Homilía de Mons. Javier Martínez, en la Santa Misa en la S.I Catedral.
Fecha: 13/10/2019
Queridísima Iglesia del
Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Aanto de Dios;
sacerdote que
concelebras y diácono que asiste a esta Eucaristía;
queridos pueri cantores;
queridos hermanos y
amigos todos:
Antes que nada y lo
primero: habéis hecho muy bien los que os habéis quedado de pie (he sido yo el
que me he sentado antes de tiempo). Habéis hecho muy bien en quedaros de pie
hasta que el Evangelio, que iba llevado solemnemente en procesión, haya vuelto
al lugar del Evangelio, a su atril. No todo el mundo está acostumbrado. Ya es
tradicional en la Iglesia Católica -también en el después de la lectura del
Evangelio- dar la bendición. Pero es verdad que a lo que se le da respeto,
mientras el Evangelio está abierto y acaba de ser proclamado, es al Evangelio,
y no hay nada más digno de respeto que el Evangelio, y todos esperamos y
debemos esperar. Yo me he distraído y me he sentado, habéis hecho muy bien en
quedaros de pie. Donde esta costumbre no se haya impuesto aún, porque las
costumbres litúrgicas tardan a veces tiempo en extender, no os preocupéis. Es
un gesto. Un gesto de que la liturgia de la Palabra en la Eucaristía, las Lecturas,
que no tienen la finalidad de enseñarnos a ser buenos sino son trozos de la
historia del Amor de Dios con la humanidad, culminan siempre en la Buena
Noticia del Evangelio. “Un hijo nos ha nacido, un niño se nos ha dado”, ese “Dios
con nosotros” permanece con nosotros de varias maneras, pero una de ellas es
mediante Su Palabra. Por lo tanto, al Evangelio sólo la Eucaristía supera como
signo de la Presencia de Dios en medio de nosotros. Y por eso, el obispo
también cuando está el Evangelio delante no puede tener la mitra puesta, porque
quien representa a Jesucristo en ese momento no es él sino el Libro de los
Evangelios, al que la Iglesia le ha tenido siempre una veneración especial.
No resisto a contaros
una experiencia de esta madrugada. En la parroquia donde yo estuve de párroco
los primeros años de mi ministerio, había una muchacha joven. Cuando llegué yo
allí, debía tener unos dieciséis años. Y esa muchacha empezó a asistir a los
grupos de jóvenes de la parroquia y a las cosas que organizábamos. Era un
pueblo muy pequeño, de unos quinientos habitantes, pero profundamente
cristiano. Y hacíamos un “teatrillo”. Yo creé en el pueblo, por primera vez,
reuniones de chicos y chicas juntos, que no era costumbre (os estoy hablando de
hace cuarenta y cinco años, casi medio siglo). No era costumbre entonces que
hubiera esas reuniones, nos íbamos juntos de excursión, de marchas marianas;
hacíamos juntos campamentos, junto con los jóvenes de otras parroquias. Esa
chica se echó novio, se casaron, han tenido tres hijos, el marido (el que era
novio cuando yo estaba con ellos más cerca, era un gran informático que
trabajaba para una empresa internacional de informática); y hace ya varios años
a ella se le descubrió, hace quizás ocho o nueve años, una enfermedad
degenerativa de la cual no había curación, sólo se podía hacer más lento el
proceso hacía la muerte. Esta mañana, al amanecer, recibo un whatsapp diciendo:
“’la Toña’ ha muerto esta madrugada”. Pesaba veintitantos kilos. Llevaba ya
varios años muy muy malita. Él hace bastantes años que había dejado su trabajo
para cuidar de su mujer junto con sus hijos. Inmediatamente, yo le he llamado en
cuanto he tenido noticia del fallecimiento. Si os digo que no ha habido en esa
conversación –eso es lo que quería deciros- ningún gesto, ni ninguna expresión
(las había mas en mi que me emocionaba porque hacía años que les veía y a veces
me amenazaba con que se me saltaran las lágrimas, pero en él no había): “Tenemos
ya un montón de familia en el Cielo”. Hemos estado hablando del Cielo, de la
esperanza del Cielo, y él me decía: “No tengo en mi corazón más que gratitud
por María Antonia, gratitud por el amor que me ha tenido, gratitud por nuestros
hijos, gratitud por su enfermedad, por el tiempo que he podido acompañarla
hasta hoy, y esa gratitud se transforma en un deseo, en una esperanza del Cielo,
que elimina toda sombra de temor a la muerte, de ansiedad, como de disgusto”.
