Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la S.I Catedral en la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
Fecha: 24/11/2019
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (rescatada del dominio del pecado y de la muerte por Su Preciosa Sangre y por Su Resurrección, y por el don del Espíritu Santo), Pueblo Santo de Dios:
muy queridos sacerdotes y diácono,
que participáis en esta Eucaristía,
queridos amigos todos:
La celebración del Misterio Pascual
termina con la fiesta de la Trinidad, que es como el culmen de la profundidad
de Dios que el Acontecimiento de Jesucristo nos revela. El Dios que es Padre,
Hijo y Espíritu Santo. El Dios que es Amor, comunión de personas, principio de
ese anhelo de amor que existe en la humanidad y que no podría aplicarse a Dios
si Dios no fuera comunión, si Dios fuera simplemente un Dios individual, como
piensa por ejemplo la masonería, los deístas o los antiguos filósofos paganos
de Grecia. Jesucristo nos descubre que Dios es Padre; que Él ha sido enviado
por el Padre, para entregar su vida por la vida del mundo y, al mismo tiempo,
prometió el Espíritu y cuando Jesús retornó al Padre, el Espíritu florecía en
la comunidad cristiana como una novedad absoluta en la historia humana.
La novedad de un pueblo cuya ley es
el amor a Dios y el amor de unos por otros, fruto del Acontecimiento de Cristo.
Eso es al final de la celebración del Misterio Pascual. Pero hoy es como la “nochevieja”
en el año cristiano. Hoy es el final del año cristiano. El domingo que viene
empezamos un nuevo Adviento y nos preparamos para la Venida del Señor, la Venida
en la carne y Su Venida al final de nuestros días y al final de la Historia. Su
Venida siempre llena de amor por el hombre, porque Dios en Jesucristo se nos ha
revelado como amor verdaderamente. Y este final de año termina también con el
Credo. Nosotros creemos que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por eso
podemos decir también que Dios es amor y nosotros confesamos a Jesucristo.
El primer Credo cristiano no fue el
Credo que nosotros rezamos en las misas, el Credo apostólico o el Credo
oriental más largo, que contienen los dos la misma fe y que fueron elaborados
cuando aquella misma fe empezó a ponerse en cuestión a finales del siglo III y
en los comienzos del siglo IV, y que la sancionaron dos Concilios, el Concilio
de Nicea en el 325 y el Concilio de Constantinopla en el 381. El primer Credo
cristiano, que se ve en las Cartas de San Pablo, era “Jesús es el Señor”, y los
cristianos se reconocían unos a otros diciendo “Jesús es el Señor”. Es verdad
que para nosotros la palabra “Señor” no significa ahora prácticamente nada.
Podemos decir “el señor Francisco” para referirnos al barrendero o al jardinero;
es más, incluso si queremos subrayar un poquito más, enseguida ponemos un “don”
en lugar de “señor”. Pero en los primeros siglos cristianos, la palabra “señor”
–“Kyrios” en griego- se usaba para los emperadores y, por lo tanto, era todo
menos ingenuo. Nosotros hoy cuando decimos “Señor”, incluso cuando hablamos de
Jesucristo, no le damos ningún peso específico a la palabra “Señor”, no tiene
ningún dramatismo especial. Pero decir “Jesús es el Kyrios” os aseguro que
podía crearle a uno problemas en el trabajo, problemas en la vida, terminar
trabajando en unas minas desterrado o costarle el cuello. Por lo tanto, era
todo menos ingenuo decir “Jesús es el Señor”. Lo mismo que poner la cruz en una
corona de laurel o el nombre de Jesús en el lábaro, el signo de Cristo, el
nombre de Cristo. La corona de laurel se usaba para los generales vencedores en
la batalla, para un vencedor en unas olimpiadas en una competición del estadio
o para el emperador. Siempre el Senātus
Populusque Rōmānus (SPQR) estaba rodeado de una corona de laurel. Poner el
nombre de Cristo en la corona de laurel tampoco era ingenuo; ni ingenuo ni
inocente desde el punto de vista político. Significaba que para nosotros
nuestro verdadero rey, el verdadero Señor de nuestras vidas es Jesucristo. Dios
mío, yo Le pido al Señor que eso sea verdad en mi vida.
Yo quisiera explicaros un par de
cositas en relación a ese “Jesús es el Señor”, que me parece pueden seros
útiles y ayudarnos a reconocer más lo que es el corazón mismo de la fe
cristiana. Qué es esa confesión de que “Jesús es el Señor”. Fijaos que San
Pablo dice en algún momento “nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ si no es en
el Espíritu Santo”. Si uno necesita el Espíritu Santo para reconocer a Jesús
como Señor es que eso tiene que ser algo muy grande. Uno necesita, de alguna
manera, participar de la vida divina para reconocer a Jesús como Señor.
