Homilía en la Eucaristía del Sacramento de la Confirmación de una veintena de personas, en la Iglesia Mayor de La Encarnación en Loja, así como el bautizo de un bebé, cuyos padres recibieron después el Sacramento de la Confirmación.
Fecha: 25/05/2019
El gesto de poneros de pie -y a veces se leen los nombre- es el equivalente del “amén” que decimos en el momento de comulgar y es el equivalente del “sí” que se dice en las bodas. En todos los Sacramentos de la Iglesia hay que recibirlos libremente. Menos el Bautismo: tienen que dárselo o presentarlo a la Iglesia los padres, libremente (el niño no tiene libertad). Porque el niño no tiene libertad en el momento del Bautismo, la Iglesia ha separado la Confirmación, que al principio en las Iglesias de Oriente se sigue haciendo junto al Bautismo, siempre. También la Comunión, de tal manera que en el momento en que se bautizan empiezan a comulgar. Y como en el Oriente se comulga con el pan consagrado mojándolo en el cáliz y se da, los niños no van a comer pan, sobre todo si son niños recién nacidos; entonces, lo que hace el sacerdote es mojar el dedo en el cáliz, se lo acerca al niño, la mamá lo trae en brazos y comulgan desde el primer día de su Bautismo. Luego hay una Comunión solemne, que se parece más a nuestra Primera Comunión.
Lo digo para que veáis que Bautismo
y Confirmación están profundamente entrelazados, profundamente unidos. Los Sacramentos
no son cosas que nosotros hacemos por Dios. Son cosas que Dios ha hecho, que
Jesucristo ha hecho, y sigue haciendo y hará siempre por nosotros. Son regalos
que el Señor nos hace. Y los seres humanos regalamos cosas: en un cumpleaños,
podemos regalar un objeto… Los regalos esos tienen valor porque en el regalo
que se nos hace (si es un regalo sincero y no de compromiso) va algo del
afecto, del amor de la persona que nos lo regala. Y eso es lo que valoramos. No
valoramos un regalo por lo que cuesta. Valoramos un regalo por el afecto que
lleva dentro. Es más, puede haber un regalo muy bueno que si no lleva nada de
afecto, a veces podemos darnos cuenta de que es un regalo envenenado. Y al
revés (…).
Me acuerdo yo de un chico que había
perdido a su novia en un accidente de moto. Estaba yo empezando a ser obispo en
Madrid. Y él había conservado un regalo que ella le había hecho, y pasado un año me lo quiso dar a mí. Y me
dijo: “Mire, este regalo que le voy a dar a usted a mi me ha tenido atado al
pasado y al recuerdo de mi novia todo este tiempo. Pero yo sé que yo no puedo
vivir atado al pasado y María tampoco quiere que yo esté enganchado al recuerdo,
como sin moverme hacia delante”. ¿Sabéis lo que me regaló? Una caja de cerillas
con un mecho de pelos de su novia. Dios mío, una caja de cerillas vale bien
poco y un trozo de pelo lo puedo encontrar uno en las peluquerías por kilos. ¿Qué
significa eso? Yo lo uso mucho para explicar lo que es un Sacramento, lo que
lleva dentro de sí. Eso no es un trozo de pelo. Eso era un mechón del pelo de
su novia, y aquella caja de cerillas que ella le había regalado con aquel
mechón de pelo tenía un valor incalculable, por lo que llevaba dentro.
Lo mismo. Los Sacramentos son regalos
donde el Señor nos da, pero se nos da Él. Es verdad que se nos da en gestos muy
pequeños. En la Comunión, fijaros si es pequeño el gesto: un trocito de pan y o
un trago del vino consagrado en el cáliz, pequeñísimos. En la Confirmación, lo
que yo voy a hacer es orar con toda la Iglesia, juntos, invocando el Espíritu
Santo, y ungiros en la frente con el Santo Crisma, un aceite consagrado que
sirve para ungir a los bautizados, para ungir a los que se confirman y para
ungir a los sacerdotes.
