Homilía de Mons. Javier Martínez, en la Solemnidad de Pentecostés en la S.I Catedral.
Fecha: 09/06/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; Queridos hermanos y amigos todos:
En primer lugar, quiero traeros la
oración y la intercesión y la memoria de quienes están participando, desde
antes de ayer -algunos de ellos-, desde el jueves incluso, en la celebración
del Rocío. Por la sencilla razón de que, independientemente de que nos atraiga
o no nos atraiga el colorido y algunas de las cosas que acompañan a esa Romería
del Rocío, lo cierto es que es una celebración de Pentecostés que reúne a un
pueblo cristiano, un poco como el Señor reunió a los 5.000 que participaron en
la multiplicación de los panes o a los que estaban en las Bodas de Caná, no les
pidió el Señor para entrar allí un certificado de haber hecho cursos de
catequética o cursos de teología o cursos de nada; iban algunos por curiosidad,
otros porque era una fiesta e iba a ser aquello bonito, otro se encontraron con
aquello, les llamó la atención…
Volviendo esta madrugada del Rocío
yo pensaba: “Señor, si Tú me dieras salud y posibilidad, me encantaría escribir
un folletito de ‘Florecillas del Rocío’”. Porque los medios de comunicación
subrayan los menos interesante del Rocío y lo que, a quienes van de verdad en
romería, que van a celebrar a la Virgen de Pentecostés, es decir, a la Iglesia,
a la Esposa de Cristo, a la que yo he referido al iniciar estas palabras, es decir,
a vosotros, al Pueblo cristiano que recibe el don de la vida nueva. La Blanca
Paloma no es la Virgen; la Blanca Paloma es el Espíritu Santo, que viene sobre
la Iglesia y la hace de ella su Esposa resplandeciente de gloria y de belleza.
La cantidad de anécdotas que sin
haber sido más que marginalmente rociero, como pastor tanto de la Iglesia de
Córdoba como de la de Granada, en alguna de las romerías en que he podido
acompañarles, os puedo decir que los fenómenos de conversión: algún matrimonio
que se ha salvado gracias a la Virgen del Rocío y que todavía el marido y la
mujer no saben qué es lo que les pasó, porque venían de decidir separarse, de
un hotel donde habían pasado el fin de semana, y habían decidido romper
definitivamente el uno con el otro, los dos en silencio en el coche, y en la
carretera apareció un cartelito que ponía “al Rocío” y tras ver el cartelito “yo
no sé por qué, yo no era rociero, no era hombre de Iglesia, no era nada de nada
y de repente pegué un volantazo, aparecimos allí en la ermita, yo me arrodillé,
se arrodilló mi mujer… y al cabo de un rato estamos los dos abrazados y nos
dijimos el uno al otro ‘que no, que no nos separamos’”; y no habían tenido
niños hasta ese momento, después han tenido por lo menos dos niñas preciosas que
yo pude conocer, hace ya algunos años, pequeñas eran entonces, y me decía el
hombre: “Mire usted, ¡como para no ser rociero y para que mis niñas no lo sean!”.
Pues de esas hay así, una detrás de
otra, como las florecillas de san Francisco. Para eso no hace falta ni tener
una carreta grande, ni nada de ese tipo de cosas. También algunas abuelas he
conocido yo que se han gastado todos los ahorros de toda su vida para tener una
carreta grande, porque los días de la romería son los únicos días en que ella
puede juntar a sus hijos y a sus nietos, y rezar juntos el rosario y pedirle a
la Virgen que siga manteniendo unidas a esa familia que está dispersa por toda España,
lo cual a mí me parece muy noble, muy bello, y delicioso. Y aquella mujer
cuando terminaba su camino, que lo había hecho a pie todos los días, mientras
los demás se iban a lavar o a tomarse un vinito o un rebujito, ella se ponía a
hacer comida para toda la familia, feliz de poder hacerlo, feliz de servirles
mientras le quedaran fuerzas.
Son hermanos nuestros que están
celebrando Pentecostés. Ayer ya había un millón de personas. Es una realidad
especial que pone de manifiesto algo que es algo que nos falta mucho a la Iglesia
de hoy. Me lo decía a mi una vez el Arzobispo de Canterbury, el Primado de la
Iglesia Anglicana, se lo decía a todos los presidentes de las Conferencias
Episcopales de Europa: “Lo que ha perdido la Iglesia en este tiempo nuestro es
su visibilidad”. Porque los cristianos somos muy cristianos, a lo mejor para
dentro: nuestra conciencia, nuestras creencias son privadas, nuestras prácticas
son también privadas y las defendemos así, como que tenemos derecho a hacerlas,
es una cosa privada y nadie nos lo puede impedir, pero el mundo no ve la
Iglesia. Lo que se vio la mañana de Pentecostés el mundo no lo ve. No puede
verlo porque somos una colección, una suma muy grande a lo mejor de muchos
millones de individuos, cada uno que vive su fe en privado. Y lo que nace del
costado abierto de Cristo es un pueblo y un pueblo tiene que ser visible, y un
pueblo tiene que tener folclores; si no tiene folclore, ha dejado de ser un
pueblo. Está muerto. Un pueblo se siente protagonista de su historia.
