Homilía de D. Javier Martínez en la Eucaristía ofrecida por los hermanos palieros en la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, el pasado 29 de septiembre, horas antes de la salida en procesión con la Sagrada imagen de la Patrona de Granada.
Fecha: 02/10/2019
Siempre que los cristianos celebramos la Eucaristía (“vamos a misa”, como decimos a veces o con mucha frecuencia), en el comienzo de la plegaria eucarística decimos que es “justo y necesario”, que es “nuestro deber y nuestra salvación darLe gracias al Señor, siempre y en todo lugar”, es decir, en todos los momentos de la vida. ¿Y por qué? Porque en la Encarnación del Hijo de Dios, que quiso compartir nuestro camino de hombres -con todo lo que eso lleva consigo de momentos de gozo pero también de dolor y de soledad, de ansiedad, de angustia, de angustia ante la muerte- quiso gustar el cáliz de la vida humana y beberlo hasta el final; hasta la muerte y una de las muertes más ignominiosas. ¿Y cómo podemos dar gracias por eso? Porque detrás de la Encarnación, que es la Alianza definitiva de Dios con nuestra pobre humanidad -el abrazo, el vínculo, el atarse de Dios a nuestra humanidad para siempre, “con una Alianza nueva y eterna”-, desde la Encarnación hasta esa consumación que es la cruz, lo que hay en cada paso, en cada gesto, en cada momento de la vida de Jesús, lo que hay en la muerte de Jesús, es el amor sin límites y sin condiciones de Dios.
Es ese amor infinito que abraza a la
Creación entera, que abraza a nuestra historia, a las generaciones que nos han
precedido, a nuestros padres, a nuestros abuelos; que abrazará a la humanidad
entera mientras haya mundo. Es ese Amor el que nos hace vivir en la acción de
gracias. Es ese Amor sin límites el que produce una paz, una esperanza, una
alegría que no puede producir ninguna otra cosa del mundo, porque las alegrías
del mundo todas tienen un precio y todas tienen una “resaca”, en el sentido más
noble y normal de la palabra, como las olas que vienen y luego se retiran y se
van. Así son las alegrías que nosotros somos capaces de generar o de fabricar.
La alegría que nace del conocimiento
de Jesucristo vivo y resucitado para siempre, la alegría del amor que el Señor
quiere que nosotros participemos de Él, es una alegría que, aún en medio del
dolor, aún en medio de situaciones sumamente difíciles o inexplicables, o
dolorosas, aún a las puertas mismas de la muerte, sosiega el corazón, permite
dar gracias a Dios, siempre y en todo lugar.
El Señor quiso llegar hasta la
muerte y, repito, una de las muertes más ignominiosas, más horribles que los
hombres han inventado jamás. Y quiso asociar a esa muerte, que era por
nosotros, que era para nosotros, que era para revelarnos Su amor a Su Madre:
estando Ella viva, iba a estar asociada. No hay dolor en este mundo más grande
que el de una madre que ve morir a su hijo. Yo no conozco otro más grande. Pero
si además ese hijo muere humillado, ajusticiado, entre dolores espantosos,
objeto de burla de todo el mundo, conociendo Ella quién era y que era inocente,
yo creo que ni somos capaces de imaginarnos ese dolor, pero tampoco somos
capaces de imaginarnos hasta qué punto la Madre participaba en el Amor de Su
Hijo, estaba unida al Corazón de Su Hijo.
Nosotros la veneramos en Granada, tenemos
el privilegio de venerarla en Granada con su Hijo muerto sobre sus rodillas,
habiendo llegado Su Hijo al colmo del amor de Dios y habiendo llegado Ella al
colmo del amor unido al de su Hijo por nosotros, por ti, por mi, por nuestros
pecados, por nuestras pobrezas, para abrirnos a la alegría y a la esperanza de
la vida eterna; para que podamos vivir siempre y en todo lugar en acción de
gracias. Y no penséis en un castigo. Los cristianos interpretaron desde el
primer momento la muerte de Cristo como un sacrificio, pero la idea de que Dios
quería ese sacrificio o forzó ese sacrificio como un castigo en lugar nuestro
es una idea moderna, no es una idea que estaba ni en los autores del Nuevo
Testamento, ni en la Biblia está en ninguna parte. Los sacrificios eran motivo
de alabanza a Dios; era el modo en el que Dios expiaba nuestros pecados; era el
modo en que Dios trataba con perdón, con gracia.
El momento de la muerte de Cristo es
el pecado supremo de la historia. No ha habido ni habrá jamás ningún pecado
como la muerte de Cristo, por muy profundos, y muy hondos, y muy grandes, y muy
graves que nos parezcan a nosotros nuestros pecados, no tienen ninguna
comparación con el pecado que es haber rechazado y haber condenado a muerte y
haber matado al Hijo de Dios. No hay ningún pecado mayor. Pero, como dice San
Pablo, “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, es decir, ese pecado ha
servido para que se revele el fondo sin fondo, el abismo sin fondo del amor de
Dios, y por lo tanto esa muerte es una fuente de alegría para el mundo, una
fuente de alegría para quienes hemos tenido la gracia inmensa de conocer ese Amor
y de poder acogernos a él. Repito, no es un castigo: ni para Cristo, ni para su
Madre, ni para nosotros. Es un amor que desborda y que es capaz, hasta en las
circunstancias más difíciles, de abrazar la humanidad, nuestra humanidad, tu
humanidad, mi humanidad. Y para que ninguno de nosotros pudiéramos sentirnos
solos diciendo “Dios no es capaz de comprenderme”, “Dios no es capaz de entender
por lo que estoy pasando”, “Dios no es capaz de imaginarse lo que estoy
viviendo”. Lo ha querido vivir Él. Pero no sólo en el momento de la cruz, que,
como la Encarnación, no era un teatro, no era una broma, no lo podía vivir mas
que una vez. Y como el amor que había en ese momento era infinito, bastaba con
un momento para abrazar la Creación entera y el mundo entero y la historia
entera. Fijaros si hay pecados en la historia. Pensamos sólo en las guerras o sólo
en algunos de los momentos más horribles de explotación del hombre por el
hombre. Todo está abrazado en la cruz del Señor, para que ninguno de nosotros
pueda decir “esto Dios no lo puede entender”.
