Homilía en la Eucaristía en la S.I Catedral, presidida por la cruz de Lampedusa que durante el mes de noviembre recorre la Diócesis, el 17 de noviembre, III Jornada Mundial de los Pobres.
Fecha: 17/11/2019
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
saludo especialmente a D. Manuel
Velázquez, que nos acompaña hoy y que es el Delegado diocesano de la Pastoral
de Migración;
queridos hermanos y amigos todos:
El Evangelio de hoy nos habla del
mal, de la presencia del mal en la historia. Ese mal que desde el comienzo de
los relatos bíblicos, en el mismo libro del Génesis, en los primeros capítulos,
nos recuerda que desde el comienzo de la historia los hombres hemos hecho mal
uso de nuestra libertad y hemos perdido la vida –de algún modo– para la que Dios
nos había creado que era una vida de fraternidad, de hermanos entre nosotros,
hijos de Dios, amigos de Dios y compañeros en el camino de la vida, repartiendo
y compartiendo unos con otros los bienes que el Señor nos da. Desde entonces,
desde el principio, la historia ha sido así. Incluso en la historia del Pueblo
de Israel, donde el Señor fue educando y preparándose a los hombres, lee uno el
Antiguo Testamento y aquello está lleno de sangre, de muerte, de las pasiones
humanas, desde la avaricia, la envidia, la lujuria…Y sin embargo, lo que nos
enseña el Antiguo Testamento por encima y por delante de cualquier otra cosa es
que Dios no se rinde, que Dios no deja de amar al hombre; que a pesar de todas
las pequeñeces y las miserias de nuestro corazón, el Señor no deja de ser fiel
a Su Alianza con el hombre. Y no deja de ser fiel a Su Promesa de salvación
para el que quiera abrir sus ojos y abrir su corazón a Dios. Esta historia
culmina en la Encarnación del Hijo de Dios. Y el Hijo de Dios, que asume nuestra
pequeñez –es lo que celebramos en la Navidad-; que viene a compartir nuestra
condición humana, Dios mismo viene a compartir nuestra condición humana,
consuma esa alianza en la cruz, que es a la vez el supremo gesto de amor de
Dios por nosotros. La verdadera liberación del poder de la muerte y del pecado
donde el Señor ha destruido al pecado y a la muerte, al mal en todas sus
formas. Que sigue estando presente en la historia, pero que ya no tiene la
última palabra, ni lucha en condiciones de igual a igual con Dios. El Amor de
Dios ha vencido ya, ha vencido en Jesucristo y quiera Dios que venza en
nosotros que hemos conocido a Jesucristo. Y quiera Dios que pueda vencer en el
mundo.
Me diréis: “pero no todos los males
que hay en la historia vienen de la libertad humana y del pecado…”. Es cierto.
Pienso en los tsunamis, o en las catástrofes naturales, en los terremotos, de
las que también habla el Evangelio, pero también es verdad que hay algo ahí que
nos tendría que hacer pensar. Y es que hasta el siglo XVIII eso nunca ha sido
una catástrofe natural, nunca ha sido un motivo para alejarse de Dios. Y aún
hoy en los pueblos que viven fuera de los espacios de la modernidad, al
contrario, cuando hubo los últimos terremotos de Haití la respuesta del pueblo
haitiano en su gran mayoría fue acercarse a Dios, rezar, pedir misericordia. Y
es lo contrario casi de lo que hacemos aquí. Aquí sucede cualquier cosa y
siempre inmediatamente tenemos que pensar a quién le echamos las culpas. Si
sale mal una operación por lo que sea, y a veces llamamos cruces a cosas que no
son cruces. El envejecer no es una cruz. El envejecer es parte de nuestra
naturaleza humana. Igual que el morir es parte de nuestra naturaleza humana, de
nuestra condición humana. Yo sé que la pregunta del hombre moderno puede
resumirse de la manera más aguda, más punzante, de la manera que lo hacía el
pensador judío que después de la II Segunda Guerra Mundial se preguntaba “¿y dónde
estaba Dios en Auschwitz?”. Y la respuesta es que estaba en Auschwitz, es
decir, que estaba en las víctimas.
