Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa en la S.I Catedral, la primera con los fieles tras el descanso veraniego, en la fiesta de la Natividad de la Virgen María y XXIII Domingo del Tiempo Ordinario.
Fecha: 08/09/2019
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos todos:
La verdad es que hoy se me agolpan muchos
sentimientos y muchas cosas al volver después de la pausa del mes de agosto, al
volver a celebrar en este altar, en esta Catedral, la Eucaristía, de la que
dice el Concilio que es “la expresión suprema de la vida de la Iglesia”, pero,
además, especialmente, cuando se celebra en la Catedral presidida por el pastor
de la Iglesia. Os aseguro que echo de menos este altar y os echo de menos a
vosotros, a todos vosotros.
Deseo que todos hayáis podido tener un buen
verano y deseo que el comienzo de curso pueda ser un comienzo de curso bello,
que nos acerque al Señor y con el Señor a la fuente de toda alegría y de toda
vida verdadera.
Voy a comenzar por las Lecturas de hoy porque
son verdaderamente riquísimas. Voy a proponeros una paradoja. Es una paradoja a
la que todos podemos llegar y que todos podemos –o casi todos– podemos entender,
fácilmente. La justicia es algo muy importante. Todos comprendemos que en la
vida hay que vivir de acuerdo con la justicia. Y la justicia distributiva
consiste en dar a cada uno lo que le pertenece. Claro que lo que le pertenece
se puede interpretar de muchas maneras. En ciertas formas de teoría económica,
a cada uno le pertenece aquello que uno aporta y aquello que está expresado en
un contrato y nada más.
Pero imaginaros un mundo donde todas las
relaciones humanas estuvieran regidas por la justicia. Por ejemplo, por una
justicia que no viniese acompañada, suavizada -yo diría, “hecha tierna” de
algún modo, enternecida por el amor humano. Por unas relaciones de amistad, de
afecto, de amor, de familia. Una vida donde la justicia se convirtiese en regla
única. Sería una vida verdaderamente invivible. Algunos teóricos de la justicia
contemporánea, libros muy importantes americanos escritos sobre la justicia
proponen eso. Pero una vida así sería una vida horrorosa. Una justicia sin amor
genera un mundo donde todos somos enemigos de todos, o potenciales enemigos de
todos. Lo digo porque es una paradoja y lo que el Evangelio de hoy nos propone
es otra paradoja. La que yo he propuesto se ilumina también a la luz del
Evangelio. Cuando Jesús dice “el que quiera proteger su vida la perderá”; en
cambio, “el que derroche su vida por Mí y por el Evangelio, el que entregue su
vida en el amor a Dios y a los demás, la gana”. Eso ilumina la paradoja
anterior. Y todos tenemos la imagen del avaro. Cómo el hombre avaro –aunque
hayamos convertido la avaricia en una especie de virtud social fundamental– se empequeñece
a sí mismo. La imagen del avaro contando siempre por la noche sus monedas, o
sus ganancias, bien pequeñas siempre, por muy grandes que sean, siempre son pequeñas
para el valor de la vida humana. Es la imagen de Gollum en “El Señor de los
Anillos, que la mayoría de vosotros conocéis: “Mi tesoro”. Es un hombre
empequeñecido, empobrecido, reducido casi a una condición animal. Para que la
vida merezca la pena vivirla hay que darla. Darla significa darla gratuitamente
porque si no se da gratuitamente seguimos en la misma lógica. Si no de da
gratuitamente, por ejemplo, no hay posibilidad de perdón. El perdón es siempre
un acto de gratuidad. Y si no hay posibilidad de perdón, de nuevo, la vida
humana se hace invivible. No sólo porque no sepamos perdonar a quienes nos
ofenden, que al final en nuestro roce todos nos ofendemos de alguna manera,
todos alguna vez, si vivimos cerca, si compartimos la vida; sino, porque si nosotros
no somos perdonados por los demás, qué pequeño se hace el horizonte del propio
corazón, qué insoportable se hace el horizonte del propio corazón.
Os cuento estas cosas no por entreteneros. Os
cuento estas cosas porque sólo a la luz de ellas se entiende la paradoja
también que propone el Señor en el Evangelio de hoy, que no es menos paradoja.
Nos pide que pospongamos a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestros hermanos,
a nuestros hijos, a nuestra esposa o a nuestro marido, y que las pospongamos a Jesucristo.
