Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa del 18 de agosto de 2019, en la Catedral de Granada, en Nicaragua, en el marco de su visita a esta diócesis. Concelebrada por el obispo anfitrión de Granada, en Nicaragua, D. Jorge Solórzano.
Fecha: 18/08/2019
Muy querido D. Jorge, hermano
obispo, gracias a cuya generosidad estoy yo celebrando o presidiendo esta
Eucaristía, siendo él vuestro pastor y vuestro obispo, pero que me da esta
ocasión de expresar nuestra comunión, el gozo de formar parte de la única
Iglesia de Jesucristo y de ser parte de la misma familia, del mismo Pueblo, del
mismo Cuerpo;
muy queridos hermanos todos;
Repito mi alegría de estar viviendo
por primera vez en mi vida esta experiencia del encuentro con la Iglesia
nicaragüense. Una iglesia viva. Y no lo olvidéis, sois, en gran medida, los
pueblos de América Latina la esperanza. Vuestra fe es la esperanza del mundo. La
esperanza de la vieja Europa, que el Papa decía no hace mucho “es como la ‘abuela’
que se está poniendo mayorcita”. Y es verdad que nuestras iglesias van siendo
“mayorcitas”. Y vosotros sois una Iglesia joven, llena de juventud y de vida. A
lo mejor, os faltan muchas cosas. A lo mejor, os falta incluso a veces libertad
suficiente en algunos países y en algunos lugares, pero tenéis la fuerza y la
riqueza de vuestra fe, de vuestra esperanza, de vuestro amor y de vuestra
comunión. Y eso, que son los tesoros más importantes de la vida, conocéis a
Jesucristo, lo amáis; eso que vale más que la vida misma, porque es fruto de la
Gracia del Señor, lo tenéis y podéis derramarlo por el mundo. Y podéis
derramarlo. Y hay otros mundos que tienen otras cosas -más tecnología, más
riquezas temporales, más comodidades, más placer-, y sin embargo, les faltan
esos motivos para luchar y para vivir. Por lo tanto, no os sintáis más pobres o
más desgraciados que otros. Sentiros llenos, ricos, porque tenéis al Señor, y
capaces de dar a muchos algo que vale más que la vida que es la fe, la
esperanza y el amor.
Para mi, estos días están siendo
unos días verdaderamente grandes. Y D. Jorge tuvo la idea, en el primer momento
que nos encontramos, ya que nuestras dos diócesis se llaman Granada (aunque “La
gran sultana” solo sois vosotros, que he aprendido aquí que es como llamáis a
vuestra gran ciudad; “la gran sultana” significa en árabe “la gran poderosa”).
Él ha tenido la preciosa idea de que hermanemos nuestras diócesis y, de una
manera o de otra, tratemos de establecer relaciones más fuertes de comunión y
de ayuda para algunas cosas que él tiene pensadas y que me parece que son
iniciativas bellísimas y preciosas. Y que me parece que también nosotros
tenemos, los andaluces. Hay un sacerdote de Almería y yo mismo en Granada,
tenemos una deuda con una misionera almeriense, a quien yo tuve el honor de
poder ayudar en los comienzo de su vocación misionera, y que ha estado en esa
región. Ha estado en muchos sitios. Ha estado enseñando también en el Seminario
de Granada y participando en las asambleas diocesanas, y haciendo otras cosas…
Y luego, finalmente, se fue a los poblados más humildes de Malacatoya, para
servir en los últimos años de su vida a los más pobres. Se llama, aunque ya no
esté con nosotros porque murió hace unos meses, María Luisa Castillo Chamorro.
Y yo estoy también aquí en homenaje a su entrega misionera y a su alegría hasta
el último respiro de su vida y con el deseo de que su obra no se pierda y de
que podamos continuar desde Andalucía, en la medida en que podamos, ayudando a
esos poblados arroceros de Malacatoya como ella ha dado su vida por ellos.
Dicho eso, ya las moniciones han
explicado un poquito el sentido de las Lecturas y yo no voy más que ha ahondar
un poquito en lo que ya se ha dicho.
El Señor usa muchas veces en el
Evangelio una cosa que se llama “paradoja”: una cosa parece una cosa y resulta
que es la contraria. Os pongo un ejemplo. Cuando Jesús dice “El que ama su vida
la pierde, y quien la pierde la ganará para la vida eterna”. Eso es una
paradoja. Y es una paradoja que no es que se la inventa el Señor, sino que está
en nuestras vidas. Todos nosotros tenemos la experiencia, más grande o más
pequeña, de que el amor cuesta. Porque el amor no es apoderarse de la otra
persona, adueñarse de la otra persona, o dominarla, sino servirla. El amor es
siempre un servicio: salir de uno mismo para servir al destino, al bien, a la
vocación de otras personas. Eso es lo que los buenos padres hacen por los hijos.