¿Por qué esa diferente entre los
pueblo que no están expuestos a la modernidad? O entre los hombres de la Edad
Antigua o de otros momentos de la historia; entre los hombres que no han sido
tocados por el capitalismo y la economía política de la que ha nacido el
capitalismo (la cultura de la avaricia si queréis. O como diría Elliot “la
cultura del dinero, la lujuria y el poder”, como dioses que han sustituido al
Dios verdadero). Para esos otros ámbitos que no están tocados por el mal de
esta cultura, Dios está en todas partes. Nos lo decía el Catecismo, sólo que
los mismos cristianos lo hemos olvidado. “¿Dónde está Dios? – decía el
Catecismo– En el cielo, en la tierra y en todas partes”. Está en nosotros. Está
en las cosas. No hay nada que esté fuera de Dios. Estamos hechos de Dios. Y si
nuestra mirada fuera transparente y no estuviese herida por siglos y siglos y
siglos de historia de pecado, morir tampoco sería ninguna desgracia.
Pensad en un viajero que va al
bosque, que tiene su casa, y su hogar, y que se pierde o que le pilla la niebla
y que no encuentra el camino para volver, y que luego llega a casa. ¿Vosotros
creéis que esa persona se sentiría triste por llegar a casa? Y si el cielo es el
hogar al que llegamos, por qué nos duele tanto el pensar en la proximidad de la
muerte o en el hecho mismo de la muerte. Si es volver a nuestro origen, si es
volver a alguien, a los brazos abiertos del Amor que nos ha creado – en primer
lugar– y que no ha dejado nunca de estar con nosotros, y no sólo con nosotros,
sino en nosotros. Si el Señor nos diera ganar de nuevo esa perspectiva de que
Dios no está fuera del mundo, ni fuera de la creación, sino que está en toda la
creación. O mejor, Él está en toda la creación y toda la creación está en Él. Aunque
Él trascienda infinitamente, Su Amor es más que la suma de todo el amor humano
que puede darse en los ocho mil millones de hombres y mujeres que formamos este
mundo, y de los millones de hombres y mujeres que han formado la historia. Todo
ese amor no es más que un puntito al lado de la infinitud del amor de Dios, de la
misma manera que es el Dios Creador de las galaxias y de los cielos.
¡Dios santo! Si te pudiéramos ver
así, si viviéramos dentro de Ti con la conciencia de que estamos siempre dentro
de Ti y de que sólo el mal representa una herida en este “vestido tuyo” que es
la Creación, que somos nosotros. Criaturas de Tu Amor, creados por amor, por
amor a cada uno de nosotros. No como las especies. Se puede decir Dios ama la
creación, y Dios ama todo en la creación sin duda, pero a cada uno de nosotros
nos ha llamado por su nombre. El Evangelio dice “hasta los cabellos de vuestra
cabeza están contados”. Pero el mal más importante, el que más daño nos hace,
que brota claramente también de nuestra falta de visión, pero que brota de la
libertad humana, es el que brota del pecado. Del pecado brotan las guerras, de
las luchas de poder de los hombres; del pecado brotan los campos de
concentración; del pecado brotan las terribles diferencias que nuestra economía
aparentemente científica, y aparentemente –como piensan algunos y dicen
algunos- “la mejor que ha habido nunca en la historia”… nunca los pobres han
sido tan pobres, nunca la diferencia entre los ricos y los pobres ha sido tan
grade. Eso nace de un pecado; de un pecado colectivo del que ni siquiera a lo
mejor tenemos una culpa consciente. Pero de una situación de pecado en la que
vivimos, en la que nos acomodamos a vivir.
Cuando uno piensa, y si ha tenido
ocasión de verlo alguna vez, que hay pueblos… y pongo dos ejemplos de los que
yo he vivido en mi vida, y por lo tanto conozco y que las tenemos muy cerca.
Basta acercarse a algunos barrios de nuestra ciudad y podemos ver no
exactamente lo mismo pero cosas parecidas. Niños que mueren de colitis por
deshidratación, porque no hay suero para darles y los padres no saben, sólo
saben que el niño se está muriendo pero no saben que bastaría con darles de
beber, o no hay agua para darles de beber. O poblaciones enteras de miles de
personas que viven sin agua, sin electricidad, y que tienen, sin embargo, en la
mirada, en el fondo de su pobreza, una paz y una alegría que nosotros luchamos
y luchamos a base de comprar cosas para conseguir y no conseguimos nunca.