El Evangelio de hoy nos
hablaba de la gratitud. Y probablemente, el pecado humano en todas sus formas
es una falta de gratitud. Quiero decir, la actitud que reflejaba este esposo
fiel hasta la muerte, y nunca mejor, pero que además estaba seguro de
encontrarse con su mujer en el Cielo el día que el Señor le llamase a él, ésa
es la actitud normal de un cristiano. Vivimos en la gratitud. La Eucaristía se
llama eucaristía, que significa “acción de gracias”, porque la actitud normal
del cristiano es la de acción de gracias. Y podréis decir: “pero si me acaban
de diagnosticar un cáncer; si tengo tal herida, o tales heridas en la historia
de mi familia, o en la historia de mi matrimonio, o en el fracaso ante la
educación de mis hijos, o en el lugar de trabajo, donde sea, o en mi propia
historia de errores que ha cometido uno y que ya no puede corregir”. Y si vamos
hasta el fondo, la gratitud es siempre posible. Hemos recibido la vida como un
don gratuito y como un anticipo del destino que nos aguarda, que en Jesucristo nosotros
sabemos que nuestro destino es el Cielo. Y el Cielo no es un lugar donde
estaremos allí como en el final de algunas películas (…) no, carne y hueso, el
Hijo de Dios se ha hecho carne. Y nuestra carne tiene que pasar por la muerte -claro
que sí-, pero nosotros, nuestro destino no es la muerte, ni la muerte tiene la
última palabra sobre nosotros, en absoluto.
Pero somos muy tímidos.
Somos muy tímidos para hablar del Cielo. Esa conversación que tenía yo esta mañana
con este esposo, que tiene cincuenta y dos años en este momento, nos parece
algo extraordinario. Y hablar de la muerte. Ayer mismo, una persona que tiene -humanamente
hablando, porque el milagro es siempre posible, pero humanamente hablando- las
horas contadas, me decía “yo ya no tengo metástasis en una parte, tengo metástasis
en todo el cuerpo”, pero lo decía sonriendo. “Cuando llegues allá, ¿vas a seguir ofreciendo
por nosotros todas las necesidades que tú conoces y tenemos en la Diócesis?”.
Decía: “Por supuesto. Lo hacía antes de estar mala y junto al Señor, claro que
lo voy a hacer, mucho más”. Y nos reíamos. Y puede morir en una semana, puede
morir en tres meses… Eso que nos parece extraordinario es el fruto normal de la
fe. Si somos cristianos. ¿Qué es lo que nos pasa? Que tenemos una fe tan débil,
que, en realidad, es como si creyéramos por si acaso, como si no fuera real, como
si todo lo que hacemos es por si acaso hay alguien que no nos tenga en cuenta,
que no hemos sido demasiado malos. Pero eso no es haber encontrado ni conocido
a Jesucristo. Si creemos en Jesucristo, la vida eterna es nuestro destino y de
ella hay que poder hablar. Yo sé que los hijos de este hombre pasaron por una
crisis grande en su adolescencia y dejaron la fe y un poco todo; los padres
participaban de la vida de la Iglesia con normalidad y ellos se revelaban
contra eso, como es normal (…). (…) y el marido me decía: “Aquella crisis
terminó y ha sido un gozo verles acompañar a su madre a morir con toda paz”.
