Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la S.I Catedral el domingo 16 de junio, Solemnidad de la Santísima Trinidad.
Fecha: 16/06/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; queridos amigos y hermanos:
El año litúrgico no termina con el día de
Pentecostés, con la fiesta de Pentecostés. Termina con un Gloria: Gloria al
Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Es decir, como terminamos los cristianos
nuestras oraciones, como deberíamos terminar todas ellas. Solemos hacerlo cuando rezamos Padrenuestro,
Ave María y Gloria, pero deberíamos siempre terminar todas, cualquier tipo de oración,
en la Liturgia de las Horas, al final de cada Salmo se repite “Gloria al Padre
y al Hijo y al Espíritu Santo”. Y la señal de la cruz une –diríamos- las dos
realidades que constituyen el núcleo del Acontecimiento cristiano, fuente de
nuestra fe. Cuando hacemos la señal de la cruz al mismo tiempo decimos “en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En un mundo que cada vez
pierde más el sentido de los símbolos y de los gestos, y del valor de los
símbolos y de los gestos, excepto aquellos gestos –diríamos- que son promovidos
y tolerados por los instrumentos del mundo secular, cada vez hacemos menos la
señal de la cruz.
Yo recuerdo cuando yo era niño que se hacía con
mucha frecuencia al salir de casa todos los días. Se salía de casa haciendo la
señal de la cruz y recordando que Cristo es nuestro Redentor y que el Dios en
quien creemos es el Dios Trino. También al pasar delante de las iglesias era
habitual hacerlo. Muchos de esos gestos los hemos dejado caer y, sin embargo, son
gestos que nos recuerdan quiénes somos, porque nada en el dogma cristiano, nada
en la fe cristiana, que se condensa en el símbolo de la fe, en el Credo, son conocimientos
acerca de Dios que no tienen que ver con nuestra vida, porque nada acerca de
Dios no tiene que ver con nuestra vida. Señor, Dios nuestro, “qué admirable es
tu Nombre” hemos cantado en el Salmo. Y lo que hace admirable tu Nombre es esa
criatura que es más grande que las galaxias, más grande que las montañas, más
grande que una puesta de sol, más bella que ninguna otra criatura, más
misteriosa que nada que es Tu criatura, el hombre, que “le hiciste poco
inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”. Y no está hablando
del hombre redimido, está hablando, simplemente, del hombre creado.
¿Cuál es esa gloria y esa dignidad? Un ser
dotado de inteligencia. Yo no diría de razón sólo, porque la razón
etimológicamente, y además en su uso más habitual, se limita al calculo. La
inteligencia es algo mucho más grande que la razón. Dotado de inteligencia,
dotado de libertad sagrada y dotado de afecto, de una capacidad de amar (no de
afecto como sentimiento, que hace que nos gusten las cosas o que nos gusten las
personas, eso no es amar). Dotado de una capacidad de amar. Somos la criatura
más grande, cada uno de nosotros somos imagen de Dios; imagen y semejanza de
Dios, imagen y semejanza única. Cada uno de nosotros participa de una manera
única en el Ser del Dios que es Amor. Y simplemente el hecho de afirmar que
Dios es Amor implica de algún modo la fe en la Trinidad. Un Dios que fuera sólo
un individuo, como tendemos hace varios siglos, a medida que nuestra razón se
reduce al cálculo pensar que la Trinidad es un misterio insondable, que, por
tanto, mejor vale no pensar en ello, porque uno no pueden ser tres y tres no
pueden ser uno…, lo único que demuestra es lo poquito que usamos nuestra
inteligencia, porque eso forma parte de un cálculo matemático, nada más, pero
las matemáticas es sólo las medidas de las cosas y pensar que Dios puede entrar
en medidas es ya una ridiculez de entrada. Hablo para los que estáis casados o
para los que tenéis uso de razón: ¿Acaso no es vuestro marido o vuestra mujer
un misterio insondable, aunque llevéis treinta o cuarenta años de casados? Me
atrevería casi a decir que levante la mano quien piensa que entiende perfectamente
a su mujer.
