Homilía en el Sacramento de la Confirmación, el 30 de mayo, en la S.I Catedral, con confirmandos del colegio Virgen de Gracia y las parroquias San Emilio, Inmaculada Niña, San Rafael, San José de Calasanz y San Cecilio. Concelebró Mons. Cañizares
Fecha: 30/05/2019
Muy querido D. Antonio y queridos hijos:
Me dejáis que me dirija
fundamentalmente a vosotros, porque a todos los demás, que os acompañamos, nos
sirve también el renovar la gracia del día que nosotros fuimos confirmados, si
es que lo estamos; y si no, de desear estar confirmados, tengamos los años que
tengamos.
Pero me voy a dirigir a vosotros,
sencillamente para subrayar un aspecto. (…) A lo mejor, vosotros tenéis la
tentación de pensar que sois unos poquitos dentro de un mundo donde la mayor
parte de la gente, o la mayor parte de vuestros compañeros, desde luego no les
interesa venir a la catequesis o no les interesa estas cosas de la Iglesia, y
algunos de ellos se profesan abiertamente “yo soy ateo”. Mi primera advertencia
es que, cuando alguien os diga que es ateo, no os lo creáis. Nunca. Ser ateo es
una de las cosas más difíciles de esta vida. Tan difícil, tan difícil que yo
creo que, habría que ser un premio Nobel y muchas más cosas, y aun así… es como
ser funambulista. ¿Sabéis lo que significa ser funambulista? Esos que se pasean
por un alambre a mucha altura entre dos edificios o entre dos rascacielos. Es
mucho más difícil ser ateo que ser funambulista.¿Qué es lo que sucede cuando
decimos que somos ateos? Que creemos en otros cosas, sencillamente. Hemos cambiado
nuestra fe en Dios por otro dios. Algunos de esos dioses se llama Netflix, (…)
que tiene unas series inacabables donde uno se puede conectar a las siete de la
mañana y seguir conectado a las once de la noche, y entre medias haber habido
clase de matemáticas, de ciencias sociales, la comida con los papás, todo y uno
sigue adorando a Netflix tranquilamente viendo a ver cómo termina “Juego de
Tronos”, “Black Mirror” o cualquier otra serie. Otro de esos dioses que
funcionan por ahí se llama “manga”. Otro dios es la imagen; hay ídolos de esos
que funcionan en las redes sociales, por ejemplo Instagram, donde uno sube lo
que uno quiere que los demás piensen de uno y casi siempre no es la verdad de
lo que uno es, en absoluto, sino lo que a uno le gustaría que los demás
pensaran lo que uno es. Todo eso son espejismos. Y todo eso son dioses falsos,
que prometen una felicidad que no dan. Detrás de esos dioses hay otro más
grande al que servimos todos, no sólo los de vuestra edad, sino también los
grandes, que se llama el dinero o el poder.
Hubo un poeta inglés muy grande de
principios del siglo XX que dijo, en una obra preciosa suya que se llama “Los
coros de la roca”: “Hoy ha sucedido algo que no había sucedido nunca en la
Historia: que los hombres han cambiado al Dios verdadero, pero no por otros
dioses, sino por ningún Dios. Y en el lugar del Dios verdadero han entrado tres
cosas: el dinero, la lujuria y el poder”. Esos son los ídolos de nuestro tiempo
y a esos ídolos los servimos de tal manera que hay gente que hace sacrificios. Los
sacrificios que hacemos para no perdernos el capítulo siguiente de la serie a
la que estamos enganchados, no los haríamos casi por nada del mundo. Los
sacrificios que hace la gente para mantener una talla, no los han hecho los
cartujos jamás. No los han hecho los cartujos, los cistercienses, los monjes,
las carmelitas… Esos son nuestros dioses.
¿Cuál es el rasgo más característico
de los ídolos? Que nos devoran, que nos chupan la sangre. En la antigüedad,
había ídolos que eran así: tenían sacrificios humanos y se alimentaban de la
sangre. Los hubo en la antigüedad, en casi todas las religiones, en casi todas
las culturas, y Cristo ha venido a liberarnos de eso. Pero nacen esos otros
ídolos y nos siguen chupando la sangre, nos la chupan de otra manera, porque
les dedicamos tantas horas que es que vivimos para ellos, realmente. En
realidad nos chupan la sangre, las neuronas del cerebro. Piensan por nosotros.