Yo os aseguro que los políticos han
tratado desde siempre “de aproximarse”, no siempre con buenas intenciones, a
las cofradías o a las realidades donde la Iglesia se hace un poco más visible,
porque, generalmente, en el mundo político de hoy (no es un problema español,
sino, en general, depende de la concepción del Estado moderno), las realidades
políticas no tienen pueblo, son organizaciones. Pero las organizaciones por
definición son sólo organizaciones, no hay pueblo. En cambio, en la Iglesia sí
que quedan residuos. Yo le decía ayer a algún obispo: “Mira, este hecho de esta
mañana (cuando estaban viviendo algunas de las hermandades a presentarse) es un
hecho de resistencia; de resistencia a la destrucción de nuestra sociedad, a la
ruina de nuestra sociedad”. Y el pueblo cristiano resiste y resiste… Otro rasgo
de un pueblo es que se siente protagonista de su vida. Veréis, no va a ser nada
fácil para nadie que manipule el Rocío, porque no se manipula un millón de
personas que están unidas por un amor a la Virgen… poco más; o un deseo de que
la Virgen me ayude en este problema del hijo éste que se ha perdido, o de mi
hija que está hecha un desastre, o de esta familia que se ha roto, o de tantas
preocupaciones y dramas que cada uno de los seres humanos llevamos en nuestro
corazón. Y no nos une más que eso. Y sin embargo, eso genera una familia. Es
verdad que eso en Andalucía no es no es único: nuestra Semana Santa, pienso en
la celebración del Corpus, en la celebración de la Virgen de las Angustias… Es
decir, tenemos momentos. También me lo decía un obispo del norte de España, de
otras latitudes: “Es que vosotros no os dais cuenta de lo que significa ser
cristiano en un sitio donde la Iglesia no se ve nunca mas que dentro de las
iglesias, porque tenéis las procesiones, porque tenéis momentos en los que la
Iglesia se manifiesta como pueblo visible”.
Ese ser un pueblo es algo que
celebramos hoy. Por lo tanto, no penséis que tengo ningún arrepentimiento de
haber empezado refiriéndome al Rocío, es decir, lo que nace la mañana de
Pentecostés…, hasta el punto de que pensaron “están borrachos por las cosas que
están diciendo” (…). O sea, lo que los medios de comunicación cuentan del Rocío
os aseguro que es lo marginal. Lo que hay ahí dentro es otra cosa que tiene
mucho más que ver y es mucho más parecido a lo que estamos haciendo nosotros
aquí esta mañana. Mucho más parecido. Aparte de que todas las noches las
hermandades celebran la Eucaristía, rezan a lo largo del camino muchas veces el
rosario, le piden a la Virgen una y otra vez por el perdón de los pecados de
uno. Una vez me decía hace muchos años un romero: “Usted no se imagina el saco
que traigo yo a mis espaldas y necesito pedirle a la Virgen que me lo alivie,
que me lo aligere”, y algún otro decía: “Yo llevo mi saco y otros cinco o seis
sacos que me han encargado que la encomiende a la Virgen”. Señor, todos esos
sacos, a Ti.
Eso es Pentecostés: partos, medos,
elamitas, habitantes de Siria y de Cirene. Todos cantaban las maravillas de
Dios. Un pueblo busca la belleza. Trata de manifestarse de una manera lo más
bella posible, como uno sabe, como a uno se le ocurre. Un pueblo, por
definición, no es clerical. En el Rocío tiene que haber sacerdotes y en la
romería, anda que no cambia la romería cuando hay un sacerdote que acompaña a
esa peregrinación a esa diócesis. Pero, sin embargo, no es el sacerdote el que decide
cómo se hacen las cosas. No. No es un pueblo clerical. Es un pueblo vivo, en el
cual el sacerdote tiene su papel, pero es el Pueblo Santo de Dios el que hace
el camino, acompañados por el pastor, pero acompañados por el pastor. No es el
pastor el que lo hace y los demás los que le acompañan a él, en absoluto.
