesperación, de falta de alegría, de falta de amor, de
frío. Y yo sé que cuando vivimos en nuestros contextos no se ve mucho porque
nuestros pueblos son pueblos donde hay comunidades humanas todavía, restos de
comunidades humanas en muchos casos, pero restos; hay todavía una relación
cordial, afectuosa, pero es un mundo residual, y jóvenes de nuestros pueblos
viven ya esas realidades que parecen una película escandinava, donde nadie
conoce a nadie, donde nadie se interesa por nadie y donde uno está
absolutamente solo ante su propio destino y ante la vida.
Señor, que seamos instrumentos de la
novedad que Tú has traído, buscándote a Ti únicamente en todas las cosas y
siendo sacramento, presencia viva Tuya, en medio de este mundo; que haga
creíble también los otros sacramentos; que haga creíble el Bautismo; que haga
creíble la Eucaristía; que haga creíble el Perdón de los Pecados, del que somos
nosotros administradores.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de mayo de 2019
Basílica Menor Pontificia de San
Juan de Ávila
(Montilla, Córdoba)