Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la S.I Catedral en el V Domingo de Pascua, que comenzó con la bendición y aspersión del agua bendita.
Fecha: 19/05/2019
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo (ciudad, que, como nos decía el Libro del
Apocalipsis hoy, baja del Cielo adornada como una novia para su Esposo, como la
criatura más bella de toda la Creación), Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes:
Estaba yo pensando en estos días en
la necesidad de decorar la iglesia de San Nicolás con figuras que permitan que,
puesto que a Granada vienen personas de todos los continentes, todos puedan sentirse
en la iglesia en su casa. Todos puedan sentir que esa ciudad, esa nueva
Jerusalén, ese nuevo Cielo y esa nueva tierra en la que cabemos todos los
hombres, lo podamos reconocer visiblemente cuando entramos en la iglesia. Y
especialmente en esa iglesia, que está rodeada constantemente de personas de
todo el mundo que vienen a nuestra ciudad, muchos de ellos cristianos. Cristianos
que recuerda también otra imagen del Apocalipsis: “Hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación”, que han blanqueado sus vestiduras en la Sangre del
Cordero. Es decir, que han sido purificados por la Sangre del Cordero, por la
muerte de Cristo y por el Bautismo.
Y pensando en eso, y sobre todo en
la dificultad de representar de alguna manera la historia de la Iglesia en Asia,
mirando en internet, los mártires de Vietnam, luego los mártires de Filipinas, luego
el origen de la Iglesia en Corea, los mártires de Japón, la historia de la
Iglesia en China, en la India…, pero luego vas a Afganistán, los mártires
persas de los primeros siglos. La lectura de hoy, la de los Hechos de los
Apóstoles, casi es una lista de nombres de cómo los cristianos con motivo de
aquella primera persecución, que surgió después de Esteban, se fueron
extendiendo después por Palestina y llegaron a unas ciudades del Líbano hasta
Atalía, una ciudad que está en la frontera ya entre el Líbano y Turquía, y al
final hasta Antioquía. Señor, qué historia tan humana y tan divina al mismo
tiempo. Qué historia tan humana porque se sirvió el Señor de las contingencias
humanas para que el Anuncio de Jesús, la Buena Nueva para los hombres que Tú
eres, a través de las contingencia y de las dificultades, y de las circunstancias
de la historia del mundo se ha ido extendiendo y realmente ha llegado a “id a
todo el mundo y anunciad el Evangelio”. Ha llegado a todas partes, está
llegando a todas partes. No para de anunciarse, no para de suceder, sigue
sucediendo la mañana de Pascua, sigue sucediendo la novedad que es Jesucristo,
y sigue sucediendo en nuestras vidas y ensanchando nuestro corazón y nuestra
vida constantemente.
Somos hijos de una historia viva. No
penséis nunca que somos hijos de una historia que es un residuo del pasado. Y
es una tentación fácil para quienes llevamos insertos en esa historia veinte
siglos. También es fácil pensar que ser cristiano es como tener unas ideas, una
visión del mundo, unos principios morales, y que la Iglesia somos toda una
serie de individuos que coincidimos en esas ideas, o en esas creencias, o en
esos principios morales, y que luego de ahí vienen unas normas de
comportamiento. No. Somos un pueblo, somos una ciudad, somos una nación. Una
nación que está hecha “de hombres de toda raza, pueblo y nación”. Una nación
que está hecha de hombres, ya desde el día de Pentecostés, “partos, medos,
elamitas, habitantes de Siria y de Cirene”. La Resurrección de Cristo por ser
un Triunfo sobre la condición humana mortal y pecadora es algo que afecta a la
humanidad entera. Tiene una dimensión universal por sí mismo. Y todas las demás
relaciones -la relación del pueblo al que pertenecemos, la nación o la polis en
la que nos insertamos, las lenguas que hablamos, la familia a la que
pertenecemos-, todo eso queda como resituado a la luz de nuestra verdadera
pertenencia que es Jesucristo. Señor, perteneciéndoTe a Ti todo lo humano que
hay en nosotros es salvado. Cuando no te pertenecemos a Ti, tenemos que
convertir esas pertenencias, otras, la de la nación, o la del pueblo, o la de
la clase social, la de la lengua que hablamos, tenemos que convertirlas en dioses
de alguna manera, en ídolos. Y haciendo de esas realidades ídolos las
destruimos. Haciendo de un ídolo la familia, destruimos la familia. Haciendo de
un ídolo la paternidad, destruimos a los hijos fácilmente, tan fácilmente.
Haciendo de un ídolo la felicidad, la felicidad de los esposos imaginada como
las películas de Hollywood de los años 40, el beso final y se supone que serán
felices siempre, hemos destruido el matrimonio. Sólo a la luz de Cristo
nuestras vidas se cumplen, y se cumplen de una manera bella. Donde se honra al
padre y al madre, se da la vida por los hijos, se forma parte de un pueblo
siempre abierto, siempre con el horizonte del mundo entero como perspectiva; siempre
dispuesto a acoger a hermanos nuevos, dispuesto a acoger a los diferentes,
porque ellos enriquecen nuestra pobre condición de criaturas, poniendo
riquezas, dones y perspectivas que a nosotros nos son inaccesibles, que no
provienen de nuestra Tradición.
Pertenecemos a esa ciudad y esa ciudad
tiene una sola ley. El Evangelio de hoy lo dice con tanta claridad que da casi
vergüenza comentarlo: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Esa es
la Ley cristiana, y todas las demás están sometidas, son subsidiarias, son
subordinadas a esa realidad. Dios es Amor. Porque Dios es Amor, en Él no hay
tiniebla alguna, todo es luz. Y nosotros, creados a imagen y semejanza de Dios,
estamos llamados a ser luz y somos luz en la medida en que somos amor. Somos
luz en la medida en que nuestro corazón se abre a nuestros hermanos los hombres.
