Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa para dar gracias a Dios por la beatificación de María Emilia Riquelme y Zayas, fundadora de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada.
Fecha: 10/11/2019
Queridísima Iglesia del Señor (reunida
hoy para dar gracias por la Beatificación de la Madre Riquelme), Esposa amada
de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos obispos;
sacerdotes concelebrantes;
queridas hermanas, queridas riquelminas
–me dejáis decirlo con el apodo familiar tan lleno de cariño–:
Coro tan “bonico”, como se dice
aquí, que os habéis unido además de dos colegios de Madrid y de Pamplona, bienvenidos
todos. Yo creí que tenía que empezar esta homilía diciendo que hoy estábamos en
familia, pero veo que, con la excepción de las autoridades, estamos todos los
de ayer (…).
Ayer, la Madre Marian empezó su
momento de acción de gracias diciendo que la experiencia de estos días -y
evidentemente la experiencia de ayer, creo que todavía crecida en la
experiencia de ayer por la noche y en la experiencia de esta mañana-, que lo
que estamos viviendo es un momento de comunión precioso. La comunión es el modo
de vida de la Iglesia. Y es el modo de vida de la Iglesia porque es algo que sólo
Dios es capaz de hacer. Y yo quiero subrayar eso sobre todo: la comunión es
siempre un don de Dios.
Hasta en un matrimonio. El Señor ha
puesto una atracción innegable entre el hombre y la mujer. Pero entre la
atracción y el amor esponsal hay un abismo. Y ese abismo sólo lo cruza el
Señor. Por lo tanto, aunque hemos oído millones de veces que un matrimonio es
algo natural, no. Lo que es natural es la atracción. Un matrimonio es un
milagro. El matrimonio cristiano como lo hemos conocido en Jesucristo es un
milagro. Y los milagros los hace Dios.
Es verdad que este milagro no tiene
-como el de la Madre Emilia y por el que vamos a dar gracias también, y después
como el de Nelson- un proceso, pero cualquiera que viva el matrimonio sabe que
sin la Gracia de Dios…Y la prueba es que quitamos la Gracia de Dios y las
familias se vienen abajo, por lo tanto “algo tiene el agua cuando la bendicen”.
Que para que un matrimonio se quiera, con toda la atracción que Dios ha puesto
en la Creación…, un pensador, un amigo de Chesterton, decía que “Dios había
puesto esa atracción precisamente para que la raza humana no se extinguiera,
porque si no, se extinguiría en cuatro generaciones. Entonces, ha puesto la
atracción y, a pesar de todo, tiene que hacer el milagro”. Necesitamos a
Jesucristo. Pero si eso pasa en el matrimonio, imaginaos cuando es un grupo más
amplio. El milagro de una vida de comunidad -lo conocéis perfectamente, todos,
todas vosotras y quienes vivimos en comunidad, quienes hemos vivido en
comunidad o quienes vivís en comunidad también lo conocéis-. La comunión en una
Iglesia o en un grupo humano más grande lo mismo. Y la comunión que hemos
vivido ayer; que estamos viviendo en este momento, que vivimos en estos días, también
es de Dios. Por eso, el Señor lo puso como signo de la fe del mundo: “Padre,
que sean uno como Tú y Yo somos uno”. De hecho, un amigo de san Juan Pablo II
le oí yo decir en una ocasión que no sólo el matrimonio, sino que toda relación
que tiene como fundamento a Jesucristo es también indisoluble, porque es para
la vida eterna. Todas nuestras relaciones si tienen por fundamento a Jesucristo
son para la vida eterna. Por lo tanto, son indisolubles; por lo tanto, son
milagros que Dios tiene que hacer. Y la Comunión como modo de la Iglesia es el
milagro por excelencia, el milagro cotidiano por excelencia. Y me diréis: “Bueno,
pero aquí hemos trabajado mucha gente”. Yo quisiera deciros que el otro milagro
al que quiero yo referirme es: cuando uno ve todos los rasgos que en estos días
hemos subrayado en la vida de nuestra beata, de nuestra Madre, María Emilia
Riquelme, y hablábamos de la humildad, y hablábamos de la sencillez. Pero,
veréis, hay formas de humildad en las que se pone muy de manifiesto la soberbia
(…) Cuando eso es vivido con esa naturalidad, que podemos reconocer, uno
reconoce también la obra de Dios. Porque, a lo mejor, se da mucha humildad,
pero luego hay envidia; o a lo mejor, se da naturalidad, pero esa naturalidad
se convierte fácilmente en grosería, o en confianzas inadecuadas. Esa unión de
esas cosas es lo que no hacemos los hombres. Que haya humildad, que haya
sencillez, que haya mucho amor, que haya al mismo tiempo una naturalidad muy
grande, que haya el no apropiarse de los méritos o de los beneficios de ese
amor, sino ese “pasar por la vida en zapatillas”, dices “aquí está Dios”, y lo
vemos y lo reconocemos.