¿Qué cosas quiero yo subrayar hoy?
Jesucristo es el Señor y Rey de la Creación. En la Segunda Lectura de hoy está
expresado con toda claridad: “Todo ha sido creado por Él y para Él”. La
Creación es como un desbordarse del Dios que es Amor, que le entrega toda Su Vida
al Hijo, y por lo tanto el Hijo es igual que el Padre porque recibe toda la
vida del Padre (menos el hecho de que el Padre no la ha recibido de nadie. El
Hijo la recibe toda); pero Dios es tan desbordante de Amor que la Creación
brota, pero la Creación sólo puede ser en ese sentido como una participación en
la Vida del Hijo, como una especie de filiación divina, de participación en la
Vida de Dios recibida. Eso es lo que somos. Pero fijaros, “todo ha sido creado
por Él y para Él”. Todo ha sido creado por Cristo y para Cristo. Hay iconos
preciosos en el mundo bizantino donde se ve a Cristo creando las estrellas. En
la catedral de Chartres, en una de las columnas centrales del pórtico de la
catedral, aparece Cristo creando a Adán, configurando la figura de Adán.
La idea de que nosotros pensamos que
Dios creador es el Dios abstracto. Repito, un Dios que se parece más al Dios de
los deístas y de algunos filósofos y de la masonería, pero que no es el Dios
cristiano. La Creación es obra del Dios Trino, del Dios que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Pero es, particularmente, una participación en el Ser de
Cristo; Cristo es su origen y su meta, y en el ser humano se nota más que nada
porque nosotros estamos hechos para el infinito, estamos hechos para Dios.
Cuando se dice que “estamos hechos para Dios”, estamos hechos para ser hijos en
el Hijo. Pero la frase de la Carta a los Colosenses, en el texto que hemos
leído, dice una cosa más: “Todo se mantiene en Él”. A mi no me gusta del todo
la traducción. Me gustaba más la que había antes: “Todo tiene en Él su
consistencia”. Es más fuerte. No es que todo se mantenga porque Cristo quiere
que nos mantengamos. Es que estamos hechos de Cristo; es que la Creación, las
estrellas, las montañas, la nieve, las nubes, los animales, los ríos, la
energía que mueve el universo y luego nuestras vidas, nuestros corazones… estamos
hechos de Cristo. Estamos hechos por Él y para Él, para participar de Su Vida,
para adquirir una filiación divina que será por gracia de Dios, por el don del
Espíritu Santo que Cristo nos da. Pero es para participar de la vida divina y
para participar como hijos, hijos por adopción, porque ninguno tenemos derecho
a ser hijos de Dios o a vivir como hijos de Dios o a heredar la herencia de la
vida inmortal de Dios, pero por gracia hemos sido llamados a ser hijos de Dios.
Y lo somos, como dice San Juan: “Qué amor nos ha tenido el Padre que no sólo
nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”, porque tenemos la vida divina
en nosotros y cuando comulguemos, estaremos recibiendo el Cuerpo de Cristo que
nos une a Él y renueva esa filiación divina constantemente.
Estamos hechos para Ti, Señor. Y Tú
eres nuestro Señor por derecho de conquista. Una conquista muy rara, muy
particular, porque los capitanes y generales conquistan las cosas a base de destruir
al ejército enemigo. Aquí, el ejército enemigo era Satán y, sí, lo has
destruido, pero lo has destruido sometiéndote a la muerte. Es decir, es un rey
que vence dando la vida. Es una autoridad que gana no mandando, sino
entregándose. Es un dominio que se obtiene justamente amando hasta la muerte y
amando sin límites, hasta dar la vida por entero. Tú nos entregas tu Espíritu
porque nos has entregado tu vida. Es una victoria que rompe los esquemas del
mundo, que funciona de otra manera. Es una realeza que te hace Señor de señores
y Rey de reyes. “Rey de reyes” era la denominación que tenía el emperador de
Persia y los cristianos de oriente llamaban al Señor “Rey de reyes”. Y la
mitra, ese gorro del que le cuelgan dos cosas que llevamos los obispos y que
nos lo ponemos en la liturgia cuando estamos representando a Cristo, es la
corona, es el turbante –la taga, decían los cristianos de oriente- que llevaba
el emperador de Persia, el rey de reyes. Era un turbante lleno de piedras
preciosas y por eso le cuelgan las dos cintas finales del turbante, y cuando el
obispo está representando a Cristo se lo pone, porque Cristo es el Rey de
reyes.