Os decía antes que la Iglesia no es
una agregación, una amalgama de individuos que tienen unas creencias y que
tienen unos principios morales. No. Somos realmente un cuerpo, un pueblo, una
familia. Y la ley de esa familia, el secreto de esa familia es el amor. Pero
fijaros, no es algo que esté en nuestras manos, no es una cuestión de empeño,
de codos, de fuerza de voluntad, de luchar por ello y de tratar de conseguirlo.
Cuando concebimos la vida moral cristiana en esos términos, y por desgracia lo
hacemos con mucha frecuencia, la vida moral está condenada a ser una permanente
frustración. “Amaos como Yo os he amado”. Sólo quien acoge el Amor infinito de
Cristo; sólo quien abre el corazón a la experiencia de ese Amor; sólo quien se
abandona en las circunstancias de la vida, que pueden ser a veces durísimas,
hasta en el fondo más oscuro y más negro del pecado, quien se abandona a la Misericordia
y al Amor de Jesucristo es capaz de regenerar su corazón una y un millón de
veces. Y renace, renace la persona humana, una y otra vez. Sólo quien acoge a
Jesucristo es capaz de acoger en su corazón el horizonte de un amor sin
límites. Sin límites en cuanto a espesor del amor, a profundidad del amor, a no
poner condiciones al amor, y sin límite en cuanto a la extensión del amor. También
ahí sin límites. Curiosamente, os he hablando de la Iglesia como el cielo nuevo
y la nueva tierra, que no está solamente para venir al final del mundo, ya
estamos en ese cielo nuevo y en esa tierra nueva. En la Eucaristía, donde
Cristo nos comunica Su Vida, se une a nosotros con un amor que ni siquiera el
amor esponsal es nada más que una pobre y pálida analogía de la unión y del
amor que Cristo nos tiene; donde el Señor se nos da y nos da Su Vida divina. Sólo
ese don construye en nosotros el Cuerpo de Cristo, la Iglesia.
Pero esa Iglesia bajaba del Cielo,
no es obra de los hombres. La ciudad no es Babel. Los hombres construimos Babel
y Babel termina siempre destruyéndose a sí misma, se hunde, queda reducida a
ruinas. Nuestros deseo de construir una ciudad a la medida de los hombres es
siempre condenado a la frustración. Como el deseo de hacer nuestra propia
felicidad y de ser los controladores y los dueños de nuestra felicidad y de
nuestra vida. Está abocado siempre al fracaso. Cuando acogemos la Gracia de
Dios, esa ciudad no la esperamos para el fin de los tiempos, no la esperamos
para el fin de nuestra vida; vivimos ya en ella, somos parte ya de ella.
Yo veo vuestros rostros, no los
conozco Dios mío, más que a unos poquitos que soléis venir con frecuencia aquí
(la mayoría de vosotros sois visitantes). Y sin embargo, yo sé que no puedo
decir “yo” sin incluiros a vosotros, porque sois parte de mi y yo soy parte
vuestra, y somos los unos parte de los otros, porque no hay más que un Cristo.
Y aunque comulguemos cada uno (y cada uno llevamos en nuestro corazón el peso
de nuestras fatigas, de nuestras intenciones, nuestras súplicas al Señor y
también llevamos nuestro anhelos y nuestras esperanzas), sin embargo, no hay
más que un Cristo y todos participamos de la Vida de un mismo Cristo. Todos
somos uno en Cristo Jesús. Ojalá, los cristianos descubriéramos esto.
Yo sé que hay un largo camino. Venimos
de una historia de individualismo, de piedad individual, de aislamiento, de
falta de conciencia de Iglesia. Bastaba nacer en España para que, igual que a
uno le daban el carnet de identidad, uno se considerase católico y no había que
preocuparse de hacer Iglesia. Hoy tenemos que redescubrir de nuevo que la
Iglesia es un don, es el don más precioso, es el que protege nuestra existencia
humana, nuestras vidas humanas. Y que en ese seno, en el seno de esa Madre, en
el seno de esa familia sucede la redención, sucede la gracia, sucede el mundo
nuevo, el cielo nuevo y la tierra nueva, donde no hay llanto, ni luto, ni
dolor. Y morimos, claro que morimos, y pasamos por la muerte, pero la última
palabra en nuestra vida no la tiene la muerte, sino el amor infinito y la vida
inmortal, que ya nos ha sido comunicada por el Bautismo y nos es renovada cada
vez que Te recibimos a Ti, Señor, en la Eucaristía. Ciudad bellísima. No os
avergoncéis nunca de la belleza de la Iglesia. No os avergoncéis nunca de la historia.
¿Que en esa historia hay pecado? Pues, claro. Pero en esa historia no ha
faltado jamás la Presencia de Cristo y la presencia de una innumerable multitud
de santos, somos hijos de un pueblo de santos. Y no porque fueran súper hombres,
ni superhéroes, ni súper mujeres. No. Hombres y mujeres hechos del mismo barro
del que estamos hechos todos los seres humanos. Pero es un barro del que
Jesucristo, el Hijo de Dios, se ha enamorado. Y es un barro que ha sido
convertido en una piedra preciosa, justamente por el Amor infinito con el que
Dios nos ama. Que siempre vivamos en la acción de gracias por ese Amor.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de mayo de 2019
S.I Catedral
V Domingo de Pascua