Nos generan un mundo y dejamos de ser nosotros mismos. Y ahí entro yo: no hay ateos,
hay gente que cree en otras cosas. Sobre todo, hay mucha gente que cree en el
dinero y se matan por el dinero. Hay mucha gente que cree en el poder y se matan
por el poder. Y hay mucha gente que vive para la lujuria, que viven para el
placer, y se matan y hacen toda clase de sacrificios por el placer, pensando
que todo eso da la felicidad. Ninguna de esas tres cosas dan la felicidad.
Porque además nos perdemos, en ese viaje dejamos de ser nosotros mismos,
pasamos a vivir una vida virtual. Muchas veces vivimos la vida de los
personajes de nuestras series, o vivimos la vida de Instagram, o la vida del
Facebook, o la vida del Tuenti, pero no soy yo: soy mis fotos. Las fotos que yo
he puesto porque me gustaría que los demás me vieran así y eso me hace tan dependiente
de los demás que me impide ser yo, que me impide ser libre. Soy esclavo. Soy
esclavo de esas cosas. Aunque viva en un país democrático, pero soy esclavo de
todas esas cosas.
¿A qué viene Jesucristo? A
liberarnos. ¿Qué es lo que hace Jesucristo? Permitirnos ser nosotros mismos.
Jesucristo no es un añadido a la vida para los ratos de dificultad o para las
vísperas de un examen muy difícil o para cuando tengo un problema. Jesucristo
es una compañía que me acompaña a lo largo de todo el camino de mi vida. Me
acompaña ya, me ama desde la cruz cuando hizo una Alianza de amor con cada uno
de nosotros. Y Él mismo lo dijo: una Alianza nueva, eterna, para el perdón de
los pecados. Eterna, una Alianza eterna, que nada puede romper. No hay amor en
esta vida (y cuidado que el amor bueno en esta vida es capaz de hacernos
felices, Dios mío, o de darnos alegría; no hay nada que nos dé tanta alegría
como el ser queridos… nada, nada en la vida. Si tuviéramos tiempo y pudiéramos
charlar así tranquilamente, estaríamos todos de acuerdo en eso. Unos buenos
amigos, unos padres que nos quieren, un amor verdadero…), no hay nada que pueda
hacer al hombre tan feliz y no hay amor en este mundo que pueda compararse, ni
de lejos, al amor de Jesucristo. Ese amor ya nos lo ofreció y nos lo entregó en
la Cruz, pero el Hijo de Dios ha querido quedarse con nosotros, y ha querido
quedarse con nosotros para siempre. Y generación tras generación, nosotros
pasamos a participar de esa Alianza de amor por el Bautismo; pero el Bautismo
lo hemos recibido todos de niños y no nos dábamos cuenta lo que estábamos
recibiendo. Y la Iglesia, la Iglesia Latina, es como si hubiera separado una
parte del Bautismo, que eso es la Confirmación, para poder recibir ese amor de
nuevo en un momento en el que nos damos cuenta de lo que eso significa. Y no
significa que vosotros venís aquí a decir que sois muy buenos. No es eso. El
confirmarse no es “voy a hacer la promesa de que voy a ser bueno de ahora en
adelante”. Que nadie os engañe, que no es así. (…)
La alegría de esta tarde no nace de que
nosotros hemos venido a decir que somos los buenos o que vamos a ser muy buenos.
La alegría de esta tarde brota de la certeza de que el Señor confirma el don
que hizo de Su propia Vida. El Espíritu Santo es la vida del Hijo de Dios, el
amor infinito que el Hijo tiene con el Padre, por el cual Él me incorpora a Él
y me hace partícipe de Su Vida. El Señor confirma ese regalo, me lo da de
nuevo, de una manera que pueda vivir en la libertad gloriosa de los hijos de
Dios. Lo que nos da Jesucristo es ser
libres, libres de nuestras imágenes de nosotros mismos (léase Facebook,
Instagram o lo que queráis); libres de las imágenes que tenemos de nosotros
mismos, que son falsas, sabemos que son falsas; libres de que los demás nos tengan
afecto o no nos tengan afecto, de que las cosas humanamente nos vayan bien en
la vida o no nos vayan bien en la vida.
Si yo tengo un amor que nadie me
puede arrancar, ¿quién me puede quitar la alegría? ¿qué hay que me pueda a mi quitar
la alegría? Siempre es preferible que no te suspendan a que te suspendan, y que
te suspendan puede dejarnos tristes un par de día; pero también dejadme
deciros: nunca una nota va a deciros el valor de vuestra vida, ni una ni
doscientas. Eso es como nos mide el mundo, que nos mide por lo que producimos,
pero Dios no nos mide por lo que producimos. Dios nos mide con la medida
infinita de su amor y para ese amor cada uno tenemos justo un valor infinito.
