Homilía de Mons. Javier Martínez en el 300 aniversario del inicio de la construcción de la ermita Virgen de las Angustias en Motril, en el día en que celebramos la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre.
Fecha: 14/09/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios (venidos esta tarde para celebrar el día de la Virgen de las Angustias);
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
muy querida alcaldesa, autoridades
municipales;
hermanos y amigos todos:
La celebración de la Exaltación de
la Santa Cruz, que es lo que se celebra la Iglesia universal el día 14 de
septiembre, es como una celebración del Viernes Santo fuera de la Semana Santa.
Y dice uno, “¿por qué?”. Hay razones históricas que explican cómo nació esa
fiesta, sin duda, pero a la hora de pensar el por qué nos viene bien el
continuarla celebrando, sencillamente porque el Viernes Santo estamos en mitad
del Misterio grande del amor infinito de Dios por nosotros y esa celebración,
ese don, es tan grande que como que no basta un día, como que se le queda
pequeño; como cuando uno vive una cosa muy grande y tiene que volver a mirarla
o volver a revivirla de otra forma. Pasa un poco lo mismo como con el día del
Corpus, que es como el día del Jueves Santo pero vivido fuera de la Semana
Santa, porque es demasiado rico lo que se celebra el Jueves Santo como para que
quepa en un día. Nos viene muy bien tener una ocasión de recordar qué es lo que
celebramos el día del Viernes Santo. ¿Y qué es lo que celebramos? Sencillamente,
el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros.
Yo sé que estamos celebrando un
aniversario -300 años- y que en esos 300 años han cambiado muchas cosas en la
historia humana, muchísimas. Ciertamente, desde el modo de comunicarnos, los
avances tecnológicos, médicos de todas clases, los modos de vivir, la
estructura y la constitución de la familia, las relaciones entre los hombres,
las culturas, los pueblos, las tradiciones culturales y religiosas; todo lo que
queráis, pero nuestra condición humana sigue siendo la misma y la necesidad, el
anhelo de ser felices, y la imposibilidad de darnos nosotros a nosotros mismos
esa felicidad es exactamente igual para nosotros que para los hombres de hace
300, 800 o 2000 años.
Un filósofo francés de hace unas
décadas decía que la pregunta más importante del hombre, aunque nunca nos la
hagamos así con esas palabras porque ni somos filósofos ni tenemos por qué
expresarlo de esa manera, es: “¿Hay algún amor que dé sentido a la vida, y a
los gozos de la vida y a las fatigas de la vida?” (por lo tanto, si queréis, ¿a
la vida y a la muerte?). Y la respuesta cristiana es que sí. Y lo que
celebramos esta tarde es justamente ese Amor. En realidad, lo celebramos cada
vez que celebramos la Eucaristía. Cada vez que acudimos a Misa, vamos a
celebrar que somos pobres, pequeños, heridos, si queréis, de muchas maneras,
sufrimos de muchas maneras, nunca se cumplen del todo nuestros deseos…, pero lo
que celebramos es que hay un amor que va dirigido a mí y que nunca se agota, y
que nunca se cansa de mí cuando ni yo mismo soy capaz muchas veces de
soportarme a mí mismo, o de tolerarme a mí mismo, o de vivir en paz conmigo
mismo, con mi historia, con mi forma de ser, con las circunstancias, o con las
personas que me rodean, de tantas maneras. Y sin embargo, hay un amor. Hay un
amor que va dirigido a mí; que tiene que ver conmigo; que me ha creado, para
que yo pueda participar para siempre de su vida inmortal y divina; que me ha
creado, que me ha dado el ser, me sostiene ahora mismo, en este mismo momento
en el ser, justamente para comunicarse a mí, comunicarme su Amor, y que yo
pueda vivir con esperanza y con la certeza de que la última palabra en mi vida
no la tiene la muerte. Eso es lo que se celebra el Viernes Santo, en silencio,
adorando la cruz. Y el día de la Exaltación de la Cruz es ese Viernes Santo
fuera de la Semana Santa. Y junto a Cristo, está la Virgen. La Virgen que Le
acompaña en todo, desde el momento en que fue concebido, y que Le acompaña
también en el momento de su muerte.