Un puntito más sobre esto. Me
diréis, “pero todo lo que hemos trabajado para preparar esto”. Entonces, ¿la
comunión es de Dios o es obra del esfuerzo de los hombres? Y aquí los hombres
de hoy, los hombres del siglo XXI y los hombres de los cuatro últimos siglos
tenemos un problema, porque pensamos que si una cosa se explica por la razón,
entonces no es de fe. Y que una cosa es de fe, entonces, no puede ser razonable.
Y lo mismo nos pasa con la Gracia. En realidad, nos pasa con todas las cosas de
Dios. Pensamos si una cosa la hace la Gracia, no la podemos haber hecho
nosotros; y si nosotros la hacemos libremente, entonces no puede ser de la Gracia.
Y es que no entendemos cómo Dios se junta con lo humano. Como el alma se junta
con el cuerpo. Y no es que valga igual, pero es una analogía, un parecido, que
nos puede ayudar a explicar. Si yo pierdo un ojo, o pierdo los ojos en un
accidente, no es que mis ojos sufren, el que me quedo ciego soy yo, o sea
¿dónde está el alma en el cuerpo? Si yo tengo fiebre, no puedo leer, no puedo
trabajar. Y es mi cuerpo el que tiene fiebre, pero soy yo, todo yo el que
sufre. ¿En qué miembro del cuerpo está el alma? ¿Cómo está Dios en nosotros y con
nosotros? No en oposición a nosotros. No es que Dios hace un poquito y nosotros
hacemos otras cosas, y como estamos juntos pues sale mejor. Dios hace todo,
porque si estamos vivos en este momento, es por Su Amor y por Su Gracia. Y todo
eso lo hacemos nosotros también.
Pasa un poco con el amor. El amor,
que es una buena analogía porque Dios es Amor, es una buena analogía para
representarse a la medida de nuestra pobreza, cómo actúa Dios en nuestras
cosas. El amor, si es verdadero, es, al mismo tiempo, lo más libre y lo más
esclavo. Siempre. Y de hecho, cuando concebimos el amor de una manera pobre y
no verdadera, la gente no quiere amar porque es una esclavitud. Los padres no
quieren tener hijos, porque es una esclavitud. Buscamos que la gente no se meta
en nuestra vida, porque los amigos son también una esclavitud y así crece el
individualismo, y crece la soledad, y la tristeza, os lo aseguro. De la misma
manera que el amor, Dios es lo mismo. Lo hemos hecho nosotros y lo ha hecho
Dios. Sí, es que la Gracia no está como limitando la libertad, de tal manera
que las cosas las hacemos los humanos, claro que sí. Que habéis puesto una
energía enorme, claro que sí. Dios os ha dado esa energía. Dios os ha dado las
ganas de hacerlo. Y coincide. Es decir, el que ama de verdad, ¿quiere otra cosa
que amar? ¡No! Si es que es muy esclavo, tienes un hijo enfermo y te pasas la
noche sin dormir… Sí, pero no lo cambio por nada. Esa esclavitud es “el amor me
hace libre”. Lo mismo Dios. Cuando Dios nos da el hacer las cosas; si Dios no
quiere nada que no lo hagamos libremente, que no lo hagamos por amor… Dios no
quiere nada, nada. Quiere hijos libres, no quiere esclavos. Pero ese amor es de
Dios y es, al mismo tiempo, nuestro. Como nuestro ver es de nuestros ojos, pero
es de todo el cuerpo, es todo el cuerpo el que ve, no son sólo los ojos. Y es
todo mi ser el que ama, y todo mi ser el que se ofrece a la esclavitud del amor
y no la cambia por nada. Porque, curiosamente, se da la vida, me hace ganarla,
ese entregarme me hace ser yo mismo y eso que experimentamos a medida muy
pequeñita en el amor humano, lo experimentamos más con Dios. Ser siervos de
Dios es ser libres de todas las vicisitudes del mundo.