Dices: “Señor, ¿qué pretensión ésta es la tuya?”. Y sin embargo, esa paradoja
vuelve a ser real. Es verdad que sería absurdo contraponer…, es decir, no hay
un mandamiento en el Antiguo Testamento, en la Ley de Moisés, entre los diez
mandamientos que nos manda honrar padre y madre, cómo nos pides Tú que Te
honremos a Ti. Pues, porque hay otro mandamiento anterior que dice “amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con toda tu mente y
con todo tu ser”. Y Jesucristo en este pasaje lo que está diciendo es justamente
que Él es quien puede saciar hasta el fondo los deseos del corazón humano; que
Él es Aquél en quien las promesas se cumplen en plenitud; que Él es Aquél que
nos ofrece la posibilidad de que nuestra vida se cumpla. Se cumple, Señor, en
tu Compañía. Se cumple, Señor, cuando estamos conTigo; cuando hacemos el viaje
y el camino de la vida, sostenidos por Ti, sostenidos por tu Amor por nosotros.
Y si Tú nos faltas, la vida entera se corroe, se deteriora, se empobrece, se
destruye. Se destruye al estilo de “Gollum”: a base de empequeñecerse.
Sólo cuando amamos a Dios sobre todas las
cosas, sólo cuando Te amamos a Ti, Señor, y Te acogemos en nuestra vida, y tu Misericordia
infinita en nuestra vida, somos capaces de amar bien a nuestro padres; somos
capaces de amar bien a nuestra esposa o a nuestro marido; somos capaces de amar
bien a nuestros hijos, a nuestros hermanos; somos capaces de decirles la
verdad, de hacer con ellos humildemente el camino de nuestra vida hacia Dios. Y
cuando Tú nos faltas, cuando Tú no estas, cuando a Ti te damos la espalda,
cuando queremos construir nuestra vida sin Ti, Señor, hasta las cosas más
bellas de la vida, el matrimonio o la familia, la realidad de los padres, se
corrompe o se vuelve una idolatría. Y entonces, se convierte como si la familia
fuera un dios que hay que aislar y proteger por encima de todo. Y de ahí se
pasa muy fácilmente al resentimiento. Unos padres que se han presentado como dioses
para sus hijos y que han querido serlo todo para ellos, cumplir una función que
no les corresponde, un día se encontrarán con el resentimiento de sus hijos; se
van a encontrar, de una o de otra manera, porque el amor no es posesividad,
porque el amor es el deseo de que las otras personas sean, crezcan, puedan
respirar, puedan vivir. Cuando un matrimonio también es un amor posesivo de ese
tipo es una enfermedad del amor. Es una enfermedad del amor y de nuevo genera
resentimiento, genera distancia, se puede no separarse, se puede seguir
viviendo juntos, pero se puede seguir viviendo juntos como dos extraños perfectamente,
ignorados el uno por el otro. O lo más sencillo –que lo vemos todos los días–
se rompe. Igual que hay un paso pequeñísimo entre la bulimia y la anorexia, hay
un paso pequeñísimo entre esa especie de idolatría de la familia, que a veces
la cultivamos porque nos parece lo más precioso, y ese resentimiento que rompe,
que destruye, que aleja a las familias.
¡Qué sabio es el Señor! Cuánto nos ama cuando
nos dice “poned a Dios por encima de todo”. Y lo dice… es el Hijo de Dios. El
que no pospone a su padre, a su madre, a su esposa, a su marido, a sus hijos, a
sus hermanos, a todos sus bienes, al final pierde la vida. Es la misma frase
con la que termina el Sermón de la montaña: “Quien construye su casa sobre
roca, vienen vientos, vienen tempestades y la casa no se cae. Quien la
construye sobre arena…”. Cuando la construimos sobre nuestras cualidades o
sobre nosotros mismos construimos sobre arena. Cuando construimos sobre Jesucristo
uno da gracias por los padres que tiene, aunque tengan defectos, aunque tengan
defectos muy graves, aunque yo haya sufrido esos defectos muy graves. Da
gracias por los padres que tienes porque son la fuente de la vida que yo tengo,
que Tú me has dado, Señor. Da gracias por sus hermanos, da gracias por su
esposa o por su marido, por su familia, da gracias por los hijos, aunque no
sean perfectos. Da gracias por la primacía del perdón en las relaciones
humanas, las de la familia, las del trabajo, las de la vida social.
Que el Señor nos comunique algo de esta
sabiduría.
Que nos permita vivir las paradojas de la vida
de una forma que Él nos ha iluminado, para poder vivirlas con gusto. Acoger la Palabra
de Cristo es la condición de que podamos vivir contentos siempre. Lo que
Jesucristo busca con todo lo que nos enseña, incluso con aquello que nos
reclama y que parece duro, a veces, es nuestra alegría. Y la experiencia lo
ratifica, una y otra vez, mil veces.
Que el Señor nos conceda poder vivir en esa
alegría, que requiere poner al Señor en el centro de nuestra vida. Entonces,
todo lo demás ocupa su lugar, el lugar que le corresponde, en el designio de
Dios y también en nuestro corazón.
Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de septiembre de 2019
S.I Catedral de Granada