Un pueblo se siente protagonista de
la historia. Me lo habéis oído decir algunas veces, sobre todo cuando estábamos
más cerca de las elecciones, porque somos cristianos y porque tenemos la dignidad
de hijos de Dios, porque tenemos el Espíritu de Dios y la vida divina: que no
dejemos que otras instancias rijan nuestra vida, digan cómo tenemos que vivir o
cómo podemos vivir. ¡Somos hijos de Dios, por amor de Dios! Y tenemos una
dignidad que no nos da ninguna institución de este mundo, ni siquiera la
Iglesia. La Iglesia nos la da en los sacramentos, pero es el Señor el que se
nos da a través del pobre ministerio de la Iglesia, es el Señor. Y es el Señor el
que nos ha hecho hijos de Dios libres, herederos de la Vida divina.
Mis queridos hermanos, celebramos en
la fiesta de Pentecostés la culminación de la obra redentora de Cristo. Cristo
ha nacido, se encarnó en las entrañas de la Virgen. Quiso nacer como uno de
nosotros, quiso vivir como uno de nosotros, quiso sufrir las envidias, las
mentiras, las calumnias, los malos entendidos, todo lo que sufrimos los seres
humanos normalmente a lo largo de la vida, hasta gustar el rechazo de su pueblo
y una muerte sumamente ignominiosa, de las más terribles que los hombres hemos
intentado jamás, para mostrarnos que Su Amor era más fuerte que la muerte; para
mostrarnos que el amor con el que Te ama ti y me ama a mí, y nos ama a cada uno
de nosotros, hasta el más pobre de los hombres, no es capaz de ser derrotado por
el mal, por el pecado, por la muerte. Ese amor es siempre triunfador. Y a ese
amor nos podemos colgar siempre, nos podemos enganchar siempre, nos podemos
volver siempre.
Todo lo que ha hecho el Señor ha
sido para dos cosas. Una, “la mitad” de su obra redentora la celebrábamos el
domingo pasado en la Ascensión, para introducir nuestra humanidad en Dios, en
el Cielo de Dios, en la Vida de Dios, y para introducir la Vida de Dios,
mediante el don del Espíritu Santo, en nuestra carne y en nuestra humanidad mientras
estamos ya aquí abajo. Hoy celebramos esa “segunda mitad”, algo de lo que
tenemos más necesidad que nada, que del aire para respirar, que la comida para
alimentarnos, que la vida misma. ¡Tenemos necesidad de Dios! Sólo cuando la
vida de Dios nos es dada podemos vivir como hombres y como mujeres, con esa
conciencia de -lo digo en palabras de Juan Pablo II- “el estupor ante la
grandeza de la persona humana se llama Evangelio, se llama también Jesucristo”.
Sólo cuando tenemos la Vida divina en nosotros somos capaces de sorprendernos
de la belleza, de la grandeza, de la dignidad de la persona humana. Cuando nos
falta el Espíritu de Dios, nos falta la vida divina, poquito a poco eso se
diluye, desaparece y, al final, la mentira o la avaricia son los que gobiernan
el mundo. Para resistirnos a ese modo de gobierno del mundo, creó el Señor su
Pueblo; un Pueblo de hombres y mujeres libres, hijos de Dios, a quien nadie
puede arrebatar ni la dignidad ni la alegría de ser hijos de Dios.
Menciono tres rasgos en los que se
manifiesta la vida divina y que aparecen en las lecturas que acabamos de hacer.
Uno de ellos, el perdón, el perdón de los pecados. El Espíritu viene a nosotros
para arrancarnos del poder del pecado y de la muerte y darnos la vida; Espíritu
vivificante, vivificador. Y por eso, el Señor les concede a los apóstoles: “Recibid
el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados…”.
Pero eso significa que el perdón es un rasgo de la vida de ese Pueblo. Siempre
hay errores, siempre somos torpes, siempre somos escasos a la hora de poder
amar, siempre nuestro corazón es limitado, siempre nuestro corazón se cansa.
Cuando tenemos el Espíritu de Dios, cuando hemos recibido el Espíritu de Dios,
Él es capaz de regenerar nuestro corazón, de hacer posible el perdón siempre,
en cualquier circunstancia.
Es uno de los rasgos más llamativos
y en los que el mundo es más incapaz de producir. El mundo es incapaz de
producir una cultura del perdón y de la misericordia, porque en el fondo es
incapaz de construir una cultura del amor. El perdón no es más que una forma
del amor y las otras dos cosas van en el mismo sentido. En primer lugar, nos
decía San Pablo, “somos miembros de un único Cuerpo, somos miembros los unos de
los otros”. Formamos un cuerpo. No somos un colectivo los cristianos. Para
nada. No somos una asociación tampoco. Somos un cuerpo, miembros los unos de
los otros. En un cuerpo, si rompes un miembro, sufre todo el cuerpo; si te
rompes un dedo o te cortas un dedo, a lo mejor con una máquina en el trabajo,
no te duele el dedo… claro que te duele el dedo, pero te duele todo el cuerpo,
estás hecho polvo por el dedo que te falta. El Espíritu de Dios hace de
nosotros un cuerpo, en el que todos somos necesarios, hasta el más pobre, hasta
el más humilde, -si queréis- hasta el más pecador, pertenece a nuestro cuerpo.