Eso es lo que un buen marido hace por su mujer y lo que una buena esposa hace
por su esposo. Cuando hay amor de verdad, el amor no es atracción. La atracción
es muy fácil. Eso no tiene ningún misterio. Entre la atracción y el amor hay un
camino muy largo y el amor siempre significa salir de uno mismo para darse al
otro, para servir al otro, para ser instrumento de la plenitud de la vocación y
de la vida del otro.
Y el amor cuesta, siempre nos cuesta
salir de nosotros mismos, siempre estamos esperando que los otros nos quieran,
que los otros hagan por nosotros cosas, que los otros salgan de ellos mismos y
nos quieran a nosotros, y hasta nos enfadamos un poco y nos disgustamos cuando no
nos quieren y pensamos que tienen la obligación de querernos. Eso nos pasa con
mucha frecuencia. Y sin embargo, sólo cuando amamos somos felices. Sólo cuando
amamos de verdad, cuando salimos de nosotros mismos nos encontramos de verdad a
nosotros mismos. Eso es una paradoja. Quizás la más grande del Evangelio. El
Señor ha salido del Cielo, de la Gloria con el Padre, para venir a estar con
nosotros que somos pobres, que valemos poquito, que nuestras vidas duran muy poco, que a penas
merecemos el amor de nuestras familias. Y sin embargo, Dios nos quiere. Dios
nos quiere en Su Hijo con un amor infinito, y no deja de querernos por muchas
veces que nos equivocamos, que obremos mal, que seamos torpes, que no hemos
sabido hacer bien las cosas.
Dios es Amor y nos ama así, y
nosotros que somos imagen de Dios de ahí la paradoja. Aunque nos cueste,
tenemos que aprender a amar, y cuando amamos somos felices. Y cuando no amamos
sino que nos buscamos a nosotros mismos malgastamos la vida, la perdemos, la
tiramos por el suelo como si no valiera nada. Y al final terminamos no
queriéndonos y eso pasa mucho en el mundo de hoy, pasa mucho, los hombres no somos capaces de querernos a nosotros
mismos y no nos queremos a nosotros mismos porque nos hemos olvidado de que
Dios nos quiere, y nos hemos olvidado del amor de Jesucristo, y de quién es
Jesucristo y qué hace Jesucristo por nosotros. Y entonces no somos capaces de
querer a los demás, no aguantamos, en seguida nos enfadamos por cualquier cosa,
no sabemos querer. Y lo más tremendo es que al final no somos capaces de
querernos a nosotros mismos.
Las Lecturas de hoy hablan de ese amor
y de esa paradoja. Jesús pasó haciendo el bien, y en lo que dice hoy dice: “Yo
no he venido a traer la paz; he venido a traer la división”. Y dices, “¿pero cómo
es eso?”. Si la división es lo que hace el Enemigo; si la división es lo que
hace el Diablo. La especialidad del Diablo es dividir, ¿cómo dice Jesús que ha
venido a dividir?, ¿no eres Tú, Señor, el Príncipe de la Paz? ¿No decía San
Pablo que Tú has venido para reconciliar y unir a los dos pueblos que estaban
enfrentados?, ¿a los judíos y los gentiles?, ¿cómo dices ahora que has venido a
traer la división? Pues, por una cosa que también es muy humana. Es lo que
decía la monición: los hombres estamos todos ahí y cuando alguien tiene el
valor de decir la verdad, aunque esa verdad duela, aunque esa verdad cueste un
poquito, en lugar de agradecérselo lo que hacemos es ir contra él. Eso le pasó
a Jeremías sobre todo, pero les pasó a casi todos los profetas. En el mundo
antiguo, todos los reyes tenían sus profetas, todos, también los reyes de
Egipto, de Mesopotamia, de Asiria, de Babilonia. Había hasta escuelas de profetas,
los llamaban los hijos de los profetas, pero siempre le decían al rey lo que el
rey quería oír. Esos son los falsos profetas. Los profetas del Antiguo
Testamento, porque de los otros no se acuerda nadie, ni siquiera sabemos sus
nombres. En algunas columnas de templos están escritas sus profecías de cómo el
rey siempre iba a tener la victoria. Los profetas que nos acordamos de ellos,
Oseas, Miqueas, Jeremías, no le decían al rey lo que le gustaba oír, y casi
todos ellos murieron mal o acabaron mal. Ellos le decían lo que Dios les decía
que dijeran. Y les hablaba del Amor de Dios y de la Alianza, pero les recordaba
que si el rey violaba la alianza con Dios y se olvidaba de Dios, y que si el
pueblo se olvidaba de Dios, pues iba a sufrir. Unas veces iba a sufrir derrotas
y pérdidas en las cosechas y otras cosas, pero lo más grande es que iba a
sufrir en que Dios se olvidaría de ellos. Y si Dios se olvida de nosotros,
estamos perdidos. Porque la riqueza más grande que tenemos es justo Dios y el
Amor de Dios.