Multitud de cristianos en la
antigüedad. El primer obispo de Seleucia Ctesifonte, que era la capital del
imperio persa, le pidió el rey de Persia que lo adorase, porque no sólo los
emperadores romanos, también los emperadores persas siempre han pensado que
tienen derecho a la adoración de sus súbditos, y aquel obispo le dijo “mire, yo
ya tengo un Rey de reyes, que es el Rey del cielo y de la tierra y no puedo
postrarme ante ningún hombre”, y le cortaron la cabeza. Así de sencillo. Y así
han muerto, por reconocer la realeza de Cristo. También en periodos más
recientes: cuántos mártires han muerto diciendo “¡viva Cristo Rey!”. De nuevo,
la afirmación “¡viva Cristo Rey!” no era inocente en esos momentos. Yo sólo
quiero subrayar ahí que dar la vida por Cristo es ganarla, porque Cristo es
Señor y Rey de la Creación, el alfa y el omega, y nadie pierde nada por servir
a Cristo, al contrario, lo perdemos todo cuando servimos a ídolos o a señores
de este mundo que ni nos dan la felicidad ni nos pueden dar la vida eterna.
Cristo no sólo sacia y sosiega los deseos de nuestro corazón, sino que nos abre
al horizonte de la vida eterna, que es nuestra promesa, pero no sólo una
promesa para después de muertos… si es que cuando vivimos de la vida cristiana
ya participamos aquí de la vida eterna. Hay un amor que sólo nace de Cristo. Hay
un afecto, un modo de entregar la vida que sólo nace de Cristo. Termino con
esto esta primera reflexión.
La segunda. Como el Acontecimiento
de Cristo es un Acontecimiento que afecto al hombre en cuanto hombre, porque es
que Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, y eso es un hecho. No es una
creencia. Es un Acontecimiento, del cual brota un pueblo que no se explica si
ese Acontecimiento no ha sido verdadero, a pesar de todos nuestros pecados y
nuestras mediocridades y nuestras torpezas. El cristianismo no entra en
conflicto con ninguna cultura. Porque si Cristo ha vencido a la muerte; si
Cristo ha resucitado, ¿qu
Dios mío, somos algo más que
nervios, músculos, huesos, pulsiones químicas… mucho más, infinitamente más. Y
eso algunas religiones no cristianas saben reconocerlo, y nosotros que somos
cristianos y que comulgamos y que rezamos, a veces lo hemos perdido por entero.
Lo digo eso para que si tenéis amigos que no son cristianos, que no tienen a lo
mejor ninguna religión… pero en todo ser humano hay alguna semilla, aunque sólo
sea el deseo de ser felices. El deseo de ser felices, el llanto por un ser
querido que has perdido, la alegría de un niño que nace, la sonrisa… Somos más
de lo que somos, infinitamente más de lo que somos, porque Tú, Señor, has
creado todo y lo has creado para Ti, y a nosotros nos has creado para
participar de Tu Vida, y hay en nosotros algo que reclama la Vida divina, que
anhela la Vida divina, que hecha en falta, que tiene nostalgia de algo que no
hemos visto nunca y que no conocemos, pero esa nostalgia marca nuestra
existencia humana.
Vamos a darLe gracias al Señor por
habernos creado, por habernos permitido conocer Su Amor infinito y por habernos
hecho comprender un poquito, quizá, que se amor no riñe… Ni siquiera riñe con
las ideologías. En todas las ideologías hay algo de verdad. Ojalá supiéramos
descubrirlo y ponerlo en su lugar. Siempre, siempre, hasta en las más
equivocadas. Hay siempre algo de verdad que un cristiano tiene que salvar y
poner en su lugar y en su sitio, y puede ponerlas en su sitio y en su sitio porque
sólo Cristo es Señor pero Cristo no está peleado con la Creación, no está
peleado con nada bueno en la Creación. Al contrario, es la fuente y la plenitud
de todo lo que hay de bello, de verdadero y de bueno en todas las cosas
creadas. Ojalá nosotros seamos testigos de ese Amor que ama todas las cosas.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
24 de noviembre de 2019
Palabras finales de Mons. Javier Martínez, antes de la bendición final.
En la homilía, a base de afirmar y de
querer detenerme en afirmar el sentido de la Realeza de Cristo, de su Presencia,
de su Señorío sobre todas las cosas y sobre nuestras vidas, no he mencionado lo
suficiente que hay un combate en la Historia. Lo hay en nuestro corazón y lo
hay en la Historia. Es evidente. Un combate a veces bien fuerte. Pero, tanto en
nuestras vidas como en la Historia, nosotros que conocemos el amor infinito de
Jesucristo, tenemos la certeza, la esperanza cierta que no defrauda, de que la
victoria es del amor del Señor. Estad seguros de ello, no lo dudéis jamás.
Quiera el Señor concedernos esa gracia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
24 de noviembre de 2019