(…) Se llama Crisma porque lleva
dentro a Cristo, igual que el pan y el vino de la Eucaristía, sólo que el
aceite en la antigüedad se usaba, y se sigue usando, para lavar heridas, para
perfumar, se usa para los maquillajes… se embellece uno con el aceite. Se usaba
como medicina también, y se sigue usando como medicina. Y por eso era un signo
tan adecuado de la Compañía de Cristo. Cristo nos acompaña, nos reviste con Su
Aceite, con Su Presencia sagrada, con Su Compañía sagrada, para curar las
heridas que va dejando en nosotros la vida; para que podamos estar siempre
ciertos de que Él nos acompaña en todos los vericuetos, y noches, y oscuridades
de nuestra vida, y que Él nos da, nos perfuma, nos embellece con Su Presencia,
embellece nuestras vidas. No se embellece como los cosméticos, pero sí que
embellece nuestras relaciones humanas, nuestra relación con la vida, con la
vida y con la muerte, nuestra relación de unos con otros, nuestra relación con
la eternidad, con Dios. Y puesto que además la mayoría sois adultos, yo creo que
vosotros os dais mucha cuenta de esto: de que tenemos necesidad de Dios.
Y en los momentos que vivimos yo
creo que esa necesidad se hace más patente. Hubo un tiempo en España en que pensábamos
que la felicidad nos la iba a traer la democracia. La democracia ha traído
cosas muy buenas. Y no tengo ningún recelo contra esas cosas buenas, ni ninguna
añoranza de tiempos pasados, sólo que la democracia no nos da lo que
necesitamos en lo más profundo de nuestro corazón. ¿El desarrollo económico?
También es una cosa buena, pero nos habíamos creído que el desarrollo económico
iba a ser una cosa que no se acababa nunca y que siempre iba a ser a más, a más
y a más. Y hoy sabemos perfectamente que el desarrollo tiene fases de
crecimiento y fases de implosión, y que mantenerlo siempre en crecimiento es
absolutamente imposible; y que al final, si hubiera que mantenerlo en
crecimiento, sería a costa de nuestras vidas, de sufrimiento, de muchas cosas,
que nadie estaríamos dispuestos a pagar por ese desarrollo.
Tenemos todo eso, y ¿qué nos falta?
(…) Dios. Dios nos toca a nosotros a través de Su Iglesia, en esta familia
grande a la que yo tengo el gozo de pertenecer y que es una cosa preciosa. A lo
mejor, no os habéis fijado mucho en la Segunda Lectura, que decía: “Una ciudad
bellísima que bajaba del Cielo, adornada como una novia para su esposo”. Y la
descripción sigue diciendo que la ciudad era de oro, que no tenía santuarios
siquiera porque no hacía falta, no tenía luz ni lámparas, porque el Señor era
su santuario. ¿Qué ciudad es esa? Sois vosotros. Es la Iglesia de Dios. Pero la
Iglesia de Dios no son los curas, o la hermana que tenemos aquí; sois vosotros,
es este Pueblo santo, Esposa de Jesucristo, que es lo más bello que hay en la
tierra. Que todos somos torpes, que metemos la pata, que nos equivocamos mil
veces, pero nunca deja de haber santidad en medio de nosotros y a través de esa
santidad, de personas de fe, sencillas, que no tienen que haber hecho estudios
para ser santo (ni faltan, ni hacen falta, ni sobran los estudios…). Quiero
decir que la santidad es otra cosa: es la certeza de la Compañía del Señor, del
Amor del Señor, de que el Señor es fiel y no nos abandona; de que está no sólo
junto a nosotros, sino en nosotros, dentro de nosotros, al lado nuestro, alrededor
nuestro en todas las cosas, todo lo que existe, … y los amigos que me pone, las
personas buenas que me pone cerca, las ayudas que me da, los sufrimientos que
me suceden, no porque los sufrimientos sean un bien, que no lo son nunca, sino
porque vivir los sufrimientos al lado de Cristo le hace a uno entender la vida
de una manera con tanta profundidad, con tanta riqueza, que no lo cambia uno
por nada. No es el sufrimiento lo que uno no cambiaría por nada. Claro que le
gustaría a uno no tenerlo, pero no tiene nada que ver sufrir sin el Señor.
La mayoría de los que estáis aquí,
menos los niños, habéis vivido ya muertes de familiares vuestros. Cuando nos
falta la fe ante la muerte se queda uno sin palabras. Sin palabras. Y lo único
que trata uno de hacer, o que puede uno intentar hacer es olvidarla. Cuando uno
tiene al Señor, la muerte -me atrevería a decir- ni siquiera es especialmente
triste. Duele, claro que duele, llora uno la ausencia de un ser querido, pero,
al mismo tiempo, le puedes decir “adiós”, “hasta pronto”, “dentro de nada nos
volvemos a ver”, “nos encontramos”. La muerte no tiene la última palabra sobre
nosotros. Para lo que hemos sido creados es para el Señor, para el Amor
infinito de Dios. Y eso nos tendría que ser hoy más fácil de comprender a
nosotros que le era comprender a la gente del tiempo de Jesús.