Obviamente, somos un misterio. Somos un
misterio para nosotros mismos cada uno. Somos un misterio para nosotros mismo.
¿Y por qué somos un misterio? Porque participamos del Ser de Dios de una manera
única. Por lo tanto, ni la biología, ni la física, ni la química, ni la matemática,
ni la psicología, ni la sociología, ni todos esos saberes combinados dan razón
de quién soy. Y eso apunta a un Dios que tiene que ser infinitamente más grande
que el misterio que somos nosotros. Y eso que no se lo esperaba nunca, nadie. A
los cristianos les costó muchos, muchos mártires defender que creían en un solo
Dios y que ese Dios era una comunión de personas. Los cristianos han dicho
siempre: nuestro Dios es el Dios único. Pero ese Dios, como lo hemos conocido
en Jesucristo como Amor, no puede haber amor donde no hay más que un individuo
solitario. Puede haber sentimientos de compasión hacia otras cosas, pero no
verdadero amor.
Y entonces, para el mundo griego –en el que
nació el cristianismo- y para el mundo judío hablar de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo era una blasfemia. Jesús fue condenado en gran parte porque se
arrogaba una autoridad divina, curando a alguien en sábado o comiendo con
publicanos y pecadores, y, por tanto, sin decir que era Dios actuaba como Dios;
comparaba los mandamientos del Sinaí que Dios había dado a Moisés en el Sinaí
con las cosas que Él decía (“Se dijo a los antiguos”, que es una manera de
decir “Dios dijo a los antiguos ‘no matarás’. Pero Yo os digo todo el que odie
a su prójimo es reo de la gehena”. O “Dios dijo a los antiguos no adulterarás,
pero Yo os digo ‘quien mire a una mujer deseándola ya ha adulterado en su
corazón”. Jesús se atribuía una autoridad divina y eso le costó… comer con
publicanos y pecadores porque Dios perdonaba. Si hoy no fuera la fiesta de la
Trinidad, el Evangelio hubiera sido el de la mujer que entra en la casa de
Simón el fariseo y se echa a los pies de Jesús, lo perfuma con un perfume, hace
un oficio de esclava, perfumando, lavando los pies como hizo el Señor la noche
del Jueves Santo, y como hacemos cada Jueves Santo, y secando los pies con sus
cabellos… Dios mío, aquello era un escándalo notorio. En casa de un fariseo, un
sábado, haciendo un trabajo de esclavo, porque le había perdona los pecados.
Jesús en la predicación de la sinagoga, sin duda, la única explicación de aquel
gesto, había dicho “el Reino de los Cielos está cerca, vuestros pecados están
perdonados, con nada que deseéis acercaros a Dios”. Y la frase de Jesús, que se
entiende siempre mal, no es “se le han perdonado sus muchos pecados porque ama
mucho”, sino “se le han perdonado sus muchos pecados y por eso ama mucho”. Pero
“al que poco se le perdona, poco ama”, refiriéndose al fariseo.