(…)
Tenemos metida la idea de que Dios
es alguien que tiene un gran ordenador fuera de ahí. En el fondo, pensamos a
Dios como el emperador de las galaxias, de la guerra de las galaxias (…) como
un gran ingeniero. Eso no tiene nada que ver con Dios. Dios está en tu corazón,
está en nuestro corazón, está en nuestras manos, está en nuestra mirada, está
en nuestros deseos. Todos estamos en Dios y Dios está en nosotros. No tenemos
que hacer una frontera. Claro que Dios es infinitamente más grande que
nosotros, claro que sí, e infinitamente más grande que todos los miles de años
luz que separan las galaxias y que separa todo, infinitamente más grande. Tan
infinitamente más grande como nuestra alma es infinitamente más grande que
nuestro cuerpo. Es otra dimensión, es otra cosa. Está en nosotros, con
nosotros. Pero no es que hagamos Dios un poquito y nosotros otro poquito. Sino
que Dios hace todo en nosotros, el querer y el obrar.
Pero si es así, la Comunión es donde
Dios. ¿Significa eso de que Le decimos a Dios ahora ocúpate Tú de hacer la
comunión? No. Hemos preparado, los voluntarios habéis trabajado, las hermanas
han trabajado, la Comisión habéis trabajado… Todos habéis puesto y era, al
mismo tiempo, Dios quien estaba haciendo posible. Porque cuando lo hacemos los
hombres sin Dios, no pasa eso. Podemos conseguir un desfile perfectamente
ordenado, como los que hacía Hitler en Núremberg (…), pero ahí no hay
humanidad. Cuando ese orden desborda al mismo tiempo de humanidad, de
familiaridad (…), todo el mundo sabíamos a lo que veníamos, todo el mundo nos
sentíamos parte de algo bonito.
Me detengo en todo esto porque
quiero que sepamos dar gracias por la comunión; que la amemos, que la
busquemos, que trabajemos por ella, que la necesitamos, que en este mundo
nuestro las fuerzas que tienden a disgregarnos son tan poderosas que tienden a
separarnos, a dividirnos, a poner sencillamente palos en las ruedas para que
esa unión no sea posible. “En Cristo –decía San Pablo– no hay hombre ni mujer,
no hay griego ni judío, no hay esclavo ni libre; todos somos uno en Cristo
Jesús”.
Señor, no dejes de ser un generador
de comunión en este mundo nuestro. No nos dejes. Yo creo que es la manera más
sencilla de seguir con sencillez, la sencillez, la ternura, la humildad de la
Madre Emilia. Dejarnos hacer. Dejarnos hacer por Dios. Hasta me atrevería a
decir: dejarnos querer por Dios. Dejarnos querer por Dios. Yo creo que es el
primero de los mandamientos: dejarse querer por Dios. No está escrito, pero cómo
te voy a amar con toda mi alma, si no tengo la experiencia… Las lecturas de hoy
nos hablaban de la esperanza en el Cielo y alguien dijo una vez “para poder
esperar hace falta haber sido muy feliz”. ¿Cómo voy a esperar en Ti si no tengo
la experiencia de Tu Ternura infinita, de Tu Misericordia infinita, de Tu Amor
por mi? Es la experiencia de ese Amor lo que me hace esperar de una manera
sumamente razonable. Sumamente razonable.