Esa Virgen, de algún modo, nos
representa a nosotros, porque nosotros justo podemos vernos en Ella como en un
espejo, no sólo en el momento de la cruz, también en el gozo de una madre que
cría y educa y ayuda a crecer y enseña a comer a su hijo, por ejemplo. Tantos
momentos. La Virgen es como la humanidad redimida por Cristo, el espejo de la
humanidad redimida por Cristo, en su capacidad plena, en su realidad más
perfecta. Por eso es para nosotros un espejo, no tanto de lo que somos, sino de
nuestra vocación, de lo que estamos llamados a ser. Ella es Reina de la
Creación. Ella es la Madre de la Iglesia. Jesús nos la confió como madre a
todos nosotros, también en el momento de la cruz (lo acabamos de leer en el
Evangelio de San Juan). Pero no es un símbolo o un signo de lo que somos cuanto
de lo que estamos llamados a ser. Y lo que estamos llamados a ser es reyes de
la creación, participando de la realeza de Cristo. De hecho, alguien que no
conociera nada de la Tradición cristiana y viera nuestra Imagen de la Virgen de
las Angustias se sorprendería de que una madre que lleva en su regazo, en sus
rodillas, a su Hijo muerto, pueda estar vestida de Reina, como lo está la
Virgen. Y en ese vestido glorioso ponemos de manifiesto que, en mitad del dolor
más grande, nunca falta la compañía del amor de Cristo. Y esa compañía es capaz
de transformar cualquier circunstancia y cualquier dolor en algo verdaderamente
diferente, en un modo nuevo de mirar la vida, en un modo nuevo de vivirla, en
un modo nuevo de sufrir que no destruya ni la esperanza de nuestro corazón, ni
ese corazón, y un modo nuevo de afrontar todo, hasta de afrontar la muerte.
Señora, cuando nosotros hoy
celebramos estos 300 años; cuando nosotros hoy contemplamos tu Imagen junto a
Cristo, miramos tu dolor, es muy fácil reconocerTe en la parte dolorosa, porque
nuestras vidas, todas nuestras vidas son un drama, todas. Comentaba yo esta
mañana en la celebración de la Eucaristía de la Santa Cruz en algún lugar que
quizás nos hemos acostumbrado a pensar que la vida humana es una vida que tiene
como el derecho a funcionar todo bien, a estar siempre sana, y que consideramos
enseguida la dificultad, el dolor, la enfermedad, como anomalías. Y sin
embargo, en el hecho por ejemplo de que Jesús, todos los signos que hacía de Su
misión y de Su poder, o la inmensa mayoría de ellos, fuesen curaciones de
enfermos, se pone de manifiesto que nuestra normalidad consiste en estar
enfermos. Nuestra condición mortal forma parte de nuestro ser y la enfermedad
anticipa y nos hace conscientes de esa condición mortal.
No nos es por eso nada difícil
reconocernos en el sufrimiento de la Virgen. A lo que, sin embargo, la Imagen
de la Virgen de las Angustias nos llama es a reconocer que cuando ese
sufrimiento se vive junto a Cristo, acogiendo el amor de Cristo, acompañados
por el amor de Cristo, ese sufrimiento cambia, deja de ser algo destructivo,
que nos mata, que acaba con nuestra esperanza y con nuestro corazón, para
convertirse en algo que es fecundo. Veréis, no se baila sufriendo, no se tocan
las castañuelas, se sigue sufriendo cuando se sufre, pero deja ese dolor de ser
destructivo. Os podría dar testimonio. Conozco ese dolor. Lo he visto en muchos
rostros de hombres y de mujeres cristianas de todas las edades y en todas las
condiciones, porque a todos nos llega de una manera o de otra el dolor y el
sufrimiento y la cercanía de la muerte, y la muerte misma, y he visto morir en
paz, y he visto afrontar el dolor con esperanza y con paz en el corazón, y he
visto sufrir en silencio sin que la vida se destruya. Al revés, creciendo en generosidad,
creciendo en capacidad de darse, descubriendo que en el dolor vivido junto a
Cristo hay una fecundidad de la vida que no somos los hombres capaces ni de
fabricar, ni de vender en farmacias, ni de producir por nosotros mismos.