Todo el Ministerio de Jesús es revelarnos un
amor infinito, un Dios que es Amor. El Islam tiene noventa y nueva nombres de
Dios, bellísimos todos ellos y recogidos todos del Corán y también de la
Escritura. Porque el Corán retoma un montón de cosas del Antiguo Testamento y
algunas del Nuevo Testamento también, pero el nombre que el Corán no tiene y
que ningún musulmán acepta es Dios es Amor. Entre los noventa y nueve nombres de
Dios falta ése, porque para que Dios fuera Amor tiene que ser una comunión de
amor. No hay amor mas que donde hay comunión y donde hay un cierto tipo de
alteridad; que no es la alteridad de este mundo: un individuo, otro individuo,
otro individuo. Es una alteridad que no rompe la unidad. Es una alteridad que
efectivamente, misteriosa. Pero, repito, no nos ha dejado el Señor para decir
“en eso no vale la pena pensar porque es tan misterioso…”. Pues, es tan
misterioso como el amor humano, que también es muy misterioso; que es tan
misterioso que ninguna de dos personas que se aman de verdad puede dar razón de
la otra persona ni predecir absolutamente su comportamiento, ni definirla en
realidad, sólo puede reconocer su misterio con respeto, con reverencia, con
afecto. Y desear lo que desean dos personas que se aman: que no nos separemos
nunca. Pero, un poco habiendo renunciado a poder reducir a la otra persona a
unas medidas que yo puedo controlar, y que yo puedo comprender. Pasa lo mismo
en el amor de los padres y los hijos. Si tratamos de reducirlos a algo que
pueda estar dentro de nuestro control…
Por lo tanto, tenemos una vía para comprender
que Dios es Amor. Y que Dios es Amor tiene que ver con nuestra vida, tiene que
ver con el misterio que somos. Y voy a fijarme sólo en dos cosas (y luego, a lo
mejor, no digo más que una, pero, bueno…) que implican cambio. El hecho de
creer en el Dios Trino, ¿cambia algo en nuestra vida? El hecho de no comprender
a Dios como si fuera un punto final único, que lo domina todo y que lo gobierna
todo al final, como el emperador de la “guerra de las galaxias” (que es como
los chicos se imagen cuando hablamos de Dios, por desgracia). El hecho de
comprender a Dios como Amor nos permite comprender que la Creación es una
participación en el Ser de Dios. Todo, desde una hoja de árbol, hasta tus ojos.
Es decir, todo lo que existe participa de un Dios que crea por amor y no porque
esté solo y crea juguetes para entretenerse, o hace mecanos con los que luego
juega. No, no. Cuando preguntan, ¿y dónde estaba Dios en el tsunami? Estaba en
las víctimas, estaba en todas partes. Fundamentalmente, en las víctimas. ¿Dónde
estaba el Señor en Auschwitz? Estaba en las víctimas. Si todo lo que ES, en la
medida en que es bueno y verdadero, todo participa de algún modo en el Ser de
Dios. Es muy difícil imaginar algo que sea malo, malo, en todas sus
dimensiones. Incluso las cosas más malas nos atraen a veces, porque tienen algo
de bueno y es eso de bueno que tienen lo que nos atrae. Y eso de bueno que
tienen participa del Ser de Dios. Todo lo que ES participa del Ser de Dios. El
mal no es una cosa, y desde luego no es un señor. Es una carencia, es una
ausencia, es un vacío, es una falta.
Dios es Amor y eso cambia la percepción de la
vida. La Creación es buena, hasta el fondo. Podemos siempre decir que es buena
porque Dios es Amor y, por lo tanto, porque Dios es Trino. Podemos siempre
decir que la duplicidad de los sexos es una realidad buena, maravillosa, porque
Dios es Amor. Si Dios no fuera Amor, todo lo que no fuera Uno sería decadencia,
y así ha sido siempre en la historia del pensamiento humano. Antes de Cristo, y
a medida que nos apartamos de Cristo y la idea de Dios Uno hace que nos
olvidemos del Dios Trino, la duplicidad de los sexos o se borra, o se
disminuye. La dignidad, la verdadera defensa, grandiosa, de la dignidad de la
mujer está vinculada a la fe en el Dios Trino; de un Dios que es Amor y Amor
como donación. Donación que descubre cuál es la verdadera vocación del esposo,
pero también cuál es la verdadera vocación de la esposa. La bondad del ser
hombre y del ser mujer, y de poder agradecer a Dios mi cuerpo. Qué curioso lo
de los rasgos que describen quienes describen nuestro mundo es que cada vez hay
menos personas que estén satisfechas con su cuerpo. Pero no sólo mujeres,
hombres también. Y entonces, uno hace mil sacrificios, mil formas para que el
cuerpo corresponda a aquello que yo quiero que sea. La bondad del ser hombre y del
ser mujer depende de que Dios es Amor. Y fuera de ese ámbito, no ha existido,
culturalmente no ha existido. Y no existirá, porque no siempre que se habla de
la dignidad de la mujer se habla de la dignidad de la mujer como mujer; se
habla de la dignidad de la mujer como trabajadora, como parte del proceso de
producción y de consumo, de los dos. Lo cual no siempre hace que la mujer viva
una vida más digna, porque a veces vive dos vidas, la de esposa y la de madre
de familia, sobre todo la de madre de familia, y luego la de trabajadora, con
lo cual vive una vida mucho más dura que la del hombre, porque implica mucho
más el ser madre de familia que el ser padre. Por lo tanto, hay que pensar. Y
si vais un poquito hasta el fondo del misterio que somos, os encontraríais con
eso, con que el que sea bueno ser hombre y el que sea bueno ser mujer, y el que
sea bueno el amor del hombre y la mujer tiene que ver con la fe en Dios Trino.