Y de esa esperanza va ligada -decía María
Emilia “Ama y no temas” y la primera canción que habéis cantado vosotros (ndr. coros en la Santa Misa) era esa
frase de san Juan Pablo II que decía “abrid las puertas a Cristo, no tengáis
miedo”-… Ese “no temas” era actual en su tiempo, pero es muy actual en el
nuestro, porque a veces da la impresión de que los medios de comunicación y los
poderes del mundo en general tratan de que los cristianos a toda costa tengamos
miedo. Pues, no lo tenemos. Y no porque seamos presumidos y chulos, no, sino
porque tenemos al Señor. Conocemos al Señor por la misma razón que tenemos la
esperanza cierta; la esperanza que no defrauda, la esperanza cierta de que nuestro
destino juntos es la vida eterna. Subrayo lo de “juntos” porque el Evangelio
daba pie hoy para pensar una cosa que a veces les he oído decir a matrimonios y
a familias “en el Cielo, no nos vamos a conocer”. Mentira. No seríamos
nosotros. En el Cielo nos conocemos, nos queremos.
En esta vida es “hasta que la muerte
nos separe” y puede separar, pero es para la vida eterna. Y toda relación que
nace de Jesucristo es para la vida eterna. Y en la vida eterna claro que
estaremos juntos. Y eso lo refleja si os fijáis en la plegaria eucarística de
las misas, en todas las plegarias eucarísticas de las misas se da por supuesto
que vamos a estar juntos en el Cielo; que queremos estar juntos en el Cielo; que
la comunión de aquí no es más que el inicio, el “cachito de cielo” en la tierra
en torno a Cristo, con el centro en Cristo. Cuando Cristo está en el centro, la
tierra se convierte en el Cielo. Cuando cantamos el “Sanctus” en la Eucaristía,
que habría que cantarlo siempre (…), y qué es lo que canto: “Señor, que vienes
aquí a esta pobre mesita, o a esta mochila cuando he celebrado a veces en la
montaña, con un grupo de chavales y el altar era la mochila, pues vienes a esta
mochila y esta mochila es el cielo, un trocito de cielo, y este grupito que
estamos aquí vive un cachito de cielo, un trocito de cielo”. La Eucaristía, el
cielo y la tierra se unen en la más grande, como la de ayer, o la de San Pedro,
en la más chiquitita en un pueblo de la Alpujarra con cuatro ancianitos y el
sacerdote solo, muertos de frío, ahí se unen el cielo y la tierra.
¿Miedo, miedo nosotros? Somos un
pueblo de conquistadores. Somos una comunión que no ha dejado de crecer desde
aquella tarde cuando Jesús se encontró con Juan y Andrés, o Juan y Andrés se
encontraron con Jesús, y no ha parado. En realidad, no ha parado desde el día
de la Encarnación; desde que la Virgen dijo “Hágase en Mí según Tu Palabra”. Y
había ahí una comunión entre el cielo y la tierra, en Ella, en Su Corazón que
no dejará de existir pase lo que pase en la historia. No os preocupéis, no
tenemos nada que temer. Somos un pueblo de conquistadores, ¿por qué?, ¿por que
somos chiquititos, porque tenemos mucha fuerza, porque tenemos un ejército muy
grande? Los tres siglos más ricos misioneros de la Iglesia fueron los primeros
siglos y la Iglesia no tenía colegios, y la Iglesia no tenía catedrales, y la
Iglesia no tenía iglesias, y la Iglesia no tenía universidades católicas, la
Iglesia no tenía nada y aquello crecía y crecía… ¿Qué era lo que hacía crecer?
Lo que hace crecer: los santos, la vida de los santos, la comunión de los
santos.
Señor, por intercesión de la Madre
Emilia, por la intercesión de tus otros santos que son amigos nuestros,
nuestros patronos, por la intercesión de Nuestra Madre, Tu Madre Inmaculada que
nos diste en la cruz, haznos crecer en esa comunión, para que podamos ser ante
el pueblo una imagen que refleje un poquito la belleza de tu comunión, de la
comunión trinitaria, del Dios que es Amor, de la vida que Tú nos das, a través
de un pueblo de santos y a través, especialmente hoy, de la Madre María Emilia
Riquelme, por la que te damos todos gracias, a la medida de nuestra pobreza,
pero gracias, y que no deja de pedir por nosotros, que no deje de interceder
por nosotros. Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de noviembre de 2019
S.I Catedral de Granada