Para que todos podamos sentirnos que
no estamos solos en nuestra cruz y en nuestra pasión; mejor dicho, nuestros
dolores, los dolores que padecemos, que son fruto la inmensa mayoría de ellos
del pecado del mundo, de nuestros pecados, de unos o de otros; o del ambiente
del pecado en el que crecemos, o en el que vivimos, o en el que nacemos ya.
Esos pecados están de antemano abrazados –repito- por el amor infinito de Jesús.
Y están abrazados por su Madre. Y Él nos la deja como madre en el momento de su
muerte, representados todos en la figura de San Juan, para que podamos hacer
dos cosas; dos cosas que son sencillas en el fondo, pero que son siempre una
gracia de Dios (no es algo que podamos hacer ni a base de puños, ni a base de
fuerza de voluntad): una, tener conciencia de que cualquier sufrimiento, del
tipo que sea, es una parte de la Pasión de Cristo, ya, para siempre; aunque
sean sufrimientos por nuestros pecados o por daños que hemos hecho y que no
podemos arreglar o remediar, o por daños que hemos sufrido y que no tienen
arreglo. Sean los que sean nuestros sufrimientos, forman parte ya de la Pasión
de Cristo.
Y la segunda cosa, es que podamos
conscientemente nosotros unirnos a esa Pasión, aunque no nos demos cuenta,
aunque a lo mejor en ese momento el dolor sea tan grande que no estemos más que
gritando o suspirando, o ni siquiera eso, ya sin fuerzas, en la cama de un
hospital, nada más que un pequeño quejido: ahí está el Señor. Cuando nos damos
cuenta y cuando hemos podido ejercerlo (no en esos momentos, en ninguno de esos
momentos estamos nosotros para rezar siquiera), pero uno ofrece la vida, se la
ofrece al Señor, se une a la Pasión del Señor y, luego, como me decía un
jesuita que está en proceso de beatificación y muy sabio, muy sabio con la
sabiduría de Cristo y de la cruz: “Las cruces de verdad se ofrecen antes de que
vengan y, luego, unos las pasa como puede”, y si hay que gritar, se grita, y si
hay que llorar se llora, y si hay que agarrarse a una mano familiar o amiga, se
agarra uno con todas sus fuerzas… Y si hay que tirarse al cuello del Señor se
tira uno al cuello del Señor, pero nunca estamos solos. Y si esos sufrimientos
son ofrecidos, también esos sufrimientos forman parte del amor de Cristo para
los hombres. Cristo ha venido para incorporarnos también a su cuerpo y a su
movimiento de amor para ser como su Madre, reflejo de su Madre, prolongación de
su Madre.
Cada Eucaristía en la que decimos
“es justo y necesario, siempre y en todo lugar, darTe gracias”, Te damos
gracias Señor por ese amor que nos llena de asombro, que casi no somos capaces
de creer, porque no somos capaces de imaginar, que nos llena de sorpresa; y
quisiéramos, como tu Madre, estar a tu lado, ser conscientes de que Tú estás a
nuestro lado, siempre. Y ése es el motivo de la alegría. Pero estar a tu lado
como lo está Ella, ofreciendo nuestra vida y nuestros sufrimientos por este
mundo herido de tantas maneras. Todos los días lo vemos, todos los días tocamos
esas heridas; que no huyamos de ellas.
Hoy coincide que es el día también
de los inmigrantes. Dios santo, un autor de hace no muchos años decía que las
migraciones en el mundo contemporáneo no tienen parangón en la historia, son movimientos
de masas causados por la injusticia de los hombres, sin duda ninguna, y que
causan tantas muertes como las guerras en esos caminos que los hombres
emprenden en busca de una vida mejor o huyendo de una persecución, o huyendo de
la cárcel, o huyendo de las tiranías que invaden y que llenan nuestro mundo.
Que ofrezcamos hoy, día de la Virgen
de las Angustias, también nuestros sufrimientos, también nuestra pasión, junto
a la Pasión del Hijo y a la Pasión de la Madre por esos hermanos nuestros que sufren.
Que todos, dejándonos poseer por el Amor
de Cristo, vayamos sembrando amor por donde quiera que vayamos, podamos
construir un poquito, un mundo un poquito más humano, un mundo un poquito más
capaz de reconocer la vida como un don de Dios y de mirar a la vida eterna con
esperanza.
Que así sea para vosotros, para
vuestras familias, para todos nosotros; para los palieros, pero para todos.
Para todos aquellos que queremos y conocemos. Para aquellos que no conocemos
pero que han venido también a celebrar con nosotros la fiesta de la Virgen de
las Angustias.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de septiembre de 2019
Basílica de nuestra Señora de las
Angustias