Y os voy
decir una última cosa. Una consecuencia de que Dios es Trino es un rasgo
del amor que cada vez falta más en nuestro mundo. Amar, la forma más exquisita
de amar es dejar ser –dice un teólogo del siglo XX, apoyándose en toda la Tradición
cristiana-. Cada vez somos menos capaces de dejar ser a las personas que amamos,
ni los padres a los hijos, ni el hombre a la mujer. El amor, lo que llamamos
amor en nuestro mundo, cada vez se convierte más en una exigencia sobre el
otro. En un reclamo al otro de que cumpla ciertas expectativas que yo tengo (…).
Pero eso nos pasa no sólo al marido con la mujer, lo mismo le pasa a la mujer
con el marido. Y somos criaturas, hechos a imagen de Dios, con una distancia
infinita, capaces de amar, capaces de salir de nosotros mismos y de darnos. No
de darnos como Dios se da, pero de darnos. Pero, para darse, hay que salir de
uno mismo. Y en los padres y los hijos, Dios mío. Pensad alguna vez en que
vuestro amor implica dejarle ser, dejarle ser, dejarles crecer, ayudar a que
crezcan. Y si vienen a casa con las rodillas rasgadas porque se han arrastrado
por el suelo, bendito sea Dios (…), no os echéis a llorar. Porque educamos a
los hijos a que no crezcan nunca y un padre que ama, por muy duro que sea -y
eso es parte de la misión del padre-, una madre que ama tiene que dejar a sus
hijos crecer, y a la madre le cuesta mucho, lo sé. Pero ésa es la función del
padre, aunque le cueste frenar el sentido proteccionista de su esposa, para que
los hijos crezcan. Y al final, la madre lo agradece, porque ama a sus hijos y
ve los frutos de que puedan crecer, y ve el dolor que le causa después cuando
ve que tiene hijos de treinta años que siguen comportándose como si tuvieran
diez. Perdonadme, pero parece que la Trinidad no tiene nada que ver con nuestra
vida y, en cuanto hurgamos un poquito, resulta que tiene todo que ver con
nuestra vida y con las cosas más sencillas de nuestra vida y más cotidianas de
nuestra vida.
Señor, ayúdanos a comprender que eres Amor y
ahondar en ese Amor, para que podamos vivir la meta de nuestra vida, que es
poder amar, porque somos imagen y semejanza tuya, y que aprendamos de Ti lo que
significa amar. Que lo aprendamos de Cristo en la Eucaristía: “Tomad, comed, éste
es mi Cuerpo. Tomad, comed, ésta es mi Sangre”, es mi Vida que se entrega por
vosotros. Eso es realizar en este mundo la imagen de Dios, del Dios Hijo, que
es el Dios que crea, el Dios que redime y el Dios que nos da su Espíritu, para
que nosotros podamos vivir siendo criaturas como hijos libres de Dios. Que así
sea para todos nosotros.
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Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de junio de 2019
S.I Catedral de Granada