Con unas notas o con otras notas, con una cualidades o con otras cualidades,
con unos defectos o con otros defectos, y eso sí que produce una alegría que
está destinada a durar, porque el amor, que es la fuente de esa alegría, no se
va a acabar nunca. Y ahí quiero que me entendáis muy bien. Ese amor no es algo
que tenemos que conquistar, porque no lo hemos conquistado nunca, no lo hemos
conquistado nadie. No lo hemos merecido nadie. Nadie merece el amor de Dios.
Nadie es capaz de dar un paso para acercarse a Dios. Pero quién me he creído
que soy, y quién me he creído que es Dios, ¿alguien q quien yo puedo acercarme
o desacercarme como si fuera uno de nosotros? La alegría nace de la certeza de
que el amor con que Cristo me ama es incondicional, es eterno. Y yo podré
olvidarme de que el Señor me ama y pagaré las consecuencias, (…), ¿pero dejará
Cristo de amarme? ¡No! Claro que no.
(…)
Cuando el Señor dice “te quiero” no
es como cuando nosotros decimos “te quiero”. Y el Señor os dice “te quiero” de
nuevo, en el día de la Confirmación, como lo dijo en la cruz. “Hasta la muerte,
te quiero hasta la muerte”, y quien lo dice es Dios. Y eso es precioso y
tremendo al mismo tiempo. Y eso es lo único que nos permite vivir, y vivir
verdaderamente libres, ser nosotros mismos, florecer como personas, fructificar
como personas, con todos los dones que Él nos da; disfrutar de la vida. Hace
muchos años le oí a alguien decir: “El primer fruto de una persona que ha
encontrado a Jesucristo es que tiene un gusto inagotable por la vida”. Es lo
que no nos dan esas otras cosas que son dioses falsos. Al revés, como nos hacen
vivir en una vida que es de mentira, entonces la vida de verdad se nos hace
como una carga, algo insoportable, algo triste, que hay que tolerar, que hay
que sufrir. Se nos termina haciendo difícil el querernos a nosotros mismos.
(…) Un cristiano vive una vida
apasionante. Un cristiano vive una vida que es una ventura siempre, y en la que
no hay temor. Nada puede pasarnos si está el Señor con nosotros. Perder la
vida. Pero perder la vida ni siquiera es perderla, cuando sabemos que el horizonte
que me aguarda es la Compañía eterna del Señor, de sus santos, de los míos, en
una fiesta que no deja resaca, que no genera fatiga, donde no se acaba la
alegría jamás. Esa alegría es un signo de la Presencia del Señor; esa alegría
que brota del fondo de nuestras entrañas; ese gusto por la vida; ese gozo; esa
posibilidad de amar y de querer a la vida, a los demás, a pesar de los daños
que nos podemos hacer unos a otros, de las torpezas, de los errores que
comentemos, pero que nada empaña la luz
que el amor de Cristo ha derramado en nuestros corazones.
Vamos a hacer la Confirmación. (…)
“¿Pero cómo una cosa tan grande puede pasar porque venga el obispo y me ponga
la mano encima de la cabeza y me haga una cruz con un aceite consagrado?”. Un
gesto tan pequeño… eso no puede ser verdad (…). Es que todo nuestro
comunicarnos en la vida es “magia”. Un beso es “magia”. Porque un beso es un
gesto mucho más pequeño que lo que voy yo a hacer yo esta tarde, y sin embargo,
un beso puede cambiar la vida de una persona (muchas veces cambia la vida de
una persona para siempre). ¡También cuando es falso! También un beso puede ser
falso, como una sonrisa, una mano tendida, puede ser más falso. Sólo que los
gestos de Dios no son falsos nunca. ¡Pero no los despreciéis porque sean
pequeños! Una mano tendida, una sonrisa, un guiño son gestos pequeñísimos y
pasan cosas muy grandes a través de esos gestos. También una caricia es “mágica”,
también un beso es “mágico”. También es portador de algo mucho más grande de lo
que parece. Y si un niño no ha recibido de pequeño besos de su madre, ese niño
no va a crecer con alegría, os lo aseguro. Le falta algo esencial en su
crecimiento. Y son cosas pequeñísimas.
No despreciéis los gestos de los
Sacramentos. Son gestos pequeños pero por ellos pasa el don de Dios mismo,
porque cuando Dios nos regala, no nos regala cosas. Se nos regala Él siempre.
Es Él quien se nos da, y ése es el tesoro más grande del que somos portadores.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
30 de mayo de 2019
S. I Catedral de Granada