Hoy nosotros sabemos que hay
estrellas que nos parecen a nosotros estrellas y que son galaxias. Y galaxia
significa miles de millones de estrellas muy juntas, que a nosotros nos parecen
tan juntas, que nos parecen una sola estrella. Y sin embargo, la Vía Láctea es
la galaxia de la que nosotros formamos parte (…). El universo es como si fueran
átomos. Y yo digo: a los ojos de Dios, eso que a nosotros nos parece tan grande
seguro que es como a nosotros nos parece el dibujo de un átomo en un libro de Ciencias
Naturales de la escuela, igual de pequeño.
Hemos sido creados para Dios. Nuestro
corazón es infinitamente más grande que todas esas distancias, y es terrible no
darnos cuenta del amor infinito que está en el origen de nuestra vida, que nos
acompaña a lo largo de toda nuestra vida y que no nos faltará jamás. Y que ése
es nuestro horizonte, ésa es nuestra meta, no el morir. Pasaremos por la muerte,
pero no es muy importante. Lo importante es que nosotros hemos nacido para el Cielo,
hemos nacido para Dios y Dios no nos va a abandonar nunca.
Eso es lo que celebramos en un
bautizo. El Hijo de Dios derramó Su Sangre por cada uno de nosotros y en Su
muerte nos dio un amor eterno, y un amor infinito, que no tiene que ver con
nuestro méritos; que ninguno tenemos méritos como para que Dios nos ame con un
amor infinito. Pero Dios es Amor. No sabe hacer otra cosa que amar. Eso es lo
que Jesucristo nos ha revelado. Ni sabe, ni puede hacer otra cosa más que
quiere. Él nos ha dicho que nos quiere y ha dado Su Vida por nosotros. Y Dios
mío, nosotros empezamos a participar de esa vida en el Bautismo, por el que nos
unimos a Su muerte y a Su Resurrección. Él se une a nosotros. Él, muerto y
resucitado, vivo y vencedor de la muerte, se une a nosotros, para caminar con
nosotros en el camino de la vida. Y en la Confirmación, no venís vosotros a
confirmar que de ahora en adelante vais a ser mucho más buenos, no. Si lo
pensáis así, vuestra alegría sería con la boca “chica” (…). Claro que no, no
los podríais decir (…). Eso es lo que valen nuestro propósitos: valen poquito.
Y la alegría que podríamos tener si es que pensáramos que venimos aquí a hacer
el propósito en público y delante del obispo de que íbamos a ser muy buenos,
sería una alegría pequeñita. Nuestra alegría esta tarde no es ésa; es que
Jesucristo, que nos conoce mejor que nosotros mismos, que conoce nuestros
defectos, nuestros límites, que conoce todo, confirma la Alianza de amor eterno
que ha hecho con nosotros en la cruz.
Y la Confirmación es como un “segundo
sello”. Los primeros cristianos llamaban al Bautismo “el sello”: era el sello
que Jesús ponía a la Alianza de amor que hizo en la cruz con nosotros. Y la
Confirmación es el “segundo sello” (…), por el que el Señor ratifica Su amor
por vosotros. Y eso sí que lo podemos celebrar con la boca grande, con todo el
corazón.
Señor, Tú nos das Tu amor; nos
conoces, nos conoces mejor que nos conocemos a nosotros, y nos dices “Te
quiero, como el día que te imaginé, antes de crearte, te quiero como te he
querido desde toda la eternidad. Y no te quiero en función de las cualidades o de
los defectos que tengas. Te quiero porque te quiero. Te quiero porque eres mi
hijo o mi hija, y no podré dejar de quererte. He dado para tu vida a Mi Hijo,
para que tú puedas vivir como un hijo, como una hija mía, en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios”. Y eso es lo que celebramos.
Sólo os pido que no despreciéis la
pequeñez de los gestos. Yo sé que es muy pequeño hacer una oración con las
manos extendidas y haceros la señal de la cruz en la frente con el óleo
consagrado, pero acordaros de la caja de cerillas con el mechón de pelo. Por
esos gestos pequeños pasa el Amor infinito del Señor por cada uno de vosotros.
Y eso es lo que celebramos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de mayo de 2019
Iglesia Mayor de La Encarnación (Loja)