Mis queridos hermanos, vamos a
pedirLe a Nuestra Madre, puesto que el dolor nos acompaña en la vida y el
sufrimiento nos acompaña en la vida, que podamos vivir ese dolor junto a Cristo.
Que Cristo nos desea, Cristo nos ama, Cristo se ha entregado a nosotros hasta
la muerte, para que nadie pueda decir “a mí Dios no me entiende, Dios no sabe
lo que estoy pasando, Dios no puede comprender por lo que estoy pasando”. No
hay miseria, no hay dolor, no hay sufrimiento que Cristo no haya abrazado y
hecho suyos en la cruz. Y que nos abrace y lo haga suyo cada vez que celebramos
la Eucaristía y lo recibimos de nuevo. Y cuando sufrimos, como la Virgen,
acogiendo a Cristo en nuestra vida, ese dolor no nos destruye sino que nos
engrandece, nos purifica, nos hace más capaces de amar, de comprender el dolor
de los hermanos, de acariciar al hermano que sufre, de acompañar al hermano que
sufre, de no avergonzarme y no huir de ese sufrimiento de mis prójimos, de mis
vecinos, de las personas cercanas, sino al revés: la misma acaricia que yo he
recibido del Señor aprendo a dársela a mis hermanos. Y eso cambia la vida y la
hace bonita; la hace preciosa.
Realmente, la vida vivida junto a
Cristo es la aventura más bella de un ser humano, sin perder nuestra condición
humana, sin que haya nada de magia en nuestra vida, sino, sencillamente,
sostenidos por un amor infinito, la vida cambia y la vida humana se hace
extraordinariamente bella. Algo por lo que uno puede dar gracias todos los
días. Y todos los días es todos los días: los nublados y los bonitos, los
tristes y los que no lo son, y los más alegres. Todos. Desde celebrar un
cumpleaños hasta recibir una mala noticia son cosas muy diferentes cuando uno
se sabe acompañado de Cristo y destinado a la vida eterna. Cuando uno sabe que
la última palabra en nuestra vida no la tiene la muerte.
Yo puedo olvidarme de Dios. Yo puedo
darLe de lado, pero Dios no se olvidará jamás de mí, en ningún momento. Hay una
frase de un profeta que también recordaba esta mañana y que también sirve para el
día de hoy perfectamente: “¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus
entrañas?”. Alguien respondía por ahí con el gesto y con la cara diciendo que
no. Pues, lo que dice el profeta es que “aunque una madre se olvidara, Yo no me
olvidaré de ti. Lo juro por mi nombre, oráculo del Señor”. Dios mío, eso es ser
cristianos. Poder afrontar la vida con esa certeza de que el Señor no se olvida
de nosotros; de que el Señor está junto a nosotros siempre, aunque nosotros le
demos la espalda, aunque nosotros no estemos demasiado junto a Él. Ése es el
amor. El amor de una madre no es mas que una pequeñísima participación en el
amor infinito con el que Dios nos quiere a cada uno. Acordaros de aquella palabra
del Evangelio: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Dios mío.
Así es el amor de Dios.
Que el Señor nos deje acoger ese Amor
en el camino de nuestra vida, todas las veces que nos haga falta (y nos hace
falta siempre). Acoger ese amor de forma que podamos vivir esa vida con
gratitud y con alegría, que es como el Señor quiere que la vivamos. Y eso es
seguir las huellas de Nuestra Madre, de la Virgen, que Él nos dio como Madre
justamente un momento antes de morir.
+ Javier Martínez
Arzobispado de Granada
14 de septiembre de 2019
S.I Catedral de Granada