Al Señor le pasó lo mismo que les
pasó a los profetas. Él mismo lo dijo: “Dichosos vosotros cuando os persigan,
cuando os calumnien por mi causa, alegraos” (…) regocijaos, porque lo mismo
hicieron con los otros profetas antes que vosotros y lo mismo hicieron con
Jesús. Jesús pasó haciendo el bien, curaba enfermos, aliviaba y perdonaba los
pecados, aliviaba a los pecadores que vivían con el peso de sus pecados. Y en
el mundo judío, vivir con el peso de sus pecados era excluirse del pueblo, ser
un marginado, no poder participar de la vida del pueblo. Y Jesús anunciaba que
el Reino estaba cerca y que los pecadores podían entrar en él. Esa es la
violencia de la que habla Jesús cuando dice “y los violentos vienen al Reino y
lo arrebatan”. Eran los pecadores a los que Jesús les abría las puertas enteras
para que entrasen y se supieran amados de Dios. Y eso le costo a Jesús la vida;
eso hizo que Jesús fuera a la cruz. Y no fue con desgana: lloró, sufrió, la
noche de los olivos sudaba sangre del terror de su soledad, hasta los amigos se
dormían cuando él estaba apunto de dar la vida. Pero, también dijo: “Nadie me
quita la vida. Yo la doy porque quiero”. El Señor dio Su Vida por nosotros y
ese es lo que tenemos que mirar como ejemplo.
Así que, hermanos, como decía la Segunda
Lectura, haya las dificultades que haya en la vida, si han conocido a Jesús; si
han conocido el Amor de Dios, no vendan ese amor por nada, no cambien ese amor
por nada. Porque nada en este mundo, ni las riquezas más grandes, ni los bienes
más grandes que pudiésemos imaginar valen lo que vale el poder vivir en el amor
de Dios y en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. ¿Que vienen
dificultades? No se extrañen, no se acobarden, no se cansen, no teman, hagan
frente apoyados en el Señor y apoyados en la comunión de unos con otros. Un
cristiano nunca está solo, el que se queda sólo se pierde. Pero si estamos
unidos, esa es la victoria que vence al mundo, nuestra fe, nuestra comunión,
porque la comunión es sólo de Dios. Los hombres nos dividimos, los hombres nos
separamos pero Dios después de hacer esa primera separación de los que tienen
fe de los pecadores que se vuelven sobre los que tienen fe, aunque padezcamos
la persecución, la victoria es siempre del Amor infinito de Dios. Amor infinito
por cada uno de ustedes. Si yo me supiera los nombres, los diría, uno por uno. Los
niños que están en la primera fila los quiere Dios Padre con un amor infinito.
Pero a cada uno de nosotros, más pobres o más ricos, más pecadores o menos
pecadores, más débiles o menos débiles, por cada uno de nosotros habría el
Señor derramado Su Sangre.
Así que mírenle a Él, no teman, no
se cansen, no se acobarden, no tiren nunca la toalla. Yo les decía ayer a unos
niños de Malacatoya, tratando de explicarles un poquito el Evangelio de hoy,
que podemos perder muchos partidos pero que la liga es nuestra; que la liga la
ha ganado el Señor y el Señor no se deja ganar por nadie, así que podemos
perder este partido y, a lo mejor, podemos perder esta vida de aquí abajo, o
podemos perder la fama o lo que sea, pero la liga la ganamos nosotros, porque
la gana Jesucristo, porque no se deja ganar por nadie. No se va a dejar ganar
el amor infinito que Dios nos tiene a cada uno de nosotros.
Que así sea. Que lo podamos
disfrutar juntos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de agosto de 2019
Catedral de Granada (Nicaragua)