Y el tercer rasgo de ese amor es que
no hay fronteras, o que hay una tendencia en el corazón de quien ha recibido el
Espíritu de Dios a -como dice el Papa- construir puentes y no construir muros;
a no poner fronteras, a no poner cosas que nos dividan, ni por clase social, ni
por raza, ni por lenguaje, ni por idioma, ni siquiera por religión… Estamos
llamados a amar a todos los hombres como Dios nos ama a nosotros, es decir, sin
merecerlo, gratuitamente.
Que el Señor nos conceda el Espíritu
de Dios y que caminemos por ese camino. Tampoco hay que decir “Señor, yo voy a
conseguirlo; por mi fuerza de voluntad, yo voy a ser perfecto”. Qué va, somos
pobres hombres. Tú nos conoces, Señor, y nos has amado y nos has entregado tu Vida,
nos la entregas todavía. En todos los sacramentos, el Señor nos da su Espíritu,
Su Vida divina, se hace contemporáneo nuestro y regalo para nosotros en el
mundo y en la vida que tenemos cada uno.
Abramos nuestro corazón al Espíritu
de Dios y que Él quiera hacer florecer ese Pueblo, que es lo más bello que hay
en la Creación y en la Historia. Que sois vosotros, que somos nosotros, en
nuestra pobreza. No por nosotros, ni por nuestras cualidades, ni por nuestras
virtudes, sino porque Dios nos acompaña y está con nosotros, y está en
nosotros, y no hay nada más bello que la Gloria de Dios. Nada, que se le pueda
comparar en el mundo entero.
Palabras finales de Mons. Martínez
en la Eucaristía de la Solemnidad de Pentecostés
A la luz de lo que decía del Rocío
yo en un momento he dicho que “un pueblo siempre busca la belleza”. Eso se ve
en las estaciones de penitencia, cómo se expresa. Se ve también en el Rocío. Pero
quiero subrayar allí una cosa que me parece muy importante: el Pueblo
cristiano, es decir, nosotros, por el don que hemos recibido, no es que estemos
obligados, es que nos pide el corazón y el cuerpo buscar la belleza en todo, y
en todo es en todo, desde los trajes… claro que sí. Los cristianos debíamos, no
digo distinguirnos, pero ser reconocidos por una cierta belleza, por un cierto
tipo de gusto en nuestro vestir y en todo. Pero no es eso lo más importante. No
quiero minimizarlo, porque hasta eso llega el amor por la belleza. Pero la
verdadera belleza, la más grande, es la belleza en las relaciones humanas.
Cuando recibo el Espíritu Santo, el
amor de esposo y esposa, es que se hace… es posible que sea muchísimo más
bello. El amor entre padres e hijos, y entre hijos y padres: más bello, más
libre, menos agobiante, nada dado a los chantajes afectivos, a muchas cosas que
envenenan sin querer nuestras relaciones. Es, de nuevo, la libertad gloriosa de
los hijos de Dios. Y diría: no sólo las relaciones esas que son más sagradas,
sino en el mundo en el que estamos hay muchas relaciones que son momentáneas:
el señor que pasa con los tickets por el autobús, la mujer que está en la caja
del Carrefour cuando nos está haciendo la cuenta…, mil ocasiones en que nos
rozamos unos a otros, y tendría que notarse que somos cristianos por un cierto
modo de hacer las cosas, pensad cada uno cómo, para que se nos pueda reconocer
también en eso como pueblo.
¿Cuál es el criterio de eso? Dejadme
decirlo, aunque parezca una homilía nueva: la amistad. Somos personas que
quisiéramos, como decía me parece Miguel Ríos hace muchos años, “yo quiero
tener un millón de amigos”. Pues eso, yo quiero tener un millón de amigos. No
es posible, sé que no es realista siquiera. Y la amistad no es un invento del
mundo. La amistad, que los griegos valoraban muchísimo, Jesús dio la clave en
la Última Cena: “No os llamo siervos, os llamo amigos”. Y ese “os llamo amigos”
es la amistad más grande, porque es la comunicación de la Vida divina, que se
nos da a nosotros, que Jesús nos da a nosotros y que nosotros quisiéramos
compartir con todos: la alegría que tenemos, el gusto por la belleza que
tenemos, el gusto y el amor a la amistad que tenemos, siempre dispuestos a una
nueva amistad, siempre dispuestos a acoger a alguien.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de junio de 2019
S.I Catedral