Dios Santo, cuando el
Evangelio de San Marcos al final nos dice “y pisoteareis serpientes y aunque
veáis un veneno mortal no os hará daño”, no está hablando de serpientes ni de
venenos en el sentido físico; está hablando de una novedad de vida que es
inaccesible al hombre. Claro que es inaccesible para nosotros coger una
serpiente y que no nos pique, pero no es más inaccesible perdonar una gran
herida, no es más inaccesible vivir con esperanza cuando contra toda esperanza
a los ojos del mundo, no es más inaccesible el saber con sencillez el decirlo y
proclamarlo, y hablar de ello con naturalidad, que nuestro destino es el Cielo
y no quedarnos en silencio ante la muerte como quien no tiene nada que decir
porque en el fondo no se cree que la muerte no sea nuestra última palabra. Que
eso lo hagan los paganos; que los paganos se queden sin palabra ante la muerte;
que sólo puedan decir “te acompaño en el sentimiento”, o “hay que ver, era tan
joven”, o” qué ha hecho ella o qué ha hecho para que le pase esto”. Ese tipo de
palabras, sin sentido, que son completamente absurdas, sin poder decir “Dios
mío, bienvenido al Cielo, bienvenido al destino que nos aguarda a todos donde
no habrá (y voy a citar las últimas palabras del Nuevo Testamento) ‘ni llanto,
ni dolor, porque Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos’ y ‘no habrá
sol ni luna’, porque no serán necesarios, porque el Cordero mismo será su luz.
Y la ciudad es preciosa sin nada que la estropee”. Ésa es nuestra ciudad, ese
es nuestro hogar, esa es nuestra patria. ¿Por qué no lo vamos a desear si
tenemos fe? Y si la tenemos, muy poquita; y nos comen las dudas, las dudas que
nacen de que vemos que eso parece muy irreal a los ojos del mundo que se nos
vende y pagamos por él (no creáis que se nos da gratis esa visión del mundo).
No podremos vivir con
realismo la fe que profesamos; no podremos vivir sin que esa fe sea una especie
de gorrito o de cosa muy marginal en nuestra vida -como lo que sea nuestra
relación, lo que determine nuestras relaciones, nuestro modo de vivir, nuestro
modo de divertirnos, de jugar, de cantar-, no es ésa la característica de un
pueblo de fe.
Mis queridos hermanos, vamos
a pedirLe al Señor lo que le pidió un centurión en el Evangelio: “Señor, yo
creo, pero aumenta nuestra fe”. Porque lo que ciertamente es un don es poder
afrontar la muerte, la nuestra y la de nuestros seres queridos, que es
probablemente la más difícil. La muerte de una persona a la que uno ama
profundamente es más dura que la nuestra. Que podamos afrontar siempre la
muerte con la certeza de que es nuestro último paso antes de llegar al final de
nuestra peregrinación, al Hogar, a la Casa, al Fuego donde Cristo y la Comunión
de los santos nos aguardan, donde nunca estaremos más solos, ni aislados, ni
tristes.
Que el Señor nos
conceda a todos ese don, que tanto necesitamos y que tanto necesita el mundo.
Porque el mundo, aún el que no cree, nos mira así, como diciendo “¿pero estos
se lo creerán de verdad?”. Y cuando nos oyen hablar y dicen “no se lo creen,
piensan igual que nosotros, en el fondo son palabras bonitas que dicen”.
El ver a un cristiano
de verdad es lo único que puede cambiar al mundo. Y el mundo necesita ese
cambio. Y ese cambio sólo lo da el testimonio de la fe, de la esperanza y del
amor.
Que el Señor nos
conceda vivir esa vida nueva que Cristo nos ha dado. Y vivir agradecidos por
ella, porque es la manera más bella posible, la más gozosa posible de vivir.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de octubre de 2019
S.I Catedral