¡Dios santo! No se trata de pensar
en el mundo y decir cómo vamos a resolver nosotros si yo casi no llego a
resolver las cosas que hay en mi familia y las dificultades que tengo con mi
familia, y lo difícil que es vivir en nuestro mundo, cómo voy a preocuparme del
mundo entero. ¿Qué os parecería si empezamos por pensar una vez a la semana o
al día en ayudar a alguien que tengamos cerca? Tal vez cerca de nosotros hay
una familia que no llega a fin de mes y se le puede dar un paseíto por el Mercadona
o abrirle el camino hacía el economato y dejarle unos tetra briks de leche en
la puerta de su casa sin decir nada; o hay alguien que vive solo y que tiene
muchos años, y que se repite siempre, y siempre te cuenta las mismas historias
pero lo que necesita es que le escuchen.
Me hablaban no hace mucho de un país
donde la gente quería que les ingresasen en la cárcel para tener a alguien con
quien hablar. A esos extremos llegamos. Eso son formas de pobreza. (…) Cantábamos
“el Señor llega a regir el mundo con justicia”, y a lo mejor no somos
responsables de esa soledad, no es culpa nuestra, no conocemos a esa persona o
a esa familia. Los tenemos cerca. Vivir con los ojos abiertos. Empezar a
interesarse por la pobreza que tenemos más cerca de nosotros, sea del tipo que
sea. AbrirLe al Señor el corazón para que Él haga florecer en ese corazón el
amor que es nuestra verdadera vocación, que es nuestro verdadero ser, que es
realmente nuestro ser imagen de Dios. Es lo que nos hace imagen de Dios; que
crezca en nosotros; que pueda crecer y si le vamos sacando gusto a esos gestos
de amor, tal vez acabemos viviendo en el amor, que es vivir en la verdad.
Porque cuando no vivimos en el amor por muy atareados que estemos por nuestras
cosas, por nuestros intereses, por las cosas que nos parecen más importantes o
más urgentes y que nos reclaman constantemente… ¿Sabéis a quien obedecemos más
que a nada en el mundo todos nosotros que estamos aquí? (…) Obedecemos a
Vodafone, a Movistar, al móvil (…).
¿Sabéis cuál es la verdadera
medicina? (…) ¿Cómo se cambia el mundo? Abriendo nuestro corazón al amor del
Señor y dejando que el amor verdaderamente florezca. Y como estamos hechos para
el amor y es más bonito amar que odiar; es más bonita la vida cuando amamos que
cuando no amamos, si dejamos que crezca el amor y le vamos sacando gusto, si
vamos sembrando el mundo de amor… a lo mejor, al lado mío hay tres metros de
tierra liberada; tres metros donde no hacen falta pateras, donde mis brazos
están abiertos, donde yo puedo amar a la persona que tengo delante y a quien me
encuentro sea quien sea. Interesarme por ella. Tocar. Como dice el Santo Padre,
tocar al mendigo, tocar al pobre. Y yo sé que hay mendigos que viven de la
mendicidad (…) no podemos escandalizarnos ante nadie. Todos estamos llamados a
ser hijos de Dios. Y todos estamos llamados a vivir de la única manera que es
digna, de la dignidad que ha puesto en el corazón de cada uno de vosotros y del
mío, y es amar. ¿Y la vida para qué es? ¿Y el tiempo que el Señor nos ha dado
para vivirla? Para aprender a amar. Para aprender a querernos más y a sentir al
más necesitado como el más prójimo, como el más cercano, como el hijo
predilecto de la Iglesia. Tendríamos muchos menos documentos que hacer, muchas
menos cosas complicadas de las que predicar y explicar si fuese claro que para
nosotros, para los cristianos, un pobre, un necesitado, una persona sola, una
persona enferma, es siempre el más querido. Porque es siempre la imagen más
clara de Cristo sufriente, que ha dado su vida por nosotros. (…)
La única respuesta que tiene este
mundo tan enfermo es ésta: que crezca de nuevo un foco de amor. Ésa fue la
explosión del cristianismo en los primeros siglos. Y ésa puede volver. Necesita
el mundo que sea de nuevo hoy, entre nosotros.
Que el Señor nos ayude. Que la
Virgen interceda por nosotros y nos ayude a vivir así.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
17 de noviembre de 2019